Por Gonzalo Quintero Olivares

 

Recientes sucesos han llevado (de nuevo) a los medios el debate sobre la función de la cárcel como respuesta en el siglo XXI a conductas consideradas delictivas. Concretamente, el ingreso en prisión del rapero Hasél y la invocación política del estado de “prisionero” que afecta a un grupo de políticos catalanes, ha renovado el debate sobre la función de la pena de prisión aplicada a sujetos que, siempre según el discurso que algunos siguen, han cometido hechos que solo se mueven en el mundo de las ideas y las palabras.

No voy a entrar, y no porque no sea importante, en lo que debiera ser delictivo o no serlo, ni tampoco me detendré en desmenuzar el concepto de delito “de opinión” o de “ideas criminalizadas”, que se quiere atribuir a esos y otros casos inadecuadamente, pues bien es cierto que los pensamientos no son punibles (cogitationes poenam nemo patitur), pero también es un craso error creer que todo lo que se hace con la palabra no pasa de respetable pensamiento, aunque se discrepe de su contenido, pues con la palabra se puede amenazar, calumniar, engañar, traicionar, zaherir, humillar,  y tantas otras acciones que el derecho valora, y, por lo mismo no es posible decir que verba volant, o sea, que las palabras se las lleva el viento.

La cuestión preocupante y grave no es solo la que se refiere a la criminalización de los ultrajes a los sentimientos religiosos, o a la Corona, o las arengas y proclamas orientadas a la secesión, que,  por supuesto lo es, y de eso me he ocupado en otras ocasiones, sino otra, distinta y tan o más grave que esa, y que, yendo más allá, se concreta preguntándose cuál es la función y utilidad de la cárcel como respuesta del derecho.

A descartar, por absurda, la respuesta “expiacionista”, resumida en la frase “quién la hace la paga”, que, además, sería una justificación de la pena, pero no de que ésta fuera necesariamente la de cárcel. Ahí, por supuesto, entrarían algunos diciendo que todo lo que no sea privar de libertad no sirve para “educar asustando”, que es la manera más tosca de describir la función de prevención general que se atribuye al derecho penal. La prisión, cárcel, gayola, trullo, trena, chirona, galera, o como se la quiera llamar, ha sido un castigo que durante mucho tiempo ha sido culturalmente aceptado como la “respuesta natural”, e incluso tiempo hubo, y es comprensible, que se considerara que la prisión reglamentada era un avance humanitario en comparación con las penas de muerte, azotes, argolla y otros horrores.

Hace tiempo que prepondera la idea de que ante la temibilidad del delincuente el único modo del que dispone la sociedad para defenderse es la prisión, pero, si es así, es inevitable llegar a preguntarse por el sentido de la prisión para sujetos que no son peligrosos, si por peligrosidad se alude a la indemnidad y paz de otras personas. Pero asumir que la primera y tal vez única función de la cárcel sea la de prevenir la peligrosidad de determinados sujetos conduce a graves dudas sobre la razonabilidad de usar esa respuesta para sujetos que no suponen riesgo alguno para la indemnidad, salud y libertad y otros derechos de los demás.   Fácil es llegar a una conclusión “clara” en apariencia:  la cárcel es una respuesta violenta que solo se justifica frente a la violencia,y, por lo mismo, las acciones no violentas no deben reprimirse con un castigo tan violento como la cárcel.

Ese planteamiento en pro y en contra de la prisión tiene la virtud de la simplicidad, y en ese caso habría que seguir la navaja de Ockham y elevarlo a explicación definitiva. El problema es que pasa por alto la no poca dificultad que entraña decidir cuáles son las conductas que merecen el calificativo de “violentas”, lo cual explica que no haya sido aceptado como “idea básica”.

No faltará quien diga que la permanencia en prisión también impide cometer, durante ese tiempo, delitos violentos y no violentos, y no se olvide que en la legitimación de la prisión se invoca, en primer lugar, la “seguridad” como derecho de los ciudadanos en su conjunto, y, en segundo lugar, que nada hay más injusto que tratar igual lo desigual, esto es, privar de libertad tanto a peligrosos como a no peligrosos. Se dirá entonces que la pena de prisión para el no peligroso es “retribución”, mientras que para el peligroso es a la vez “retribución y prevención” frente al peligro que encarna, solo que esa doble explicación de la función de la pena es discutible, además de que es también insoportable la tesis de que la cárcel es la retribución natural, pues puede haber otra clase de castigos que también se justifiquen como retribución en todo o en parte, y no consistan en privación de libertad.

En suma, la “inseguridad” solamente podría justificar una parte de las respuestas penales o, si se prefiere, cuando la respuesta a muchos delitos consiste en la privación de libertad, no puede justificarse en la inseguridad. Claro que se puede amparar en la legalidad (se hace porque la ley lo ordena) pero esa no es una reflexión crítica, o bien, abiertamente, decir que se trata de expiación o de vindicta pública, pero,  en ese caso,  lo coherente será olvidarse de las modernas teorías de la pena en el Estado social de derecho, reducidas a mera palabrería.

Yendo a otro aspecto del tema, basta un vistazo a los libros de derecho penal, incluso a los específicamente dedicados a teoría de la pena, para comprobar que, por un lado, abundan las censuras al “exceso de presencia del derecho penal”, y, por otro,  apenas hay reflexiones de fuste sobre cuáles son las conductas que necesariamente exigen la intervención del derecho penal y, además, la prisión como respuesta.

¿Es razonable que se mantenga la contradicción de denunciar exceso de derecho penal sin señalar lo que “sobra”? Se dice, pero es un dislate, que,  si la pena de prisión se reservara para los delitos violentos el derecho penal, prácticamente, desaparecería, reducido a un número muy pequeño de infracciones. Eso es falso, y supone reducir el derecho penal a los delitos castigados con prisión excluyendo a todas las otras penas.

Existe, en cambio, concordia teórica ( en la que no participan, por cierto, los legisladores españoles) en que es necesario buscar alternativas a la prisión. Igualmente se dice que puede haber soluciones adecuadas a los intereses de los perjudicados, como son la conciliación o la reparación, que posibilitarían la renuncia a la cárcel, pero eso no resta excepcionalidad a esas soluciones alternativas, las cuales, por otra parte, pecan de exceso de preocupación por el “perjudicado presente” relegando a un segundo plano al posible “perjudicado futuro”. Pero ese es otro tema.

Cuando se abre el debate sobre la reducción del recurso a la prisión, inevitablemente surge el temor a contrariar los sentimientos de la ciudadanía, y, a poco que se indague en ese campo se detecta que para muchas personas sería incomprensible que la cárcel no fuera el castigo adecuado para los grandes escándalos financieros, fraudes masivos o graves casos de corrupción pública, aunque no sean hechos violentos. Y se añadiría, con toda seguridad, una severa crítica de carácter social, puesto que es fácil constatar que los sujetos violentos, en su mayoría, pertenecen al mundo de la marginalidad o a los estratos sociales más bajos económica y culturalmente. El derecho penal más duro quedaría así reservado para marginales y pobres, y no alcanzaría a los bien estantes. Pero tan “claro razonamiento” aboca a conclusiones extremas: a la cárcel, excluidos los delitos muy violentos, han de ir todos o nadie.

De ahí que la idea de que la prisión es violencia que responde a la violencia, a la que antes me he referido, es equivocada, ya que parte de una premisa falsa pues no es una respuesta “talionar”, propia solo del retribucionismo expiacionista, que puede así legitimar la pena de muerte o los castigos corporales. La pena de prisión no se puede contemplar solamente como “respuesta violenta al violento”, pues es también castigo a una conducta gravemente antijurídica. Entre la acción delictiva y la consecuencia no hay ni tiene porqué haber “homogeneidad”, otra cosa es que sea posible configurar castigos diferentes.

Llevamos demasiados años diciendo que la cárcel es un mal remedio, que demuestra la incapacidad para encontrar soluciones mejores. Pero lo peor es que los penalistas llevan más de cincuenta años repitiendo lo que ya se decía al tiempo del Proyecto Alternativo alemán de 1966: que la pena era una «amarga necesidad en una sociedad de seres imperfectos como lo son los hombres”. Pero más allá de repetir esa ya manida frase, reina la resignación, a pesar de que se hayan registrado algunos avances: supresión de la pena de muerte en la UE, atemperamiento de la dureza de las penas (aunque eso en España se haya notado poco), pequeños avances en alternativas al ingreso en prisión, apertura, aunque muy limitada, a la conciliación).

Todo apunta, por desgracia, a que las prisiones serán, por mucho tiempo, las reinas del sistema punitivo, y los legisladores, especialmente los españoles, no muestran especiales deseos de que las cosas cambien, posiblemente, se dirá, por miedo al rechazo social y al uso demagógico que harán otros partidos políticos contra cualquier paso dirigido a reducir la prisión. Y, no nos engañemos, la cuestión penal no compensa una eventual pérdida de votos. Incluso podríamos comprobar que ni la restauración de la pena de muerte tendría efectos significativamente negativos en el electorado.

No por eso hay que renunciar al deber de luchar por la mejora del derecho penal. Si creemos que es necesaria una progresiva renuncia a la pena de prisión tendremos que reivindicar sin cesar la idea de que esa reducción ha de comenzar en algún momento y por algún grupo de delitos. Como es lógico, lo más razonable será luchar por excluir de la pena de prisión las formas no violentas de delinquir, al menos cuando el daño material o patrimonial no haya sido excesivo.

No es mucho, pero sería algo. En paralelo surge el deber de proponer formas alternativas, que hasta ahora han sido poco exploradas, y me refiero al ancho campo de las interdicciones e inhabilitaciones y suspensiones de derechos. Parece poco, pero no es así, y, sobre todo, es preciso comenzar a andar en algún momento, por más que seamos conscientes de que en todo lo que afecta a la modernización del derecho penal, lo cómodo y prudente políticamente es no hacer nada de nada.