Por Antonio García García

Reflexiones en torno a un libro de Luisa Brunori y otro de Michel Villey*

Introducción

Por “Segunda Escolástica” hemos de entender la que se ha dado en llamar la “Escuela española de Derecho Natural”, o, más comúnmente, “Escuela de Salamanca”. La preferencia de Brunori por el primer término sobre los dos siguientes se debe a que esta corriente incluye a autores que, o bien no fueron españoles, o no tuvieron conexión con Salamanca (como, por ejemplo, el holandés Leonardo Lessius o Lesio, que conoció al padre Suárez en Roma). Y también porque la referencia a la escolástica caracteriza con gran precisión el bagaje filosófico, jurídico y cultural de estos pensadores, algo con lo que no puedo estar más de acuerdo, por lo que explicaré más adelante.

En la introducción, la autora advierte cómo, pese a que los Segundos Escolásticos mantuvieron relaciones fecundas con todo el dominio intelectual europeo (en especial con el humanismo erasmiano)

casi todos ellos fueron de origen español y ello tiene consecuencias: España se erigió en intérprete de las innovaciones del Renacimiento con una especificidad propia. En efecto, el humanismo hispánico se caracteriza por una visión trascendental y teocéntrica, animada por una tentativa de asimilación de las nuevas ideas en armonía con la ortodoxia católica […] Es, por lo tanto, lícito emitir dudas sobre la pertenencia de estos teólogos a la corriente del Renacimiento. Aunque también sería temerario excluirlos de este movimiento”.

Esta observación centra bien el tema que pretendo abordar en este texto: hoy en día no son pocos quienes sostienen que la Escuela de Salamanca fue una corriente precursora del liberalismo, o incluso abiertamente liberal. Para ello suelen argumentar que estos autores fueron “favorables al comercio”, y mostraron una actitud condescendiente hacia el cobro de intereses.

Brunori califica a los Segundos Escolásticos de “tomistas no ortodoxos”, caracterizados por su amplitud de miras y por sus intentos de trascender los corsés impuestos por la Suma Teológica tres siglos antes. Sin embargo, a medida que se avanza en la lectura del libro, se repara en que los teólogos salmantinos (i) emplean una metodología que parte invariablemente de los textos de Tomás de Aquino; y (ii) en ningún momento buscan contradecir dichos textos, sino más bien adaptar sus enseñanzas a la realidad económica de la época, marcada por el desarrollo de las nuevas rutas comerciales. Este nuevo paradigma requería de moldes jurídicos renovados, especialmente en lo tocante al contrato de societas: las empresas de comercio transoceánico exigían la puesta en común de capitales y de esfuerzos, y planteaban nuevos desafíos jurídicos (como la conciliación de la regla “res perit domino” con amenazas como el naufragio, la captura y la piratería).

Societas y usura

El interés que despertó la societas en los Segundos Escolásticos se vio sin duda incentivado por su relación con la usura. Luis de Molina dedicó hasta trece de sus disputationes a la sociedad (la primera de ellas -“Societas quid sit?”- inspira el título del libro que comentamos).

Los partidarios de considerar ‘liberales’ a estos autores enfatizan que tanto Molina como Lugo y Lesio legitimaron la figura del “socius stans”. Es decir, aquel socio que (en la commenda) no gestiona la sociedad ni tampoco aporta su industria (al contrario que los “socii tractantes”), sino que funge exclusivamente de socio capitalista, ganando dinero “sin trabajar”, mediante una maniobra puramente especulativa. Quienes defienden estas tesis consideran que la Escuela de Salamanca utilizó la societas como instrumento para burlar la prohibición de usura, a través del llamado “contrato trino” (cuyo análisis excede con mucho del propósito de este escrito – para ello, recomiendo esta entrada). Con ello habrían transgredido -dicen- la famosa prohibición de Santo Tomás (“secundum se est illicitum pro usu pecuniae mutuae accipere pretium, quod dicitur usura”), e incluso habrían desafiado la autoridad papal de Sixto V, quien, en su bula «Detestabilis avaritia» (1586), condenó «con toda su autoridad apostólica» a quienes «se sirvieran de la forma de la ilustre y venerable societas para colocar su capital en ellas y recibir por ello intereses».

Sin embargo, la autora (con cita de Schumpeter – History of Economic Analysis, Oxford University Press, p. 142) demuestra que Santo Tomás ya había admitido casos específicos en los cuales quien cede un capital tiene derecho a recibir en retorno una cantidad mayor, como, por ejemplo, en los supuestos de mora debitoris. Incluso la propia bula de Sixto V matizaba que lo verdaderamente condenable no era lucrarse mediante el contrato de sociedad, sino

«depositar capital en una sociedad para garantizarse una inversión sin riesgos para su propio beneficio y con ganancias fijas».

Los Segundos Escolásticos no se opusieron en ningún momento al principio general por el cual el dinero no puede generar frutos por sí mismo. Más bien analizaron cuáles debían ser las excepciones a dicho principio (excepciones que, como decimos, el Aquinate había admitido, aunque no había enunciado de forma exhaustiva). Es cierto que se mostraron abiertos a considerar el dinero como un factor productivo bajo determinadas condiciones, matizando así la doctrina aristotélica que lo consideraba intrínsecamente estéril. Pero, para ello, los doctores de Salamanca se basaron siempre en ‘títulos extrínsecos’ que justificasen la remuneración del capital. Así, Luis de Molina distinguió entre operaciones financieras ‘puras’ y ‘aleatorias’: en las primeras, la máxima tomista “pecuniam non parit pecunia” conserva todo su rigor (por ejemplo, en el préstamo mutuo, en el que todo interés remuneratorio siguió considerándose constitutivo de usura, y, por tanto, ilícito). En las segundas (donde existe un riesgo de pérdida del capital aportado -“periculum sortis”-), sí se reconoce un título legítimo para el devengo de interés: la adopción de riesgos se admite como un elemento autónomo (“extrínseco” al dinero) que justifica una remuneración.

Brunori explica cómo en la societas (i) está presente el elemento aleatorio del que habla Molina, pues los socios (incluido el socius stans) no tienen certeza sobre cuáles serán sus respectivas ganancias (o pérdidas) una vez se realice el fin social y se liquide la societas. En otras palabras, no existe un “retorno garantizado” como en el préstamo, en el que el deudor contrae la obligación de restituir lo prestado, que el acreedor puede cobrarse con todo el patrimonio de aquél. Además, (ii) al contrario de cuanto sucede en el préstamo, el capital no cambia de manos; sigue perteneciendo al socio. Esto es así porque la societas daba lugar a una comunidad de bienes, en la que cada socio era dueño de la porción de los recursos que ha aportado. Por tanto, nada había de reprobable en que el socium stans percibiese una cantidad mayor de la invertida en el reparto de las ganancias, si su aportación se consideraba mayor que la del resto.

Naturaleza de la societas

Quiero detenerme sobre el segundo de los puntos citados supra. Para los autores de la Escuela de Salamanca (como anteriormente para los juristas romanos) la sociedad es, invariablemente, un contrato, y nada más que un contrato.

En su Disputatio 411, Molina responde con estas palabras a la pregunta “Societas quid sit?”: «societas est contractus seu conventio duorum aut plurium, contribuendi ad comune lucrum vel ad usum». Juan de Lugo hizo suya esta definición (Brunori, p. 80). Y, en De Iustitia et iure, Lesio definió a las societates que se concertaban en la plaza de Amberes como «acuerdos entre dos o más partes para aportar algo a fin de lograr una utilidad o beneficio común». Así, tenemos que la Escuela de Salamanca concebía la societas como un acuerdo de voluntades que creaba una situación transitoria de comunidad de bienes, exactamente igual que lo había sido antes en el mundo antiguo y medieval.

Véase DECOCK, W. (2012): In Defense of Commercial Capitalism: Lessius, Partnerships and the Contractus Trinus (Max Planck Institute for Legal History and Legal Theory p. 9): «Every single partner becomes a partial dominus of the total stake (sors) in accordance with his share, or the dominus of a partial dominium. By the same token, if a partner acquires something in the name of the partners (nomine communis), not in his own name, then every single partner directly becomes a partial dominus of this new acquisition».

Para Brunori, esta configuración de la sociedad como condominio: «[…] relativise considérablement la portée de ce que nous avons appelé “l’identité juridique autonome” de la société». En otras palabras, para la Escuela de Salamanca, la sociedad carecía de un patrimonio separado del patrimonio de los socios (y, por lo tanto, no tenía personalidad jurídica propia -por usar términos modernos-). Esta conceptualización de las sociedades mercantiles pervivirá durante toda la Edad Moderna (no incluyo en esta categoría a las compañías llamadas “privilegiadas”, “coloniales” o “de Indias”, que se mueven en un plano jurídico distinto, como ya ha destacado abundante bibliografía). En una fecha tan tardía como 1765, Pothier (quizá el jurista más influyente de su época en Francia), sostuvo que la sociedad no creaba ningún sujeto de derecho distinto de sus socios, sino que sólo daba lugar a una comunidad de bienes y derechos entre comerciantes, quienes responden de forma ilimitada por las deudas contraídas (cfr. Traité du contrat de société, núm. 31, en Oeuvres complètes de Pothier, T. 7, París 1821). Esta situación se mantendrá hasta la aparición de la sociedad anónima en el s. XIX, precisamente de la mano del liberalismo.

Sobre este punto volveremos, pero ahora es necesario dar un paso atrás para entender las razones filosóficas que se esconden tras esta concepción de la societas.

Ius clásico vs. derecho subjetivo

¿Por qué es tan importante la idea de societas que tuvieran los Segundos Escolásticos para determinar si podían considerarse o no “liberales”?

Vayamos por partes. Uno de los fundamentos jurídicos del liberalismo es el derecho subjetivo: todos los individuos, por el hecho de existir, tienen una serie de derechos subjetivos (los derechos naturales inherentes al ser humano). En el ejercicio de su labor, comercio o industria, los individuos pueden generar nuevos derechos, fundamentalmente de contenido patrimonial, que son susceptibles de tráfico jurídico. Es aquí donde entra en juego la teoría de Villey.

Para Villey, en el Derecho romano clásico, la palabra ius tiene valor adjetivado: el derecho es «lo igual, lo bueno, lo útil…por lo tanto, adjetivos». Incluso cuando el ius aparece como facultas en los textos latinos (v.g., ius tollendi, ius distrahendi), no puede desligarse de una obligatio; a veces de una obligatio iuris, otras de una obligatio moralis. El deber que reclama ser cumplido hace nacer siempre el derecho a su cumplimiento.

«Qu’est [que c’est] le droit – dikaion ou jus? Pour saint Thomas (comme pour Ulpien, ou pour Aristote), c’est cela qui est juste (id quod iustum est), le résultat auquel tend le travail du juriste: le juste rapport objectif, la juste proportion découverte entre les pouvoirs dévolus au roi, aux gardiens, aux autres classes de citoyens (dans la République de Platon), entre les patrimoines respectifs de deux propriétaires voisins, ou qui sont en rapport d’affaires, comme le créancier et son débiteur, etc. La consistence même du partage est l’objet de l’art juridique» (Villey, p. 229). En la misma línea se situó Vallet de Goytisolo (Panorama del Derecho civil. Bosch. Barcelona, 1963, p. 12): «En las definiciones que se impusieron en Grecia, en Roma y en Europa aún en los albores de la Edad Moderna y que seguían siendo las más familiares a los juristas del Ancien Régime, la palabra griega, latina, románica o germana empleada para significar Derecho deriva de un adjetivo y guarda un valor adjetivado. El Derecho no es tratado como cosa, sustantivado, ni en nominativo, sino como atributo, como predicado».

El ius clásico no es, por tanto, un poder o una libertad para realizar algo, o para exigir bienes: se trata de algo más abstracto, predefinido por el orden natural. En palabras de Vallet, es un concepto que pertenece al orden relacional: requiere de una pluralidad de hombres que formen una sociedad en la que los conflictos entre personas los dirime un tercero capaz de resolver jurídicamente un conflicto, como árbitro o juez, con base en las desigualdades naturales. Por ello, el derecho no es propiedad de las personas (no pertenece a nadie), sino que es una relación entre personas. Y es por ello por lo que las palabras derecho, droit, diritto, recht, right, son originariamente adjetivos, que designan la cualidad de un acto, de una conducta o de una relación (Vallet, p. 67).

En el pensamiento tradicional, la tarea del Derecho (con mayúscula – lo que hoy llamamos “derecho objetivo”) es descubrir estas desigualdades: las relaciones entre los individuos que existen en la realidad conforme a la ley natural. Este concepto de ius es recogido por la patrística cristiana, en especial por Santo Tomás, en sus comentarios a la Ética a Nicómaco y también en la Suma Teológica: en el mundo clásico y medieval, ius equivale a meritum (para bien o para mal): la justicia distributiva da a cada cual lo que merece (es el suum cuique de la tradición romana). El objetivo del jurista, como dice Ulpiano, será atribuir a cada uno y cada cosa la condición jurídica que le corresponde. No es cierto, por tanto, que en el Derecho clásico existiese un derecho de propiedad como el que regulan nuestros modernos códigos civiles (un poder absoluto, sujeto sólo a los límites que marque la ley positiva – incluso cuando esta modalidad de dominio se haya designado frecuentemente como propiedad a la romana, como señala Villey, p. 232–). Bien al contrario: el estudio de los textos clásicos demuestra que el dominium nunca se presenta bajo el calificativo de “ius”. Tampoco lo que hoy llamaríamos “derecho de crédito”: el ius no designa la facultad del acreedor, sino la obligación en sí misma (lo que hoy llamaríamos el objeto del derecho; la relación que une al acreedor y al deudor). Tampoco existió en Roma una distinción entre derechos reales y derechos personales: tales categorías son una creación de la doctrina romanística moderna, que ideó las denominaciones ius in re y ius in personam, ausentes en los textos latinos.

Por consiguiente, podemos afirmar que el ius clásico tiene como premisa la existencia de una naturaleza de las cosas que es posible descubrir, y que es la que marca, en cada caso, la proporción justa de bienes que se debe atribuir a cada uno (el suum cuique).

«Le jus est le lot qui vous est attribué, c’est le résultat du partage. Et c’est ainsi que l’ont compris les glossateurs du Moyen Âge qui s’efforçaient de restituer le droit romain dans sa teneur la plus authentique: il y a chez les glossateurs, comme dans le Digeste, et comme encore chez saint Thomas, des listes des sens du mot jus: or on y mentione toujours que le mot signifie la part juste, l’id quod justum est, non pas la puissance du sujet» (Villey, p. 234).

A modo de aclaración: no es mi intención valorar aquí si este enfoque (basado en una “naturaleza de las cosas”, que determina su finalidad y uso lícitos) es acertado o no. Pero sí considero que es técnicamente incompatible con la Weltanschauung liberal. Esta hunde sus raíces en la hipótesis hobbesiana del estado de naturaleza, en el que cada individuo lucha para satisfacer aquellos intereses que considera los más preciados. En tal estado, cada individuo goza de un poder omnímodo para desarrollar todas sus potencialidades (que Hobbes denomina “derecho natural”):

«The Right of Nature, which Writers commonly call Jus naturale, is the Liberty each man hath, to use his own power, as he will himself, for the preservation of his own Nature; that is to say, of his own Life; and consequently, of doing any thing, which in his own Judgement, and Reason, he shall conceive to be the aptest means thereunto» (Thomas HOBBES, (1651, reed. 2017): Leviathan. Penguin Classics, Parte 1, capítulo 14 [Edición Kindle])

El derecho natural (“ius naturale”) de Hobbes se centra en el sujeto individual, no en el orden natural o colectivo. Al igual que antes Ockham, Hobbes considera que, tras la caída del Hombre, Dios había revocado el comunismo originario (esto es, el dominio colectivo de todos los hombres sobre la naturaleza, con pocos derechos individuales más allá de la potestad marital -Gen. 3, 16-), y había instituido una potestas appropriandi que dio lugar al estado de naturaleza (la lucha abierta de todos contra todos por los bienes de la Tierra, el homo homini lupus). Solo en un segundo momento, los hombres repararon en los poderes concurrentes de los demás individuos, de modo que, en aras de la convivencia, se asignaron límites a las facultades individuales, a través de la comunidad política encarnada (mediante un hipotético pacto) en el Estado (Leviatán). Este último, encarnado a su vez en el soberano (que inicialmente fue príncipe, aunque luego el liberalismo lo trasladó a la “nación” o el “pueblo”), es el único ente terreno con legitimación para poner límites al derecho natural del individuo, como árbitro entre iguales.

En Hobbes está presente una confusión semántica entre el derecho (ius) y la ley, y el poder de un sujeto para defender o reclamar algo suyo o que le es debido. Dicha confusión influirá en la definición de derecho (right / Recht) que encontramos en varios autores posteriores dentro del mundo protestante (cuna del capitalismo según Weber). Tenemos ejemplos en Pufendorf, Grundling, Leibniz, Grocio y Wolf y, posteriormente, en varios discípulos de Wolf (como Nettelbladt y Achenwall) que distinguieron entre el derecho considerado objetivamente (la ley) y el considerado subjetivamente (ius subjective sumto), hasta que en 1829 apareció por primera vez, en un texto de Vogel, la expresión “subjektives Recht”.

Con el nacimiento del derecho subjetivo no cabe hablar ya de una proporción abstracta de bienes, sino de un poder sustantivado (una libertad): el ser humano, para luchar por el triunfo de su causa, está dotado por la naturaleza de toda libertad y todo el poder moral que estime necesarios, con los únicos límites marcados por el Leviatán. El derecho subjetivo es el medio de realizar, en el orden social, la libertad individual. Por lo tanto, el derecho pasa de ser adjetivo a un neutro sustantivado (y, por tanto, susceptible de tráfico jurídico, en un plano similar al de los bienes materiales).

La idea de ius que maneja la Escuela de Salamanca corresponde sin ningún género de duda al ius clásico (como veremos seguidamente), y no al ius naturale que popularizó Hobbes. Es cierto que en un primer momento el jesuita Francisco Suárez propuso denominar “ius utile” o “ius reale” al derecho-facultad, y “ius honestum” o “ius legales” al Derecho-ley. Sin embargo, estas proposiciones no tuvieron éxito: sus discípulos siguieron refiriéndose al derecho-facultad como facultas o potestas, y reservando ius para referirse a aquello que es justo “por naturaleza”.

Societas y derecho subjetivo

La hipótesis hobbesiana (y, en general, la doctrina del contractualismo que le siguió, de la mano de Locke), combinada con la concepción del ius como facultad del sujeto, tiene dos consecuencias en el orden jurídico: (i) la aceptación de que los individuos, mediante acuerdo de voluntades, pueden crear entes dotados de vida propia (a semejanza del Estado) y (ii) la necesidad de un centro de imputación de los derechos: un titular, o sujeto de derechos.

Esta idea subjetiva del patrimonio (entendido como el conjunto de bienes, derechos y obligaciones de un sujeto) será recogida por Savigny y por la pandectística alemana, que conecta necesariamente a todo patrimonio con un individuo. Siguiendo a Alfaro (La persona jurídica. Editorial Comares. Granada, 2023, p. 45) dicha concepción

«[…]  ayuda a construir el concepto de persona jurídica porque liga a individuos y patrimonios de manera que, si un patrimonio no pertenece a un individuo, ha de ser personificado; no hay más titulares de patrimonios (sujetos de derecho) que los individuos y las personas jurídicas; no pueden existir patrimonios sin titular ni puede existir un sujeto de derecho que carezca de patrimonio».  ).

Por el contrario, los juristas clásicos y medievales (y los de la Segunda Escolástica) todavía no se planteaban la necesidad de determinar quién era el titular del ius (pues este era un adjetivo que se predicaba respecto de acciones concretas, tomando como referencia un orden relacional impuesto por Dios y la naturaleza: el derecho no era algo susceptible de “ser poseído). Por eso se considera que en la antigua Roma existieron patrimonios sin dueño.

como ha señalado De Cossío, los juristas romanos «no sentían la necesidad de fingir una personalidad […], ya que lo único que se pretendía era una fórmula práctica que mantuviese a [los patrimonios] afectos a la finalidad perseguida» (‘Hacia un nuevo concepto de persona jurídica’ Anuario de Derecho Civil. Julio-septiembre de 1954, (pp. 623-654)). En palabras de Duguit: «toda vez que los hombres se asocian para perseguir en común un fin lícito, los actos realizados en vista de este hecho deben ser jurídicamente protegidos por el Derecho. Para ello, no necesitamos suponer que la asociación es una persona titular de derechos, ni un sujeto de derecho. Basta con comprender que todo acto cuyo objeto sea conforme a Derecho y que esté determinado por un fin lícito está socialmente protegido, que los efectos del derecho no los crea la voluntad de una pretendida persona titular de pretendidos derechos, sino el Derecho objetivo cuya aplicación viene condicionada por un acto de voluntad conforme a Derecho por su objeto y por su fin» (Traité de Droit Constitutionnel. T. 1 (1921) pp. 371-372)

Además, los clásicos (nos dice Villey) nunca establecieron una relación de identidad entre sujeto y persona. El primero en plantear dicha identificación será Leibniz en sendos escritos de 1667 y 1670. Ihering la recogerá entre los pandectistas, y finalmente Kelsen definirá “persona” como “un complejo de derechos y obligaciones que se unifican figuradamente”. Como explica Alfaro, en la actualidad «la personificación de un patrimonio es […] una técnica jurídica para dotar de “sujeto” a un patrimonio, técnica que opera equiparando al titular ficticio de un patrimonio con un individuo. Puede haber bienes que no sean de nadie (nullius), pero no puede haber patrimonios sin titular». (op. cit., p. 12).

La societas como contrato que da lugar a una copropiedad

Retomemos aquí la noción que la Escuela de Salamanca tenía de la societas como un contrato que da lugar a una copropiedad.  Lejos de ser esto un truco para burlar la prohibición de la usura (permitiendo que el “capitalista” siguiera siendo (con)dueño del capital), era una consecuencia del marco mental de estos autores, ajeno al derecho subjetivo, a la doctrina contractualista y a la necesaria vinculación entre patrimonio y sujeto (o persona). Además, en la mentalidad de estos autores, resultaba inconcebible que unos individuos pudiesen crear ‘personas’ por el mero concurso de sus voluntades. Recordemos que la autonomía patrimonial (en el mundo clásico, medieval, y también durante la Edad Moderna) estuvo reservada a entidades pertenecientes al Derecho público, ya fuesen de Derecho natural (como las ciudades o la Iglesia), o porque contasen con el privilegio real (charter, octroi, carta regia), otorgado para desarrollar actividades en beneficio de la comunidad política (o del poder del soberano). Tampoco los Segundos Escolásticos consideraron necesario crear un nuevo patrimonio para el desarrollo de la actividad comercial, pues la comunidad de bienes existente entre los socii les parecía una fórmula satisfactoria (aunque esto es una mera hipótesis; no me consta que llegaran a plantearse la cuestión).

Teniendo en cuenta estas coordenadas filosófico-jurídicas de la Escuela de Salamanca, se entiende que tuvieran que recurrir a los títulos “extrínsecos” (como el periculum sortis) para justificar el cobro de interés. En ningún caso podrían haberlo hecho con base en la “libertad negativa” de los sujetos (reflejo del “ius naturale” hobbesiano), como se sostiene desde los postulados del liberalismo.

Las reglas de la societas

Si nos adentramos con Brunori en la regulación del contrato de sociedad que elabora la escolástica salmantina, vemos que en ella está presente la creencia en una proporción abstracta de bienes atribuible en justicia a cada uno de los socii. La proporción justa en la que deben repartirse las ganancias y las pérdidas sociales se determina de manera heterónoma (no exclusivamente por la voluntad de los asociados). A continuación, veremos algunos ejemplos.

En De iustitia et iure, Lesio enuncia varios elementos definitorios de la societas. El cuarto de ellos (“Ut fiat divisio lucri, secundum proportionem sortis a singulis collatae”), se refiere a la necesidad de que el reparto de las ganancias (o de las pérdidas) sea en proporción “a lo aportado”. Brunori explica cómo este principio no admite pacto en contrario (o, si se admite un criterio diferente, este debe estar justificado en alguna otra causa -v.g., que el riesgo asumido haya sido distinto-, pues de lo contrario se “desnaturaliza” el contrario de sociedad). Al hilo de esta cuestión, Brunori habla (con buen criterio, a mi juicio) de “una fidelidad a la idea aristotélico-tomista de justicia conmutativa” que aparece de forma constante en todos los textos de la Segunda Escolástica. Y ello “no sólo por necesidad de equilibrar el sinalagma contractual, sino por la necesidad de aplicar este criterio a todas las relaciones humanas”. En otras palabras, el contrato de sociedad no podía permanecer ajeno al orden natural de las cosas.

Tanto Molina como Lugo admitieron criterios de reparto distintos a los derivados del porcentaje de capital aportado (es decir, distintos de los que marca la pura aritmética, como en las actuales sociedades anónimas). De modo que podía “premiarse” a uno de los socios con una mayor participación en las ganancias cuando su aportación (en especial, a través de su trabajo) fuese tan importante (“quae multum aestimaretur”) que compensase dicha desigualdad. De nuevo, vemos cómo el criterio distributivo está basado en una idea superior de justicia, que trasciende a la voluntad de los socii (y es normativamente superior a ella).

Abundando en la idea de justicia que debe impregnar toda la normativa societaria, encontramos la institución del privilegium societatis. Según este principio (que se basa en un texto de Ulpiano en el Digesto que apela a la fraternidad entre los asociados), el socio deudor no venía obligado a hacer aportaciones por encima de la capacidad de su patrimonio. Con ello se buscaba que el deudor no quedase desprovisto de los recursos mínimos necesarios para llevar una vida digna. Este privilegio operaba únicamente a nivel interno entre los asociados (tanto en la societas omnium bonorum como en la societas unius rei), y no en las relaciones frente a terceros. En este punto, Brunori enfatiza la importancia que tuvo la affectio societatis para los Segundos Escolásticos.

En la página 102, señala cómo “L’expérience juridique de la Seconde Scolastique n’est pas encore capable de se rendre autonome par rapport à l’aspect personnaliste, dans le cadre de ce contrat, et le rappel à la fraternité entre les associés le confirme”. Y también destaca que “la règle de l’intuitus personae n’est pas mise en discussion par les auteurs de la Seconde Scolastique”.

Por ello, autores como Molina «reafirman con fuerza el principio romano según el cual la muerte de un socio pone fin a la sociedad respecto de todos los socios», siendo nulo todo pacto en contrario. Y es que, en la mentalidad de la época, sólo se admitía la sucesión perpetua para aquellas instituciones de carácter corporativo (que sí constituían patrimonios autónomos). Durante la Edad Moderna, como antes en la Edad Media y en el Imperio romano, estas entidades eran exclusivamente las corporaciones de Derecho público que servían al interés general, como ya demostró Kantorowicz en “Los dos cuerpos del rey” (1957, reed. castellana Akal, 2012). En la corporación, la continuación de la «sociatura» en la persona del heredero se consideraba necesaria «ob favorem publicum». A modo de ejemplo, durante el Bajo Imperio se había admitido que las societates publicanorum o vectigalium sobreviviesen a la muerte de un socio (como excepción a la regla general para la societas, de estricta observancia). Y es que estas societates tenían encomendada una tarea de interés público, como era la recaudación de determinados impuestos (en los tiempos de la Segunda Escolástica, los Austrias usaban profusamente esquemas similares de “tax farming”).

Por idéntico principio, la Escuela de Salamanca rechazó la libre transmisión inter vivos de la condición de socio. Esta sólo era posible si todos los demás socios estaban de acuerdo.

Brunori (p. 109) señala que la doctrina de la época fue unánime al respecto: «La règle de l’ intuitus personae, et donc la necessité du consentement de tous les associes dans le cas d’entrée d’un nouvel associé dans la relation contractuelle, s’applique aussi, en cohérence avec le système, à la transmission inter vivos de la qualité d’associé. Ce dernier principe est le legs direct de la tradition du ius commune véhiculée par BALDE. Effectivement, la doctrine de l’époque est unanime à demander le consentement de tous les associés dans le cas d’un acte de disposition portant sur la qualité d’associé, à titre onéreux comme à titre gratuit; le caractère onéreux ou non du transfert de cette qualité n’a pas d’effet dans une relation dominée par l’élément personnaliste».

Conclusión

De la lectura de esta notable obra de Luisa Brunori (a la luz de las enseñanzas de Michel Villey) se colige que la filosofía de la Escuela de Salamanca se movió en todo momento dentro de las coordenadas del pensamiento jurídico-político tradicional. La concepción del ius que manejaron estos autores, idéntica a la de los juristas romanos y los canonistas medievales en los siglos anteriores, fue de matriz iusnaturalista clásica, y por lo tanto ajena al concepto de ius naturale que empezó a utilizarse en Europa a partir del siglo XVII. Esto configuró todo su pensamiento, y, más concretamente, todo su corpus doctrinal en torno a la societas, como contrato creador de una comunidad de bienes, con un régimen interno condicionado por el ligamen creado por la affectio societatis.

Por todo lo expuesto, no considero posible categorizar a esta escuela de pensamiento como ‘liberal’, en tanto en cuanto el liberalismo tiene su fundamento primero en la doctrina contractualista, de la que surge el derecho subjetivo. Este último es imposible de conciliar con la idea de ius que se encuentra presente en toda la filosofía escolástica.


* Luisa Brunori, Societas quid sit – La société commerciale dans l’élaboration de la Seconde Scolastique, (Mare & Martin, Collection des Presses Universitaires de Sceaux, 2015, 247 páginas; esta entrada pretende ser una reflexión sobre algunas cuestiones tratadas en esta obra al hilo de otra, más antigua -y también en francés-: “La formation de la pensée juridique moderne (Cours d’histoire de la philosophie du droit)”, de Michel Villey, aparecida por primera vez en Éditions Montchrétien en 1966 y reeditada recientemente por Quadrige Manuels. Debo expresar mi gratitud al catedrático de Historia del Derecho Carlos Petit, quien me recomendó esta interesante monografía, y también al personal de la biblioteca de la Universidad de Huelva, que la rescató de su fondo documental.

Imagen: europeana en unsplash