Por Juan Antonio Lascuraín.
Debe ser que me estoy haciendo mayor, pero cada vez encuentro más razón en los grises. No me parece buena idea mandar a la cárcel a los cantantes hirientes, pero tampoco desde luego tolerar todas sus expresiones sin más, cualesquiera que estas sean. Expresarse no puede ser una patente de corso, porque con las palabras, sí, hacemos declaraciones de amor y críticas políticas, pero también vejamos, amenazamos o inducimos a asesinatos.
La libertad de expresión como presupuesto
Naturalmente que la solución no está en una aquí denostable equidistancia. El punto de partida debe ser el de la libertad para expresarse. Siento la obviedad, pero si en un sistema democrático todos somos soberanos y entre todos decidimos sobre las cuestiones que a todos nos afectan, es absolutamente consustancial al mismo que las informaciones y las opiniones relativas a la organización social fluyan libremente. Sin libertad de expresión ni sabemos si la mayoría es mayoría, ni la minoría podrá nunca ser mayoría. Tan grabado a fuego está esto en nuestra Constitución que el Tribunal Constitucional anuló un artículo del Código Penal que tipificaba como delito una conducta tan necia como políticamente expresiva: la negación de un genocidio (STC 235/2007).
Algunos límites excepcionales
Este universo expresivo de la democracia, cuasipleno y expansivo, encuentra sin embargo algunos límites. El primero tiene que ver con su propia razón de ser y se refiere a que este privilegiado estatus se debe a su contenido sobre lo público. Cuanto más política sea una expresión desabrida o hiriente, más justificable es, y en tal sentido me parecen bien encaminadas las propuestas de eliminación de los delitos específicos de injurias a la Corona o de ultrajes a las banderas.
Un segundo límite se refiere a la incitación a la violencia. Una democracia sólida debe tolerar incluso las críticas a la propia democracia como sistema, pero no su puesta material en peligro – la de las libertades de todos – a través de la incitación a la agresión a los derechos de los demás. Todo lo público es criticable. Lo que no puede hacerse es pasar de las palabras a los prehechos, que es lo que se hace cuando se promueve la violencia, porque eso no es solo opinar, sino empezar a imponer la propia opinión. “O palabra o espada”, decía Hal Koch para legitimar la democracia. Y no valen las espadas disfrazadas de palabras.
La aplicación de estos límites exige aún alguna cautela. Que haya expresiones intolerables no significa que su represión haya de pasar por la prisión. Lo desaconsejan dos de sus efectos: el “efecto desaliento” y el “efecto Streisand”. El primero, asumido por el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y por nuestro Tribunal Constitucional, pone rótulo a las consecuencias inhibidoras que tiene el penar severamente los excesos en la expresión cuando es difusa la frontera que dibuja tal exceso (¿qué es la incitación a la violencia?). Los ciudadanos no querremos pasear por la plaza pública si sabemos que en ella hay bancos mal señalizados de arenas movedizas. El “efecto Streisand”, por Barbra, que aquí deberíamos rebautizar “efecto Hasél”, nos habla de la paradójica consecuencia que tiene la judicialización – y a más sanción, más efecto – de las expresiones que deseamos que nunca se hubieran producido y que ahora querríamos mantener ocultas. En términos jurídicos clásicos, el strepitus fori.
El caso Hasél
Creo que nuestro sistema jurídico vigente es, aunque perfectible, bastante sensato. Cuadra bastante bien el círculo: hablemos con plena libertad de lo político, pongamos básicamente el límite de la incitación a la violencia y evitemos la prisión para el que se exceda, con, a lo sumo, penas no privativas de libertad o penas privativas de libertad de ejecución fácilmente suspendible (menores de dos años).
Digo esto para llegar al fin al caso Hasél, que no se diga que como buen profesor me quedo en las nubes de la teoría y rehúyo los conflictos concretos, siquiera sea con la tranquilidad que da que haya pasado ya el vendaval postcondena. Y llego para hacer dos apreciaciones solo en cierto modo de signo contrario.
La primera: es harto discutible que en relación con la condena que le lleva a la cárcel, Hasél haya transgredido con claridad los límites de la libertad de expresión, como lo muestra ya el hecho de que en la sentencia de la Audiencia Nacional discrepara del fallo condenatorio una magistrada de los tres que componían la sala y que hicieran los propio dos de los cinco magistrados del Tribunal Supremo que ratificaron la sentencia. No se estaban juzgando en este caso manifestaciones pretéritas del mismo acusado, más agresivas y probablemente incitadoras a la violencia, por las que ya había sido condenado. Tampoco, obviamente, se estaba juzgando su personalidad, cosa que sería fruto de un inconstitucional Derecho Penal de autor. Se enjuiciaban como conductas concretas una batería de expresiones tan desafortunadas desde criterios morales – desde mis criterios morales – como difícilmente catalogables de innecesariamente injuriosas a la Corona o a la policía, o en lo que aquí más importa – pues solo estas expresiones comportaban una pena de prisión -, enaltecedoras del terrorismo y alentadoras de la violencia. Así lo muestra lúcidamente el minucioso análisis de Dopico Gómez – Aller.
La segunda apreciación es que la entrada en prisión de Pablo Hasél no se hubiera producido si no hubiera sido porque tenía un antecedente penal aún no cancelado por un delito doloso que no era leve (art. 80.2.1º CP). Frente al sesgo que ve nuestro Código Penal como alarmantemente punitivista para los delitos de expresión, conviene recordar:
- Que de las acusaciones a Hasél solo comportaban pena de prisión para su autor, como muestra el fallo, la que se refería a expresiones que se tildaban como enaltecedoras o justificadoras del terrorismo. Las injurias al Rey que no lo son “en el ejercicio de sus funciones o con motivo u ocasión de estas” o las injurias a la policía están penadas con una simple multa.
- Que la pena de privación de libertad que se le impone era una pena de prisión de nueve meses y un día, cuya vocación inicial, al no ser superior a los dos años, es de suspensión para los delincuentes primarios: de no entrada efectiva en la cárcel.
En fin
Si Hasél terminó en prisión fue por dos razones. La primera es la de que fue condenado por un delito de exaltación del terrorismo. Insisto en que discutiblemente en esta ocasión; creo que sin merecerlo. La segunda es la de que esa pena breve de prisión no podía suspenderse porque ya había delinquido antes y ya se le había suspendido otro ingreso en prisión.
Lo que deseo destacar ahora es que, si la primera decisión de condena estuviera justificada, sería razonable esta segunda decisión de ejecución de la pena, incluso para el tan delicado mundo de la expresión pública. Es la reiteración lo que impediría una segunda oportunidad; es lo que exigiría un Estado que además de democrático, o por serlo, lo es de Derecho, y debe garantizar la vigencia de sus normas frente a quienes se empeñan en quebrarlas.
Foto: JJBOSE