Por Cándido Paz-Ares*

 

1. Como en casi ninguna otra disciplina se ha venerado en el derecho la tradición, el precedente, el pedigrí, el ritual, la costumbre, los textos antiguos, la terminología arcaica (de ahí tal vez la magia de los latinajos), la experiencia, la madurez, el criterio o sabiduría práctica –y los adagios, máximas y refranes que la compendian–, la prudencia, la seniority, incluso la gerontocracia. Y también como casi en ninguna otra se ha desconfiado de la innovación, la discontinuidad, el cambio de paradigma o la revolución científica, por no hablar de la energía y la audacia de la juventud. De hecho, tradicionalmente, la interpretación de los materiales jurídicos se concibe sobre todo como un método de recuperación de la historia. Todo esto lo ha contado Richard Posner en un conocido ensayo con la ironía y el sarcasmo que le distinguen. Su conclusión es que el derecho es la rama del saber más dependiente del pasado

En inglés suena más lapidaria: “Law is the most historically oriented –more bluntly, the most backward-looking, the most ´past-dependent´– of the professions” (R. A. Posner, Frontiers of Legal Theory, Harvard University Press, 2001, p. 145 y, más ampliamente, en su artículo “Past-Dependency, Pragmatism, and Critique of History in Adjudication and Legal Scholarship”, University of Chicago Law Review 67 (2000), pp. 573 ss.).

El juicio resulta seguramente exagerado, pero ha de convenirse que no le falta un buen punto de verdad. Esas arraigadas actitudes han supuesto una rémora para la renovación. No han favorecido desde luego la rectificación o reorientación de nuestro trabajo –me refiero al estudio y la investigación del derecho en la universidad, no a su ejercicio en la práctica profesional– en una dirección intelectualmente más estimulante, más científica, más empírica, más pragmática y, en definitiva, más normativa. No deja de sorprender en este aspecto que la academia se haya centrado tanto en la dimensión positiva del derecho (a la que en cambio, por imperativo institucional, tiene que ceñirse la práctica profesional de abogados, jueces y demás aplicadores) y que haya desatendido la dimensión normativa –la determinación de lo qué el derecho debe ser–, que tal vez debiera constituir el objeto principal de su preocupación.

Aunque resulte paradójico, la política del derecho es o está llamada a ser la verdadera ciencia del derecho. En defensa de esta idea, desde la óptica de la cultura jurídica continental y de la experiencia de un iusprivatista, es interesante el ensayo de J. M. Smits, The Mind and Method of the Legal Academic, Edward Elgar Publishing, Cheltenham-Northampton, 2012, passim, esp. pp. 48 ss.

Las cosas están cambiando desde hace algún tiempo. La obra que hoy tenemos el placer de presentar es la enésima prueba de ello en el panorama americano y, en cierto modo, el epítome de tantas otras anteriores. No es una casualidad tampoco que su autor fuera ayudante o “pasante” del juez Posner en sus años mozos. Lo que hemos visto sustanciarse en aquellas latitudes durante las últimas décadas es un proceso sostenido de diferenciación judicativa y de creciente separación entre la vieja ciencia del derecho (de corte doctrinal o dogmático) y la nueva ciencia del derecho (de corte más analítico y causal): aquélla caracterizada por obtener el conocimiento desde la “perspectiva interna” del propio Derecho (es decir, a partir de los materiales de autoridad que lo integran); esta en cambio por obtenerlo desde la “perspectiva externa” que le proporcionan las ciencias sociales. Fruto inevitable de todo ello ha sido el distanciamiento producido entre el quehacer y los intereses de la profesión (de los jueces y abogados) y el quehacer e intereses de la academia (de los profesores). Ward Farnsworth ha descrito lúcidamente el proceso en cuestión. Es el giro o vuelco hacia la ciencia. El resultado a que conduce se ha llamado “desprofesionalización” del derecho

V. W. Farnsworth, “The Role of Academics in the Legal System” en M. Tushnet y P. Cane (eds.), The Oxford Handbook of Legal Studies, Oxford University Press, 2003 (con W. Twining, S. Vogenauer y F. Teson). El lector interesado podrá encontrar en google el mismo ensayo bajo el título “The Legal Academy and the Profession”. Se trata también de un tema muy querido de Posner (v., p. ej., R. A. Posner, Divergent Paths. The Academy and the Judiciary, Harvard University Press, 2016, passim, esp. pp. 46 ss.).

Este es el horizonte en el que se hace inteligible el argumento y el mensaje del libro. La consecuencia más notable del movimiento apuntado ha sido, en efecto, la aplicación de herramientas analíticas y empíricas importadas de otras disciplinas –la economía, la psicología, la sociología, la teoría de juegos, etc.– para comprender la estructura del derecho y orientar su evolución. El mérito de El analista jurídico consiste precisamente en haberlas identificado, ordenado e ilustrado convenientemente para que el lector pueda hacerse cargo del formidable esfuerzo intelectual realizado a lo largo de los últimos cuarenta o cincuenta años en la universidad americana para superar el análisis doctrinal y “desprofesionalizar” el estudio del derecho. Bajo esta perspectiva diría que es una obra de divulgación científica en el mejor sentido de la expresión: todo un alarde de inteligencia e imaginación expositiva. No debe sorprendernos por ello que se haya convertido además en un manual de éxito para el curso introductorio de law & economics que se imparte en las mejores facultades o escuelas de derecho norteamericanas, un hecho elocuente acerca de sus virtudes docentes.

2. Permítaseme a este último respecto traer a colación una anécdota personal, casi una confidencia. Durante cerca de veinte años impartí en mi Universidad, como materia optativa, “análisis económico del derecho”. Haciendo memoria e introspección me doy cuenta ahora de que, con el paso del tiempo, el curso de aquellas explicaciones fue variando progresivamente y el programa efectivo de la asignatura reconfigurándose o rehaciéndose de manera casi imperceptible. Lo que comenzó siendo una explicación de las instituciones fundamentales del derecho privado –la propiedad, el contrato y la responsabilidad civil– con la ayuda de algunos conceptos económicos, terminó convirtiéndose en una cosa bien distinta, prácticamente la contraria, a saber: la explicación de ciertos conceptos económicos (juicios prospectivos, externalidades, teorema de Coase, monopolio bilateral, dilema del prisionero, reglas de propiedad y responsabilidad, etc.) con la ayuda o ilustración de diversas figuras jurídicas. No hace falta decir que el atractivo de dichos conceptos para nosotros no radicaba en los conceptos mismos o en sí mismos, sino en el hecho de que nos permitían descubrir estructuras profundas en la experiencia del derecho a través de las cuales podía unificarse la explicación, interpretación o crítica de reglas e instituciones legales de la más variada índole.

El lector me entenderá por ello si a continuación le confieso que cuando por primera vez cayó en mis manos el libro del Decano Farnsworth tuve –en relación con mi propio desempeño docente– un sentimiento encontrado de satisfacción y de decepción. De satisfacción porque pude constatar que el perfil e impronta que finalmente habían tomado mis clases guardaba un aire de familia con el espíritu que anima al autor del libro, para quien hacerse con un conjunto de armas poderosas para pensar acerca del derecho –justamente,  la panoplia o la caja de herramientas– es más interesante que el derecho mismo. Pero también de decepción o contrariedad porque la que quizá llegó a ser una inspiración común no se vio acompañada de una realización mínimamente parecida, ni de lejos tendría parangón. La lectura del libro hizo patente cuán agujereado estaba el programa de mi curso en todos sus aspectos, materiales, lógicos o de método.

¡Lástima no haberlo tenido antes! Pero lo importante al fin es que a partir de ahora lo tendremos todos: los profesores llamados a impartir aquel curso u otro similar, los alumnos convocados a sus filas y, en general, cualquier interesado en desvelar la arquitectura oculta del derecho. Sabremos explicar con más rigor por qué en unos casos se legisla con conceptos jurídicos indeterminados (predicados valorativos) y en otros con normas precisas (predicados fácticos), cuál es el contraveneno para neutralizar el insidioso argumento de la pendiente resbaladiza tan a menudo presente en las discusiones jurídicas y muchas cosas más. Las explicaciones que ofrece el autor están desarrolladas con envidiable claridad, ilustradas con ejemplos vívidos, todos ellos excelentemente escogidos, y siempre escritas para cautivarnos con su sencillez. No es para sorprenderse. Ward Farnsworth es un hombre cultivado, con un espectro de intereses de insospechada amplitud. El lector debe saber que, entre los libros que tiene publicados en la última década, además de un manual de derecho del enriquecimiento injusto y un casebook sobre la responsabilidad extracontractual, figuran un tratado en dos volúmenes sobre cosas de ajedrez, un ensayo sobre la filosofía de los estoicos y hasta tres libros sobre retórica y estilo en la lengua inglesa.

He aquí, para los incrédulos, algunos datos que tomo de Wikipedia: W. Farnsworth, Restitution: Civil Liability for Unjust Enrichment, University of Chicago Press, 2014; Id., Casebook on the Law of Torts (con M. F. Grady), 3ª ed., Aspen Publishers, New York, 2019; Id., Predator at the Chessboard. A Field Guide to Chess Tactics, vols. I y II, Lulu Press, Morrisville-North Caroline, 2011; Id., The Practicing Stoic, Godine, Boston-Mass., 2018; Id., Farnsworth’s Classical English Rhetoric, Godine, Boston-Mass., 2010; Id., Farnsworth’s Classical English Metaphor, Godine, Boston-Mass., 2016; Id., Farnsworth’s Classical English Style, Godine, Boston-Mass., 2020.

3. “La doctrina es algo que solo tienen los juristas y los eclesiásticos”, recuerdo haberle oído decir más de una vez a Luis Diez-Picazo. Era la ironía de un hombre ilustrado. Vuelvo así al principio, al giro o vuelco hacia la ciencia. La progresiva reducción de toda experiencia a experiencia científica es ciertamente el signo de los tiempos. La experiencia científica se caracteriza por la observación del mundo sub specie quantitatis. El punto de vista de la experiencia doctrinal es de otra naturaleza. La observación tiene lugar más bien sub specie qualitatis (a veces incluso sub specie aeternitatis). El objeto de la indagación no son los efectos y las magnitudes, sino los conceptos y el sistema. El analista jurídico refleja perfectamente esa transformación en la mirada del jurista académico de nuestro tiempo. Los instrumentos que le interesan son precisamente aquellos a través de los cuales podemos establecer conexiones causales y relaciones cuantificables entre las entidades del mundo jurídico.

El derecho recobra así el vigor intelectual que había ido perdiendo en la modernidad y que, por más que nos pese a los juristas formados en las aulas de la dogmática, lo había colocado en una posición subalterna en el concierto de los saberes. Me viene aquí a la cabeza la irónica distinción que hacía Tierno Galván entre ciencias municipales y ciencias universales. Ni que decir tiene que en la taxonomía del viejo profesor la ciencia tradicional del derecho –la doctrina y la dogmática– era el prototipo de la ciencia municipal, cuyo sex appeal no estaba precisamente para tirar cohetes. La razón estriba en el punto de vista interno que, por su propia naturaleza –descripción, interpretación, argumentación, conceptualización y sistematización de los materiales autoritativos–, es irremediablemente un punto de vista local y contingente. Y con esos mimbres, la crítica, incluso la sorna, es fácil. El viejo cargo sostiene que la dama de la jurisprudencia no es la causalidad, sino la casualidad. La alternativa del derecho natural, sub specie aeternitatis, aunque se desprenda de la contingencia y la municipalidad, resulta aún menos prometedora desde el punto de vista “científico”. Es metafísica.

La formulación más celebre es conocida de sobra: “Indem die (Rechts-) Wissenschaft das Zufällige zu ihrem Gegenstande macht, wird sie selbts zur Zufälligkeit: drei berichtigende Worte des Gesetzgebers und ganzen Bibliotheken werden zu Makulatur” (J. H. von Kirchmann, Die Wertlosigkeit der Jurisprudenz als Wissenschaft, 1848, edición en facsímile de H. Klenner, Haufe Verlag, Freibug-Berlin, 1990, p. 37). Hay traducción española de A. Truyol Serra bajo el título La jurisprudencia no es ciencia, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 1983.

El encumbramiento moderno de la ciencia ha convertido la tradición, la experiencia, la sabiduría práctica, el lenguaje y el acervo de categorías doctrinales y de prácticas acumuladas a lo largo de la historia por una comunidad en pura doxa. Eso no significa sin embargo que ese conocimiento práctico y doctrinal deba tratarse como “material desechable”. El giro científico ha de tomarse con un grano de sal. Personalmente no creo que debamos abjurar de la dogmática. En su haber tiene realizaciones admirables desde el punto de vista intelectual y esquemas de valoración muy sabios. En este sentido hacemos nuestra la queja expresada por los pensadores conservadores más lúcidos frente a los excesos de la reacción positivista y racionalista de la ciencia (Pienso concretamente en M. Oakeshott, Ser conservador y otros ensayos escépticos, con magnífica introducción y traducción de Jorge del Palacio, Alianza, Madrid, 2017). Estoy seguro de que la queja también la haría suya Ward Farnsworth, cuyo punto de vista se caracteriza siempre por la modestia. Nada más lejos de su intención y de su talante moderado que las pretensiones imperialistas a las que sucumbieron algunos de sus maestros y colegas en los años de la conversión.

Dicho lo cual, he de admitir, no sin una pizca de nostalgia y de resignación, que las condiciones institucionales para el desarrollo de la dogmática tienen un futuro poco halagüeño en las mejores universidades. Un solo detalle es revelador. Las universidades, los institutos de investigación y las organizaciones que los financian, también en nuestro entorno europeo, cada vez más asignan los fondos disponibles sobre la base de la posición de los departamentos y los profesores en ciertos rankings objetivos. Como estos se basan crecientemente en la publicación en revistas y editoriales internacionales, las cuales a su vez seleccionan los artículos y libros que editan en función de su interés global y no meramente local, la presión hacia un tipo de estudio e investigación de corte más científico y menos doctrinal, más general y menos contextual, será inevitable.

4. Ya termino. Los estudiosos del derecho y los estudiantes de derecho de lengua española tenemos que agradecer al editor y al traductor que hayan puesto a nuestra disposición este libro luminoso, en el cual efectivamente están reunidas algunas de las ideas más interesantes que uno puede aprender o debería aprender –o, en mi caso, querría haber aprendido– en una facultad de derecho. La edición es buena y la traducción mejor. Ramon Girbau –abogado especializado en M&A y derecho de sociedades y socio de un gran despacho de nuestro país– tiene mucho mérito. No solo por haber puesto el ojo en esta obra y haber dado con un editor para ella, lo cual dice mucho acerca de la índole de sus aficiones e intereses. También por haberse echado a las espaldas, estando tan ocupado, la ímproba tarea de volcarla al castellano y, en fin, por haber cumplido la misión con tanta gracia y eficacia. El lector disfrutará del ritmo y el garbo de la traducción que nos brinda, en la que no falta alguna que otra licencia, comenzando por el mismo título o subtítulo en el que sorprende la culta “panoplia” en lugar de la más intuitiva “caja de herramientas”, en la que uno habría pensado de entrada. Nada que objetar, todo lo contrario: la traducción tiene un inevitable componente de negociación cultural y, en esa medida, requiere también de imaginación. Se trata al fin y al cabo de recrear el espíritu de un texto en otra lengua, en otra cultura e incluso en otro medio profesional. El ejercicio realizado por nuestro traductor, aunque a veces nos sorprende, nunca nos confunde.


* Esta entrada se corresponde con el Prólogo a la traducción española de la obra de Ward Farnsworth, El analista jurídico, Madrid 2020

La foto esta tomada de LAWDRAGON