Por Gabriel Doménech Pascual

El caso de los presos fugados

Imaginemos que un preso que apenas está comenzando a cumplir una condena de diez años de prisión por una violación aprovecha para fugarse un grave descuido del funcionario encargado de su vigilancia. Al poco tiempo, provoca de manera imprudente un incendio en su domicilio, lo que causa considerables daños en los apartamentos vecinos. Cinco años después, comete un homicidio.

De acuerdo con la doctrina jurisprudencial sentada por la Sala Tercera del Tribunal Supremo, la Administración debería resarcir los daños resultantes en los dos casos (véase Doménech Pascual, 2024). El argumento esgrimido es que «si tal fuga no se hubiera producido, tampoco se hubiera ocasionado la lesión que originó los daños» (STS de 18 de mayo de 2010, ECLI:ES:TS:2010:3137). Es decir, para determinar si éstos son «consecuencia del funcionamiento de los servicios públicos» y, por lo tanto, deben ser resarcidos (art. 34.1 Ley 40/2015), el Tribunal aplica simplemente la llamada teoría de la equivalencia de las condiciones (o de la conditio sine qua non), con arreglo a la cual una conducta es causa de un daño si, de no haberse producido aquélla, éste no hubiera tenido lugar. El Tribunal descarta explícitamente la aplicación de teorías como la de la causalidad adecuada y otras equivalentes, por considerar que son incompatibles con el carácter objetivo de la responsabilidad patrimonial de la Administración (STS de 16 de diciembre de 1997, ECLI:ES:TS:1997:7725).

 La teoría de la imputación objetiva

Esta solución contrasta con la que seguramente hubieran dado a estos casos las Salas Primera y Segunda del mismo Tribunal. Me atrevo a decir que nuestros jueces penales nunca considerarían reo de homicidio imprudente al funcionario cuya grave negligencia hizo posible la fuga, a pesar de que el artículo 142.1 del Código Penal establece que «el que por imprudencia grave causare la muerte de otro será castigado como reo de homicidio imprudente». Estos jueces nunca estimarían que dicho funcionario «causó» la muerte de la víctima a los efectos del citado precepto legal, a pesar de que su grave imprudencia fue una condición necesaria del daño: si el funcionario hubiera vigilado al preso como era debido, éste no se hubiera fugado ni, por consiguiente, hubiera cometido el homicidio.

Me atrevo a sostener, igualmente, que los tribunales civiles tampoco declararían la responsabilidad patrimonial de la Administración por los daños derivados del referido incendio, en el caso de que fueran competentes para pronunciarse a este respecto.

La razón es en ambos casos la misma. Para hacer responsable a un sujeto de un resultado dañoso no basta que pueda considerarse que éste no se hubiera producido si aquél hubiera actuado con la diligencia debida. Hace falta algo más.

Desde hace ya tiempo, las Salas Primera y Segunda del Tribunal Supremo invocan a estos efectos la teoría de la imputación objetiva [sobre la que puede verse, por ejemplo, Mir Puig (2003) y Álvarez Olalla (2022)]. De acuerdo con ella, un daño sólo es atribuible a la conducta negligente de una persona si se cumplen ciertos requisitos, de entre los cuales destacan los dos siguientes:

1º. Incremento del riesgo. Un daño sólo puede imputarse a una conducta cuando ésta incrementó ex ante (en el momento de su realización) el riesgo de que dicho daño se produjera y éste finalmente se produjo.

2º. Finalidad de la norma de protección. La infracción de una norma de cuidado cuya finalidad es prevenir determinados daños sólo hace imputable a dicha infracción estos daños y no otros.

Con arreglo a estos criterios, la Administración no quedaría obligada a resarcir los daños derivados del incendio provocado por el preso fugado, a pesar de que éstos no se hubieran producido si el servicio público penitenciario hubiera funcionado correctamente, es decir, si el correspondiente funcionario hubiera actuado con la diligencia debida. En primer lugar, porque la finalidad de la norma de cuidado que aquí se vulneró no es prevenir incendios, sino asegurar que el preso cumple su condena con el objeto de disuadir a la gente de cometer ciertos delitos. En segundo lugar, es muy dudoso que la fuga del preso incrementara ex ante y en términos netos el riesgo de que éste provocara un incendio. Si el preso terminó siendo capturado y cumpliendo su condena, la fuga incrementó el riesgo de que éste causara un incendio fuera de prisión antes de ser atrapado, pero también redujo el riesgo de que ocasionara un incendio fuera de prisión después del momento en el que tenía que haber cumplido su condena inicial. Además, la fuga también minoró el riesgo de que provocara un incendio dentro de prisión.

Por otro lado, la aplicación de ambos criterios impediría igualmente imputar al funcionario imprudente la muerte causada por el preso homicida. De un lado, porque la finalidad primaria de la norma de cuidado infringida por el empleado público no es evitar que el preso delinca mientras permanece en el correspondiente establecimiento penitenciario, sino disuadir a la gente en general de delinquir. De otro lado, es dudoso que la fuga del preso incrementara ex ante el riesgo neto de comisión de un homicidio. Si el preso terminó siendo capturado y cumpliendo su pena, la fuga incrementó el riesgo de que éste matara a alguien fuera de prisión antes de ser atrapado, pero también redujo el riesgo de que realizara esta misma conducta fuera de prisión después del momento en el que tenía que haber cumplido su condena inicial. Además, la fuga redujo el riesgo de que cometiera un homicidio en prisión.

Justificación de los criterios de imputación objetiva

Uno de los problemas que plantean estos y otros criterios de imputación objetiva es que no está en absoluto claro cuál es su fundamento, su justificación, máxime cuando no han sido previstos por la ley. Es frecuente que a estos efectos se invoquen simplemente razones de «justicia» y «sentido común», lo que no resulta muy esclarecedor ni convincente, ni tampoco contribuye a hacer predecible el manejo de tales criterios.

El análisis económico del Derecho pone de manifiesto que normalmente hay una buena razón para utilizarlos: su aplicación evita que se produzcan resultados ineficientes, que implican costes excesivos para el conjunto de los intereses legítimos en juego.

Desde un punto de vista económico, el criterio fundamental para imputar un daño a una conducta es el de la prevención eficiente. Si las normas de responsabilidad civil deben crear los incentivos adecuados para que las personas eventualmente implicadas en los accidentes se comporten de manera que se minimice la suma de todos los costes sociales derivados de éstos, sólo tiene sentido hacer responder de los daños resultantes a quienes pudieron prevenirlos con medidas eficientes, cuyos beneficios esperados superaban ex ante a sus costes para la sociedad. Si imputáramos daños a conductas realizadas por sujetos que no podían prevenirlos eficientemente –es decir, que sólo podían prevenirlos con medidas excesivamente costosas para la sociedad–, estaríamos incentivando que los sujetos que se encuentran en una situación similar tomen para evitarlos precauciones igualmente ineficientes. Es más, lo ideal sería hacer responder de los daños a las personas que pudieron haberlos prevenido con un menor coste social (criterio del cheapest cost avoider), pues así se induce a quienes se encuentran en una situación análoga a tratar de evitarlos con cautelas óptimas, que minimizan los costes para la comunidad.

Justificación económica de la regla del incremento del riesgo neto

Lo anterior explica por qué un daño debe ser imputado a una conducta sólo si ésta, en el momento de su realización, elevó el riesgo neto de que dicho daño se produjera y éste finalmente se materializó. Si una persona genera con su actividad negligente el riesgo de dañar a otras personas (es decir, una externalidad negativa) y no responde cuando el daño se materializa, tenderá a realizar dicha actividad en un volumen superior al socialmente óptimo. Para evitar este resultado, se requiere que dicha persona soporte el coste externo que su actividad genera. Ello se consigue obligándola a compensar el daño correspondiente con una indemnización equivalente a éste, o sea, igual a la externalidad negativa que ha generado.

Pero también conviene tener en cuenta que, si la actividad desarrollada por un individuo engendra externalidades positivas, ésta tenderá a ser realizada en una medida inferior a la socialmente óptima, como consecuencia de que dicho agente no queda plenamente recompensado por todos los beneficios sociales que produce y, por lo tanto, no tiene los alicientes económicos suficientes para desarrollarla en el nivel que sería deseable para la sociedad.

Se comprenderá, pues, que a los efectos de configurar esa obligación de resarcimiento haya que tener en cuenta no sólo las externalidades negativas generadas por la correspondiente conducta riesgosa, sino también las positivas (Gilead y Green, 2017). Imaginemos que éstas últimas son superiores a las segundas. En tal caso, en principio, no tendría mucho sentido hacer responder al agente por los daños causados al desarrollarla, pues ello la desincentivaría. De ahí que para determinar el alcance de la responsabilidad deba considerarse en qué medida la conducta en cuestión engendra externalidades negativas netas, es decir, incrementa netamente el riesgo de que otras personas sufran perjuicios. En principio, sólo estará justificada la responsabilidad si las externalidades negativas producidas por dicha conducta superan a las positivas, y en la medida en que las superen.

Pongamos como ejemplo el célebre «caso Peñaranda», resuelto por la Sentencia del Tribunal Supremo (Sala de lo Civil) de 22 de febrero de 1946 (ECLI:ES:TS:1946:413). Unos obreros se encontraban trabajando para su empresa en domingo, infringiendo la normativa en materia de descanso dominical, cuando un polvorín cercano estalló, ocasionando su muerte. Las víctimas exigieron la responsabilidad civil del empresario porque hubo una evidente negligencia y era seguro que, sin ella, los daños no se habrían producido. Pero su demanda fue desestimada.

No parece que la infracción de la prohibición del trabajo dominical incrementara ex ante y en términos netos el riesgo de que los trabajadores sufrieran daños como consecuencia de la explosión del polvorín. Supongamos que el riesgo de explosión era el mismo todos los días de la semana y que los obreros trabajaban las mismas horas semanales, con independencia de que se respetara o no la mentada prohibición. En tal caso, el incumplimiento de ésta incrementaba el riesgo soportado por cada trabajador de sufrir la explosión en domingo, pero también reducía, exactamente en la misma medida, el riesgo de cada trabajador de sufrir un accidente análogo cualquier otro día de la semana. La negligencia generaba a este respecto una externalidad negativa y otra positiva de idéntica magnitud, que se «compensaban» entre sí.

Justificación económica de la regla de la finalidad de la norma de protección

Una misma precaución puede prevenir varios riesgos (Fennell, 2022). Vigilar adecuadamente a un preso con el fin de evitar que se fugue, por ejemplo, reduce durante un tiempo el riesgo de que éste provoque incendios, cause accidentes de tráfico y cometa ciertos delitos fuera del correspondiente establecimiento penitenciario.

Es posible, sin embargo, que adoptar esa precaución no resulte eficiente para prevenir exclusivamente alguno o algunos de los mentados riesgos. Mantener a un individuo en la cárcel durante unos años constituye una medida cuyos costes sociales son excesivos si lo único que con ella se pretende es asegurar que dicho individuo, durante su estancia en prisión, no delinca ni provoque accidentes domésticos o de tráfico.

La finalidad primaria de las penas privativas de libertad no es impedir que los penados causen daños o delincan mientras están en prisión, sino disuadir a la gente en general de cometer ciertos crímenes. Privar de su libertad a una persona simplemente para neutralizar durante un tiempo su capacidad de delinquir sólo está justificado si, de no adoptarse esa medida, existe un peligro extraordinariamente elevado de que esa persona cometa un grave delito.

Omitida una medida de cuidado exigible, es posible que se produzcan daños respecto de los cuales ésta constituía una precaución eficiente, pero también puede ocurrir que se ocasionen daños respecto de los cuales constituía una precaución excesivamente costosa. Pues bien, para inducir el nivel socialmente óptimo de cuidado y, en particular, la adopción de la referida medida, en principio basta con que la persona que actuó negligentemente resarza sólo los primeros daños –cuando se produzcan–, pero no los segundos. Es más, si responde también por estos últimos, seguramente tratará de prevenirlos con precauciones ineficientes. Esta responsabilidad propiciará que adopte, para eludirla, medidas de cuidado cuyos costes superan a sus beneficios para la comunidad.

Imaginemos, a modo de ejemplo ilustrativo, que las autoridades competentes estiman que el beneficio social esperado de intentar capturar a Cayo, un individuo sospechoso de haber cometido delitos extremadamente graves y que probablemente va a seguir cometiéndolos si no se le detiene, es de 45.000 euros. Y que el beneficio social esperado de intentar atrapar a Ticio, un violador que aprovechó una grave imprudencia de un funcionario para fugarse de prisión cuando aún le quedaban diez años de condena, es de 30.000 euros. Ceteris paribus, si las autoridades no tienen medios suficientes para perseguir a los dos sujetos, deberían perseguir a Cayo, pues ésta es la alternativa que reporta una mayor utilidad social.

Sin embargo, si el Estado debe resarcir todos los daños ocasionados por Ticio tras su fuga y la suma de las indemnizaciones esperadas excede de 15.000 euros, las autoridades preferirán seguramente perseguir a este individuo. La razón es bien sencilla: ceteris paribus, los daños causados por Ticio le cuestan al Estado y, a la postre, a sus autoridades más que los provocados por Cayo, pues el Estado debe resarcir los primeros, pero no los segundos. Esta responsabilidad infla los beneficios que para el Estado y sus agentes –pero no para el conjunto de la ciudadanía– se derivan de prevenir los resultados dañosos originados por Ticio. Por ello, esta responsabilidad también puede inducir a dichos agentes a tomar con este fin medidas preventivas excesivamente costosas para la sociedad, máxime cuando el dinero necesario para sufragarlas no sale de su bolsillo, sino del de los contribuyentes.

Semejante responsabilidad incentiva así que se haga un uso ineficiente de los limitados recursos públicos disponibles, en contra del principio consagrado en el artículo 31.2 de la Constitución española.

Este problema se acentuaría todavía más si se castigara penalmente, como reo de homicidio imprudente, al funcionario que con su grave negligencia provocó la fuga. La amenaza de la responsabilidad penal daría a éste un potente incentivo para tratar de capturar a Ticio a toda costa o para presionar a las autoridades competentes a fin de que éstas hicieran lo propio. Tal amenaza propiciaría, asimismo, que los funcionarios encargados de vigilar a los presos adoptaran precauciones demasiado costosas dirigidas a evitar que éstos se fuguen.


Foto: Manuel Álvarez Bravo