Por Cándido Paz-Ares

Un caso práctico sobre pactos parasociales e impugnación de acuerdos sociales

  

El abuelo siempre había sentido predilección por Elmer, su primer nieto, de cuyo cuidado hubo de hacerse cargo tempranamente, cuando sus padres murieron en un trágico accidente. El abuelo fue un gran emprendedor. El pequeño taller que fundó en su juventud se había convertido, con el paso de los años, en una pujante empresa industrial, implantada en toda la nación, y ahora en fase de expansión exterior. El nieto se graduó brillantemente en la Universidad, hizo un master de dirección de empresas en una de las escuelas de negocios más reputadas internacionalmente y, de vuelta a casa, trabajó en la corporación familiar hasta convertirse en un respetado director financiero. El abuelo estaba muy orgulloso de él.

El día de su 80 cumpleaños años el abuelo llama a Elmer a su despacho. De manera reservada, pero al propio tiempo solemne, le anuncia su decisión de retirarse y de ponerlo a él al frente de la empresa familiar con el mandato específico de desarrollar la estrategia internacional, algo para lo que tenía un talento innato, no en vano su padre prematuramente desaparecido era un americano con alma viajera. Allí mismo le comunica también que ha resuelto adelantar sus previsiones sucesorias y cederle en vida el 51% del capital de la empresa. El 49% restante lo retendrá él con la idea de que, tras su muerte, se reparta entre sus dos únicas hijas vivas. Habiendo vivido siempre alejadas del negocio familiar, no había motivos para adelantar los acontecimientos, eso pensaba él al menos.

Cuando le hubo comunicado a Elmer sus planes, a los que tantas vueltas había dado durante los últimos meses, el abuelo sintió una gran liberación. Cogió a su nieto por el brazo y así, apoyándose en él, salió del despacho y bajó las escaleras del viejo caserón familiar para reunirse con sus hijas y yernos, con el resto de sus nietos y con los tres biznietos que le había dado Elmer. Todos le estaban esperando en el comedor de columnas para festejar su aniversario.

En los días sucesivos se hace el papeleo. El consejo de administración es convocado de urgencia. En una sesión muy emotiva, el abuelo anuncia sus planes de sucesión o, más exactamente, los hace efectivos renunciando a todos sus cargos en la empresa y proponiendo la designación de Elmer como presidente ejecutivo. Finalizada la reunión, el abuelo y el nieto acuden al Notario para formalizar, tal y como había sido acordado, la transmisión de las acciones representativas del 51% del capital a favor de Elmer. En ese momento, el abuelo solo le pide una cosa a su nieto. ´Y es que mientras yo viva –estas fueron sus palabras– no debes tomar ninguna decisión en la empresa, ninguna decisión importante sin contar con mi consentimiento´. No es que desconfiara de Elmer, pero a lo largo de su ya larga vida había sido testigo de demasiadas cosas, demasiados sustos y sobresaltos. Uno y otro suscriben así un protocolo, por medio del cual, a pesar de disponer de la mayoría del capital, Elmer se compromete a no adoptar en junta una serie detallada de acuerdos (modificaciones de estatutos, modificaciones estructurales y otros especialmente relevantes) sin los votos del abuelo. El compromiso se incorpora a la escritura.

Hasta aquí la historia de un pacto parasocial, todos tienen su historia. Pasado algún tiempo, los acontecimientos toman un curso inesperado. Elmer, de espaldas a su benefactor, negocia la fusión de la empresa familiar con quien había sido su más acérrimo enemigo y su menos leal competidor. Y cuando ya tiene todo bien atado, reúne al consejo para aprobar el proyecto de fusión y convocar la junta general llamada a ratificarlo. Todo se hace taimadamente: el proyecto se deposita sin ruido en el Registro Mercantil y la convocatoria se formula de manera igualmente sigilosa, a través de un anuncio perdido en medio del BORME y de las páginas menos visitadas de un diario de gran circulación. Seguramente por indicación de sus abogados, Elmer no omite la comunicación personal, pero la retrasa hasta la noche anterior a la fecha en que estaba prevista la celebración de la junta. Como no tiene coraje para hacerla él personalmente, se la encarga al secretario del consejo.

Ante la imposibilidad de contactar con Elmer, el abuelo pasa la noche en vela. Las cavilaciones le impiden conciliar el sueño. ¿`Qué turbia pasión puede haberse apoderado de Elmer? ¿Qué jugada maestra habrá combinado para destruir o desarmar al competidor? ´Cuando no es una la pregunta que le acecha, es la otra, y así hora tras hora hasta que despunta el día. A las 10 de la mañana, cuando acude a la reunión, sigue sumido en la perplejidad. No obstante, al comprobar in situ que toda la documentación está escrupulosamente dispuesta y preparada y que la ecuación de canje confiere la mayoría de control a su eterno rival, confirma sus peores sospechas: no hay jugada maestra, no hay esperanza. Habiendo cedido también el mando de la junta, el abuelo se da cuenta de la profundidad de la trampa que le ha tendido Elmer, imposible zafarse de ella. Se siente triste e indefenso. Nada puede hacer para evitar la proclamación del acuerdo proyectado, nada que no sea protestar y dejar constancia en acta de que la fusión se aprueba contra su voluntad.

En las horas siguientes el abuelo continúa sin salir de su asombro, de hecho le costará salir de él en las que le queden hasta que ya todo deje de importar. ‘Cuál será la turbia pasión que ha transformado a Elmer?´, la pregunta sigue al acecho. Pero no hay respuesta, nunca la hay para lo siniestro. Parece como si la pesadilla del Dr. Jekill y Mr. Hyde se hubiera hecho realidad, como si hubiera también un Elmer escondido que ahora da la cara. En estos momentos de duda y tribulación, la única certeza del abuelo es que le ha sucedido lo peor que podía haberle sucedido: ver su empresa bajo el control de su sempiterno enemigo, un hombre oportunista y despreciable y, sobre todo, haber sido víctima de la infidelidad y traición de su ser más querido.

Estupefacto y abatido, pero con el carácter aún firme –el abuelo nunca aceptaba la resignación–, llama a su abogado y le instruye para que detenga la fusión que está a punto de dar al traste con la obra de su vida. Le entrega copia de la escritura de cesión llamando su atención sobre los compromisos allí suscritos por su nieto: ‘Elmer ha violado el protocolo de voto que teníamos acordado. Te pido por ello que instes de inmediato la anulación del acuerdo de fusión y la suspensión de su ejecución’. El abogado le reprende cariñosamente: ‘¿Pero, por Dios, por qué no has introducido ese convenio de voto en los estatutos de la compañía?’ La réplica del abuelo, muy contrariado, no se deja esperar:

⎯-¡Porque no me dio la gana! No tenía ningún interés en que alguien pudiera saber de nuestros pactos. Y además, ese protocolo sólo debía valer mientras yo viviese; después Elmer podría hacer lo que quisiera, sin necesidad de contar con sus tías.

⎯-Entendido ⎯-asiente el abogado, no bien dicho lo cual se apresura a desengañar al abuelo:⎯- En todo caso, es muy poco lo que puedo hacer para parar el proceso. El Tribunal Supremo ha sentado la doctrina de que la violación de los protocolos de voto y, en general, de los pactos parasociales no constituye motivo suficiente para impugnar los acuerdos de una sociedad.

⎯-¿Me estás diciendo que no es posible reaccionar frente a este malvado? ¿En verdad me estás diciendo eso? ⎯-el abuelo no da crédito a lo que oye:⎯- ¿Acaso tiene Elmer licencia para para violar su palabra y todos los compromisos recogidos en la escritura? ¿Quién se la ha dado? Esto no tiene pies ni cabeza.

⎯-Esos compromisos no forman parte de la normativa interna de la sociedad y, por tanto, no le afectan ⎯-repone el viejo abogado⎯-. No le son oponibles, así dice textualmente la ley. La sociedad, siempre con arreglo a la jurisprudencia, puede adoptar válidamente el acuerdo de fusión porque no está obligada por los pactos que suscriban sus socios.

El abuelo continúa sumido en el desconcierto:

⎯-Pero si la sociedad somos él y yo. No hay nadie más ¿En qué cabeza cabe que los compromisos contraídos por nosotros dos no le afecten a la sociedad? ¿Qué misterio es ese?

⎯-Llevas razón ⎯-precisa Segismundo⎯-, pero los tribunales no te la van a dar. Esto es lo único que trato de decirte.

⎯-¡Qué leyes retorcidas hacéis los abogados! Parecen calculadas para facilitar y hasta para bendecir el atropello y la felonía ¿No te das cuenta del contrasentido de una ley
que le permita a uno beneficiarse de sus propias faltas? ⎯-el abuelo se toma un respiro, como si quisiera coger fuerzas, y prosigue⎯-: ¡Ah, no! Elmer no puede salirse con la suya. No quiero pensar, me resisto a pensar que no haya jueces fuera de Berlín. Por favor te lo pido, Segismundo, presenta mañana mismo la demanda de impugnación de la fusión.

El viejo abogado insiste:

⎯-Lo haré, pero te auguro poco éxito. Mira este artículo de la Ley de Sociedades de Capital ⎯-le dice al abuelo mientras va poniendo a la altura de sus ojos el código rojo de leyes mercantiles abierto por el artículo 204 LSC⎯-. El precepto dispone que solo son impugnables los acuerdos que “sean contrarios a la ley, se opongan a los estatutos o lesionen del interés social”.

El abuelo no se da por vencido:

⎯-¡Pues eso, todo lo que ha hecho Elmer es contrario a la ley, a los estatutos y al interés social!

⎯-No es exactamente así ⎯-puntualiza el abogado⎯-. El acuerdo se ha adoptado observando todas las normas de la ley, ha sido respetuoso con los estatutos ⎯-recuerda que su art. 27 establece que las decisiones de fusión se adoptarán por la mayoría del capital presente en la junta⎯-  y tampoco parece fácil demostrar que la fusión resulte contraria al interés social. Tu nieto y su compinche cuentan con buenos asesores. Seguro que se habrán cuidado de justificar con su ayuda la oportunidad de la operación. Los informes acreditarán que la fusión crea sinergias y que todo ello es bueno para la empresa, sus accionistas y sus trabajadores.

⎯-¡Basta! ¡No quiero oír nada más! ¡Tú presenta la demanda inmediatamente! La justicia no puede ser tan ciega. Así pretendía zanjar el abuelo aquella conversación que estaba comenzando a irritarle más de la cuenta cuando entran en el despacho sus dos hijas. Una y otra, ya al tanto de lo ocurrido, saludan afectuosamente al abogado, un viejo amigo de la familia. El abuelo las pone al corriente de la conversación que acaban de tener:

⎯-Segismundo me estaba diciendo que poco o nada hay que hacer, que va a ser muy difícil detener la fusión. Todo esto ⎯-sigue diciendo mientras hace una pausa melancólica para mirar hacia aquella fábrica construida con tanta ilusión, se divisa allá lejos a través del ventanal de su despacho⎯-; todo esto quedará en manos y a merced del tiburón. A nosotros nos darán un puñado de acciones a cambio y nos quedaremos ⎯-os quedaréis queridas mías⎯- sin la empresa y sin los dividendos que teníais asegurados, cerrarán el grifo de la caja para financiar su política de expansión y sus generosos emolumentos.

Las hijas tampoco dan crédito a lo que oyen. La mayor de ellas vuelve la mirada hacia el abogado. Parece increparle con su lamento:

⎯-¿En verdad no hay nada que hacer, Segismundo? ¿Puede uno violar su palabra impunemente? ¿En qué mundo vivimos? ¿Por qué normas nos regimos?

El abogado no pierde la compostura. Reitera pacientemente las explicaciones que ya había dado al abuelo:

⎯-Hace algunos años ⎯-se refiere al año 2009⎯- el Tribunal Supremo lo dejó establecido con toda claridad, no en una sentencia, sino en cuatro sucesivas. La violación de los pactos entre socios, aunque obliguen a todos los socios, como ocurre con el que ha violado Elmer, no afecta a la validez y eficacia de los acuerdos adoptados por la sociedad. Res inter alios acta. La única alternativa que dejan las sentencias consiste en demandar a Elmer por incumplimiento del contrato. Pero de ello poco cabe esperar. Podemos reclamar la indemnización de los daños ocasionados (no serán fáciles de cuantificar, Elmer se crecerá alegando que las acciones ahora valen más); podemos hacer esa reclamación, pero no podemos parar la fusión y, menos aún, revocarla más tarde.

Interviene ahora la otra hija, la pequeña, profesora de inglés en el Instituto Ramiro de Maetzu. Más presión para el abogado:

⎯-Segismundo, no estamos pidiendo la pena de muerte, ni el destierro de Elmer (que ya está desterrado en nuestros corazones), pero convendrás en que su traición no puede quedar sin respuesta. Es la mayor infamia, el “golpe más cruel de todos”, “the most unkindest cut of all’, así dice el Marco Antonio de Shakespeare cuando evoca el dolor de Julio Cesar por la traición de Bruto. No buscamos venganza ni represalias, sólo queremos evitar que Elmer consume su vileza. No tiene ningún derecho a consumarla, menos aún a perpetuarla. ¿Es tan difícil para un juez comprender que la justicia exige deshacer lo mal hecho, que esta fusión debe ser deshecha para evitar que Elmer saque provecho o ventaja de sus propias tropelías e incite a seguir su ejemplo a desalmados como él? No nos vuelvas a decir por favor que no hay nada que hacer.

Segismundo da un paso atrás y pide permiso para retirarse. Ha de preparar la demanda.

 

Ejercicios

a) Identificar y redactar los argumentos que esgrimirá Segismundo en la demanda de impugnación pensando también en los que previsiblemente hará valer la sociedad invocando la jurisprudencia (ahora resumida en la STS 7-IV-2022).

b) Analizar la STS 25-II-2016 (RJ 635/2016) y ponderar qué provecho puede sacarle Segismundo en su argumentación.

c) Optativo: localizar la sentencia del caso Riggs vs. Palmer dictada por la Corte de Apelaciones de Nueva York en el año 1882. Valorar si esta sentencia, popularizada por Ronald Dworkin, guarda algún paralelismo con nuestro caso.


Foto: Julio Miguel Soto