Por Gonzalo Quintero Olivares

 

No voy a hablar de la novela de Michael Ende, solo tomo prestado su título para referirme a la crónica de la conducta pública del independentismo catalán, de la que entresaco algunas imágenes y sucesos que propician la reflexión y, por ahora, invitan al pesimismo. Hace unas semanas y por enésima vez, los Sres. Aragonés y Colau, Presidente de la Generalitat y alcaldesa de Barcelona, tuvieron, una vez más, la oportunidad de sacar los pies del tiesto y no la desperdiciaron: se negaron a posar junto al Rey en una fotografía, para que quedara patente que no reconocen la existencia misma del Reino de España. En paralelo, portavoces del Gobierno catalán se jactan de seguir una política orientada al arrinconamiento del español porque el bilingüismo es incompatible con la presencia preferencial del catalán, reprimiendo si se tercia a cualquiera que se atreva a protestar por la falta de respeto a la teórica cooficialidad de las dos lenguas.

Lo de la foto con el Rey no merece, en sí mismo, otra valoración que la de muestra de catarsis cutre de ambos personajes, que por esa burda vía quieren hacer patente su ideario político. La lucha contra la toxicidad de la lengua española es grave y absurda, además de inconstitucional, pero no respetar la Constitución (ni el Estatuto) es lo que el independentismo exige a sus partidarios, y lo que éstos consideran que es su derecho y que eso debe ser aceptado como legítima parte de la propia identidad, comenzando por el Estado.

No hay que esforzarse especialmente para comprobar que, en teoría, todos los que intervienen en la siempre complicada relación entre el Gobierno del Reino de España y el de Cataluña como Comunidad Autónoma que forma parte de ese Reino, dicen que desean pacificar la siempre tensa coexistencia política, y, para ello, se proponen recetas de las que ya ha habido ocasión de hablar y escribir,  como son la desjudicialización, ese vaporoso programa, defendido por muchos que no saben qué quiere decir concretamente y por otros que quieren que signifique, pura y simplemente, dar carpetazo a todos los procesos penales y renunciar a acudir al derecho penal cualquiera que sea el suceso que se produzca en el futuro.

La decepción independentista,  a la vista de acontecimientos de todos conocidos, como la interpretación por parte del Tribunal Supremo, del alcance de la reforma del delito de sedición o del de malversación, con la correlativa seguridad de que no se cierran procesos abiertos, es conocida, y no voy a volver a ello pues bastante tinta se ha gastado ya en injustas críticas al TS, que, en algún caso, han llegado al extremo de acusar al Alto Tribunal de ser “insensible” a los objetivos perseguidos por el PSOE y ERC al reformar el Código Penal, pactos que se presentan por alguno – que por su bien no cito – como la voluntas legislatoris que hubiera debido marcar la interpretación del derecho, aunque fuera a precio de quebrar el principio de legalidad, ese “invento regresivo” invocado, se dice,  para cerrar el paso a la participación política de esforzados patriotas catalanes.

Dejando de lado ese asunto puntual, es imposible minimizar el contexto o telón de fondo en el que se desarrollan los hechos sin que, hoy por hoy, haya esperanza de cambio, entendiendo por cambio la normalización de la vida pública en Cataluña en relación con el resto de España, objetivo inalcanzable mientras en la recámara ideológica de ERC y de Junts (sin olvidar a la CUP y Comuns) subsista la condición tácita de que al Estado se le puede aceptar más o menos, siempre que no se empecine en creer que Cataluña es una parte de España como otra, pues no se trata solo del reconocimiento de lo identitario, lo que sería razonable, sino a la esencia profunda, esto es, valorar como agresión pretender la hispanidad de Cataluña y su sometimiento a la Constitución.

Esa idea “fuerza” explica actitudes y conductas como las indicadas al principio, y, sobre todo, las que se encadenaron desde el 1 octubre de 2017  hasta llegar a  la Declaración unilateral de independencia. Comparada con aquello, la negativa a recibir al Jefe del Estado o a aparecer con él en una foto, no pasa de ser una patochada descortés, que no es solo una “discrepancia republicana”. Y de todo eso hay que tomar buena nota cuando se quieran abordar “soluciones jurídicas y políticas” para el problema catalán, que, por ahora,  pasan sistemáticamente por renuncias del Estado a exigir su presencia,  forzado a no mostrar su existencia para no contrariar al nacionalismo, lo cual resulta sangrante si se recuerda que, además, el Partido, o lo que sea, de la Sra. Colau cuenta con un ministro en el Gobierno del Estado, pues así lo ha decidido o necesitado el Sr, Sánchez, circunstancia que acentúa la grotesca dimensión de gestos como el de la foto, que es el menos grave de muchos que se producen a diario.

El uso y enseñanza del castellano en Cataluña es uno de los más activos campos de batalla, a pesar de que basta con pasear por la mayoría de las grandes ciudades catalanas para comprobar que está sobradamente extendido, y que una gran mayoría de los habitantes de Cataluña utilizan los dos idiomas sin problema – otra cosa es el nivel de dominio sobre cada uno – sin que se aprecien especiales señales de conflicto. Pero todo cambia cuando se pasa al planteamiento público de la cuestión. De la Constitución y del Estatuto se deriva claramente que ambas lenguas son oficiales, y, para que no quede duda, el artículo 3 de la Ley de Política Lingüística de 7 de enero de 1998, dispone que el catalán es la lengua oficial de Cataluña, así como también lo es el castellano y que el catalán y el castellano, como lenguas oficiales, pueden ser utilizadas indistintamente por los ciudadanos en todas las actividades públicas y privadas sin discriminación. En relación con el importante tema de la enseñanza, el art.21 de la misma Ley declara que  los niños tienen derecho a recibir la primera enseñanza en su lengua habitual, ya sea ésta el catalán o el castellano y que la Administración ha de garantizar este derecho y poner los medios necesarios para hacerlo efectivo…y que la enseñanza del catalán y del castellano debe tener garantizada una presencia adecuada en los planes de estudio, de forma que todos los niños, cualquiera que sea su lengua habitual al iniciar la enseñanza, han de poder utilizar normal y correctamente las dos lenguas oficiales al final de la educación obligatoria.

Pueden tomarse estos importantes datos legales como una promesa del Estado del que forma parte la Generalitat. Pero en muchos casos no se cumple, relegándose la enseñanza en o del castellano a una presencia simbólica o, simplemente, nula. Nada es casual, sino que obedece a un programa político impulsado por los Partidos independentistas que tiene como meta final la completa supresión de la enseñanza en castellano en los colegios públicos, en favor del “inmersión lingüística”, esto es, el monopolio del catalán en la enseñanza. En un cierto momento, el TSJC sentenció que el castellano debía tener una presencia mínima del 25% (lo cual también era poco viable, pues no es un problema de porcentajes) pero frente a eso, la Generalitat, que calificó la sentencia como “injerencia de los jueces”, produjo nuevas normas  orientadas a la priorización absoluta del catalán en la enseñanza no universitaria (Decreto ley 6/2022  y Ley 8/2022 ) que han sido llevadas al TC por entrañar riesgo de inconstitucionalidad.

De toda esta batalla los únicos perdedores son los niños catalanes, a los que se les priva del acceso natural a la segunda lengua materna del mundo por número de hablantes, pero todo sea en pro de la “búsqueda de la identidad”, que por lo visto pasa por la absurda  demonización del castellano. Y en el mismo marco se inscribe el proyecto confeso de excluir su uso en la Administración pública o amenazar con sanciones a cualquier empleado público que reivindique el derecho a hablar en castellano.

Otro tema, en el fondo menor, es el modo en que se transmite a los ciudadanos catalanes ciertas ideas sobre lo que es la Administración pública, que en Cataluña se refiere, como, sin duda, es lógico, a la Generalitat. Hasta ahí no hay objeción alguna, pero la cosa cambia cuando se advierte que también está el Gobierno central o, directamente (y basta seguir las emisoras independentistas) el Gobierno español,  como  si se tratara del Gobierno de la “potencia colonizadora”, pues  a poco que se reflexione sobe el lenguaje y su valor comunicativo se percibe con nitidez que eso precisamente es lo que se quiere transmitir, es decir, que no se trata de una distribución constitucional de funciones y competencias, sino de una situación en la que el “Estado Español”, denominación que invariablemente  utilizan los independentistas para referirse a España (seguramente ignoran que solo bajo el Gobierno de Franco se utilizó el concepto de “Estado Español”, del que él era el Jefe).

Particularmente intolerable es el expreso rechazo a la presencia de las Fuerzas Armadas en el territorio catalán, unida a la petición de que marchen las que quedan y, además, se entreguen los edificios y terrenos. Por ahora no lo han conseguido plenamente, pero que sea una actitud considerada como expresión de un “justo derecho” es ya un insulto intolerable, redondeado por las habituales calificaciones de “fuerzas de ocupación” en el lenguaje usual de muchos independentistas.  Con ese panorama no puede extrañar que la Sra.Colau declarase su malestar por la presencia de un stand de las FFAA en el Salón de la Enseñanza, o que el Ayuntamiento, ya desde el mandato de Trías, se oponga a la existencia de un Museo Militar, y que este año se haya producido, en el mismo Salón, una manifestación independentista exigiendo la salida de las fuerzas de ocupación. Así las cosas, es fácil imaginar la que se liaría si el Estado, en uso de su potestad,  decidiera que la prestigiosa División Castillejos se acuartelara en territorio catalán por razones técnicas y logísticas, para lo cual no necesitaría permiso alguno de la Generalitat. Pero basta con comentar eso con un independentista para que diga que el Estado español “no podría atreverse a tan grande insulto”.

Lo más desquiciado es, en fin, que en el mundo nacionalista se identifique la crítica al independentismo con la ideología conservadora o, incluso, de extrema derecha. Esa falacia se corresponde con la tesis de que un Gobierno español solo será realmente demócrata si accede a todo lo que exija el independentismo, comenzando por borrar  la presencia del Estado en Cataluña. Es indudable que se trata de una pretensión delirante, que le ha costado a Cataluña la marcha de cientos de empresas. Se ha dicho  que los independentistas viejos están influidos  por los años de viaje conjunto bajo el franquismo. Pero ha llovido mucho desde entonces, y la actual aparente “compresión” del Gobierno es, como todos sabemos, una estrategia propia de la conveniencia de Sánchez. Por demás, ganas da de reír la mera suposición de que el anti-independentismo es “retrógrado” y ERC y Junts son “progresistas”.

La conclusión es deprimente: los excesos identitarios del independentismo no son “gravísimos” aisladamente considerados, pero el conjunto crea un clima irrespirable. Es evidente que una buen parte de los partidos catalanes no transige con la idea de ser parte de España y exige que España lo acepte, así como un referéndum y más cosas. Pero con esas condiciones el futuro está lleno de nubarrones, sobre todo, para Cataluña