Por Jesús Alfaro Águila-Real

   “Una vez le pregunté a Rupert Murdoch por qué se oponía tan ferozmente a la Unión Europea. <<Muy sencillo>> me contestó, <<Cuando voy a Downing Street, se me escucha y se hace lo que yo digo. Cuando voy a Bruselas no me hacen ni caso>> 

Anthony Hilton

La regulación europea de los productos y servicios

John Kay, uno de nuestros favoritos, ha publicado una columna explicando a los británicos que la aparentemente incomprensible y latosa regulación europea de los productos es, en realidad, una bendición para los consumidores porque les libra de veintiocho incomprensibles, latosas y disparatadas, arbitrarias o interesadas regulaciones nacionales o, en su defecto, les impide disponer en sus supermercados de las mermeladas más deliciosas de Europa. Habrán de conformarse con las más deliciosas producidas en Gran Bretaña y pagar el precio de que el-productor-británico-de-la-más-deliciosa-mermelada decida exigirles. Piénsese, por el contrario, en lo interesados que pueden estar los productores franceses de foie-gras en que las ocas graznen (o lo que sea que hagan las ocas) en francés para que su hígado inflamado pueda ser llamado “foie-gras”. De ese modo se reservan el mercado mundial de foie-gras para ellos, no sólo el francés, sino también el de los aficionados a ese manjar que vivan en cualquier otra parte del mundo. O piensen en el horror que sería que sólo pudiera comercializarse en Alemania la cerveza producida de acuerdo con la Ley de la pureza alemana.

Pues bien, para decirle a los británicos qué se puede vender como mermelada; para decirle a los franceses que han de permitir que se comercialice como foie gras el hígado de cualquier oca y no sólo de las criadas en el sur de Francia o para decir a los alemanes que no pueden impedir que se comercialice en Alemania una cerveza que no cumple con los requisitos de esa antigua ordenanza, hay que decir qué se puede vender como mermelada, como foie-gras y como cerveza. Y dado que, en Europa, pretendemos tener un mercado único en el que cada productor pueda acceder, sin intermediarios, a todos los consumidores europeo (las libertades de circulación son libertades de acceso al mercado y en eso se distinguen de los derechos fundamentales) la Unión Europea tiene que colocarse en el lugar de los Estados como reguladores de las condiciones de comercialización de los productos o servicios. Es lo que se conoce como armonización positiva. Se regulan los requisitos de comercialización de mermeladas en el caso de la columna de Kay.

La regla del país de origen

A menudo, sin embargo, es preferible otra estrategia: obligar a todos los Estados a reconocer, como si fueran propias, las regulaciones nacionales de los demás. O sea que si Alemania permite llamar mermelada al producto X, España permite llamar foie-gras al producto Y y Francia permite llamar cerveza al producto Z, Gran Bretaña tendrá que aceptar la comercialización de X como mermelada, Francia el producto Y como foie-gras y Francia y Alemania el producto Z como cerveza.

Es lo que se conoce como la “regla del país de origen” o “pasaporte europeo” o armonización negativa. Recurrir a la armonización negativa es lo más inteligente cuando ponerse de acuerdo en la regulación óptima para los veintiocho es muy costoso tanto en términos de costes positivos de aprobar la regulación común – piensen en los parlamentarios valones que han impedido que se firme el acuerdo de comercio entre Europa y Canadá – y en costes negativos derivados de que se imponga a toda Europa una mala regulación. En tales casos, es más inteligente establecer una regla que diga, simplemente, que todos los países aceptarán como “mermelada” cualquier producto que cualquier país diga que se puede llamar “mermelada”.

Una regla semejante produce seguridad jurídica a los fabricantes de mermelada pero un pequeño país podría aprovecharse de la regla para dedicarse a “vender” regulación a los empresarios menos escrupulosos ofreciéndoles promulgar la regulación de la mermelada que los empresarios quieran en la seguridad de que la misma les permitirá colocar el producto en toda Europa a menores costes de los que soportan, en general, los demás fabricantes europeos que están sometidos, digamos, a una regulación más estricta pero justificada. En el caso de la mermelada, por ejemplo, una regulación que permita que acceda al mercado un producto que no está hecho a base de fruta y azúcar (que es lo que esperan encontrar los consumidores cuando abren un tarro de mermelada). La Unión Europea (de forma más eficiente que la Organización Mundial del Comercio) no permite, sin embargo, a los demás Estados tomarse la revancha. Eso sería en el salvaje Oeste – la autotutela -. En Europa, cada Estado puede, simplemente, impedir el acceso a su mercado de semejante producto siempre que y sólo si puede alegar y probar que esa negativa de acceso está basada en reglas jurídicas y es adecuada y necesaria para evitar un daño a los intereses legítimos de sus propios ciudadanos (proteger a sus consumidores, evitar daños a la salud, asegurar la vigencia de normas de orden público interno). Obsérvese, estamos en el mundo del Derecho. El Estado que quiere negar el acceso de la mercancía producida en otro país de la Unión tiene que alegar que tal comercialización se opone a sus propias reglas y que esas reglas limitan la libertad de acceso justificadamente. La carga de la prueba o de la argumentación pesa sobre el Estado que pretenda aducir la validez de esa restricción de la libre circulación.

Eso es básicamente, lo que ordenó el Tribunal de Justicia de la Unión Europea en los años sesenta del pasado siglo cuando dijo que las libertades de circulación del Tratado (de mercancías, establecimiento, capitales y mano de obra) eran directamente aplicables y que eran suficientes – los preceptos del Tratado correspondientes – para que el TJUE pudiera declarar contrarias al Derecho Europeo las regulaciones nacionales que impusieran barreras a la libre circulación (“medidas equivalentes a una restricción cuantitativa de las importaciones” en la jerga del TFUE).

Pero, con lo que se acaba de explicar, se comprende que la Unión Europea no pudiera utilizar la regla del pasaporte único o la armonización negativa en los primeros tiempos del mercado común: no había suficiente confianza recíproca entre los Estados como para que el TJUE pudiera obligarles a aceptar, prima facie, la regulación puesta en vigor unilateralmente por cualquiera de los demás. Con el paso de los años y mucho trabajo en común en la elaboración de Directivas y Reglamentos, más las enormes ventajas que, en estas materias regulatorias y de elaboración de policies, supone una organización como la Unión Europea, se generó suficiente confianza entre los Estados miembro como para que pudiera generalizarse la regla del pasaporte único o del país de origen: en la medida en que la cuestión no esté regulada por el Derecho Europeo – viene a decir esta regla – cualquiera puede vender sus productos, establecerse o invertir su capital en cualquier otro país de la Unión si cumple los requisitos para tal venta, establecimiento o inversión de su país. Este grandísimo paso adelante ha permitido crear mercados europeos en el sector servicios (seguros, banca, inversión…).

Además, la interiorización de este principio desarrollado en aplicación de los preceptos sobre las libertades de circulación, ha tenido un magnífico efecto liberalizador de las transacciones a lo largo y ancho de Europa por otra razón peculiar de Europa.

Las actividades transfronterizas

Como los países europeos son, en general, de pequeño tamaño, muchos de ellos tienen muchas fronteras con muchos otros.

mapa-alemania

MAPA ALEMANIAComo se aprecia en este mapa, Alemania linda con Dinamarca, Holanda, Bélgica, Luxemburgo, Francia, Suiza, Austria, Chequia y Polonia y comparte mares con Suecia, Finlandia, Noruega y Gran Bretaña. Lo interesante, a nuestros efectos, es que en Alemania se multiplican lo que se conocen como “situaciones transfronterizas”. No es sólo que cualquier europeo esté interesado en vender sus mercancías en Alemania (para lo cual, sólo tiene que mandar los camiones o los barcos correspondientes cargados de los productos de que se trate) sino que hay cientos de miles sino millones de pequeños prestadores de servicios y comerciantes minoristas en esos nueve países que lindan con Alemania que tienen derecho a dirigirse a los clientes alemanes que viven en su entorno aunque los separe una frontera nacional.

Estas situaciones “transfronterizas” tienen un efecto extraordinario sobre las libertades de circulación: aunque se trata de fenómenos locales que, en otras épocas se regularían por acuerdos entre los dos países que comparten una frontera común, las transacciones que tienen lugar entre paisanos de uno y otro lado de la frontera se regulan por el Derecho europeo en la medida en que “afectan a los intercambios entre los Estados miembro”.  De modo que los empresarios que quieren acceder a los clientes del otro lado de la frontera y los consumidores que quieren acceder a esos proveedores extranjeros tienen la libertad de acceso garantizada por el Tratado y su aplicación asegurada por la Comisión Europea y por el Tribunal de Justicia.

Así, en la sentencia de los precios fijos de las farmacias alemanas, el Tribunal de Justicia se la ha “cargado” por contraria al Derecho europeo porque precios fijos para los medicamentos hacían de peor condición para acceder a los clientes alemanes a una farmacia holandesa ¿Cómo? Dado que el holandés está más lejos de los clientes alemanes que los farmacéuticos alemanes, la forma de atraerlos hacia su farmacia tiene que pasar por ofrecer precios más bajos. Si el legislador alemán, para proteger a sus farmacéuticos, le obliga a vender – en Alemania – al mismo precio que practican, obligadamente, las farmacias alemanas, la medida alemana de precios fijos en las farmacias tiene el mismo efecto, en términos económicos, que una regla que limitara la cantidad de medicinas que Holanda puede exportar a Alemania. La razón se encuentra en que cualquier medida que dificulte el acceso de un oferente holandés a los clientes alemanes provocará una reducción del volumen de ventas de los holandeses en Alemania en relación con el que sería el “natural” del mercado, esto es, el volumen que se alcanzaría si no existiesen normas públicas que distorsionen los flujos de intercambio. O sea que la ley alemana de precios fijos constituye una “medida equivalente a una restricción cuantitativa de las exportaciones” desde Holanda a Alemania.

Esta jurisprudencia – pensó el TJUE – se podía “ir de las manos” de modo que acabara en Luxemburgo cualquier regulación de un Estado miembro por muy poco relevante que fuera para los intercambios transfronterizos. Piénsese, por ejemplo, en la regulación de los horarios comerciales (si las tiendas pueden abrir en domingo) o en las normas sobre las épocas del año en que se pueden hacer rebajas o las normas sobre urbanismo comercial. El TJUE se “inventó” una categoría – la de “modalidades de venta” – para indicar que las regulaciones nacionales que se ocuparan de las “modalidades de venta” no estaban incluidas en las libertades de circulación. O sea que el Ayuntamiento de Roma o la Generalidad de Cataluña pueden impedir que los romanos o los barceloneses se vayan de compras un domingo y Europa no intervendrá para impedírselo.

Así que el Tribunal de Justicia no sólo hizo realidad las libertades de circulación sino que extendió su aplicación a, prácticamente todos los ámbitos de la vida económica de los europeos porque consideró aplicables los preceptos correspondientes a cualquier regulación nacional que pudiera afectar a transacciones transfronterizas, aunque éstas fueran de escaso volumen individual. Y como Europa es un continente “lleno” de países pequeños y donde hay más fronteras que en ningún otro continente en proporción a su tamaño, la vigencia efectiva del Derecho Europeo se extiende mucho más allá de las relaciones entre exportadores e importadores.

La liberalización de la producción de bienes y servicios

En fin, en los últimos años, la tremenda fuerza expansiva de las libertades de circulación unida a su encendida defensa frente a los reguladores nacionales por parte del Tribunal de Justicia ha provocado una – diríamos – tercera ampliación de su campo de aplicación. Y esta ha consistido en que, animados por la constante jurisprudencia del TJUE, los newcomers en cualquier mercado regulado (medicamentos, telecomunicaciones, servicios de inversión, transporte, servicios profesionales…) prueban suerte en Luxemburgo a ver si el TJUE acaba declarando contraria al Derecho Europeo la regulación nacional que supone una barrera de entrada a la actividad lo que ha obligado al TJUE a ponderar, en cada caso, el interés del Estado en regular una determinada actividad para proteger intereses generales (por ejemplo, la titulación de los médicos para proteger la salud de los consumidores) y el interés de los que quieren acceder al mercado regulado, interés que coincide, naturalmente, con el de los consumidores en general porque la libertad de acceso es la garantía más eficaz del mantenimiento de la competencia en un mercado y de que se obtengan las ventajas subsiguientes en forma de la mejor calidad al mejor precio de los productos y servicios.

El control de los lobbys

La mera posibilidad de poner a prueba la regulación nacional ante el Tribunal de Justicia tiene un efecto profiláctico que no puede desdeñarse. Los Estados que pretenden poner en vigor una regulación que otorga un privilegio a los incumbents (o sea, a los empresarios que ya están instalados en ese mercado y que son los que, normalmente, piden a su legislador que ponga en vigor medidas que les protejan frente a los que quieren entrar en él, a menudo extranjeros) corren el riesgo de que la Comisión Europea – de oficio o a instancia de un particular – le abra un procedimiento de infracción y, finalmente, el TJUE acabe anulando la regulación correspondiente.

Por tanto, y como decía no hace mucho el magnate de la prensa Murdoch, los británicos están más protegidos frente a los Murdoch por Bruselas y Luxemburgo que por Londres. Porque Murdoch puede ejercer una enorme y muy eficaz presión sobre los políticos ingleses. Pero no tanto sobre la Comisión Europea y el Tribunal de Justicia.

Una unión jurídica

El valor de las libertades de circulación y del “muy jurídico” sistema de garantía de su respeto en Europa no puede minusvalorarse. Cuando se critica a las instituciones y al modelo europeo de integración, se olvida que, siendo un continente pequeño y superpoblado, la variedad de lenguajes y la antigüedad de las tradiciones nacionales hacía altamente improbable la integración de los mercados nacionales en uno europeo hace cincuenta años. Que hasta hace bien poco no existían más que campeones nacionales – empresas dominantes – que ostentaban elevadísimas cuotas de mercado en su país y bajísimas en otros países de la Unión y que esos campeones se llamaban así, nacionales, porque, a menudo, eran de propiedad estatal o eran escuchados con mucha atención cuando se dirigían al legislador y al gobierno nacionales. Que una organización internacional, fundada en el Derecho – en la supremacía del Derecho – haya logrado lo que ha logrado es para felicitarse y para lamentar, de nuevo, que se reconozca cualquier legitimidad a los populistas que, alzándose en altavoces de cualquier causa particular, quieren hacernos a todos más pobres y más infelices. Europa ha confiado siempre en el Derecho como herramienta para articular la cooperación entre sus pueblos y sus territorios. Ya lo había dicho Ihering: Roma nos dejó el Derecho Romano y las ideas jurídicas contribuyeron sobremanera al renacimiento de Europa tras los Dark Ages, a la revolución comercial del siglo XIII, a la formación de los Estados europeos en la Edad Moderna y, si apuramos, a la Revolución Industrial. Derecho y populismo no se mezclan.


Foto JJBose