Por Gonzalo Quintero

El conflicto entre el PSOE y su otrora gerifalte, Sr. Ábalos, ha vuelto a traer a la palestra el desgraciado tema de los aforamientos, que siempre ha estado en el ojo del huracán de las críticas a la justicia penal española. La causa es sabida: por motivos que no vienen al caso, el Sr. Ábalos se encuentra envuelto en un escándalo de corrupción y su Partido, el PSOE, le ha exigido que renuncie al acta de diputado, a lo cual, por el momento, el afectado se ha negado, y, al parecer, el argumento profundo es que desea mantenerse en la “protección” que, a su juicio, le confiere el aforamiento, que le aleja, en principio, de la posible acción del Juez de Instrucción.

Como es sabido, el aforamiento da lugar a que el conocimiento de una causa contra un sujeto beneficiado por esa circunstancia  no corresponda al Juez que en principio sería el competente, sino a un Tribunal distinto, sea el Tribunal Supremo o el Tribunal Superior de Justicia,  porque así lo determina  la ley,  que, por esa vía, cumple con la exigencia del art. 24 CE de que todos han de ser juzgados por el juez ordinario predeterminado por la ley. Esa separación en el trato no está mencionada en la Constitución, ciertamente, pero sí en leyes, algunas incluso de carácter orgánico, como son la de Enjuiciamiento Criminal (arts. 11, 12) ley de 9 de febrero de 1912 sobre enjuiciamiento de senadores y diputados, y arts. 57, 61. 65, 73, 82, 87 y 88, 89 bis, 94, y 100.2 de la Ley Orgánica del Poder Judicial.

Tradicionalmente se “justifican” los aforamientos razonando que ciertas funciones públicas exigen, para su correcto y tranquilo desempeño, que sus titulares gocen de la seguridad de que no serán inculpados sin unas especiales cautelas, garantía que, siempre, según el mismo razonamiento, ofrecen los Tribunales colegiados (Tribunal Supremo, Tribunal Superior de Justicia, e históricamente hasta la Audiencia Provincial) en mayor medida que los Jueces unipersonales, que, además, pueden conocer de procedimientos impulsados por una acción penal ejercitada por un particular y no por el Ministerio Fiscal, o por el deseo de alcanzar el ”estrellato”. Conviene recordar que para el Libro Blanco de la Justicia  de 1998 era preciso mantener los aforamientos como garantía del «desarrollo libre e independiente de cometidos considerados esenciales en el funcionamiento del aparato del Estado democrático”, idea que ha hecho suya incluso el Tribunal Constitucional (SSTC 61/1982, 90/1985 y 306/1992).

En la legislación española, se han conocido aforamientos en favor de las más variadas condiciones: ministro, parlamentario, general, obispo, magistrado, fiscal, alcalde, policía, no todas vigentes en la actualidad, aunque alguna ha tenido que ser expresamente cancelada a través de la declaración de inconstitucionalidad (así ocurrió con el aforamiento de los miembros de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad, según acordó el TC en sentencia de 28  de marzo de 1990).

En otro orden de consideraciones, la utilización del Tribunal Supremo (TS), al que van a parar los procesos contra parlamentarios nacionales como instancia penal única, genera serios problemas, para los que no está concebido. El TS es un tribunal de casación, no de enjuiciamiento ordinario. Cuando por mor del llamado aforamiento se fuerza al TS a actuar como Tribunal ordinario penal estallan de golpe todas las consecuencias. De entre esas, la más evidente, es la pérdida del derecho a la doble  instancia (que el hecho sea juzgado por dos Tribunales jerárquicamente relacionados), de manera que el superior pueda revisar lo que hizo el inferior. Ese es un derecho consagrado en el art.14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, pero que necesariamente resulta impracticable si la competencia se atribuye directamente al máximo órgano jurisdiccional ordinario, pues conviene  recordar que el Tribunal Constitucional no es «jerárquicamente superior» al Tribunal Supremo, sino máximo órgano interpretador de la Constitución, del mismo modo que el TS lo es de las leyes ordinarias, sin perjuicio de que en la interpretación o aplicación de éstas se pueda transgredir la Constitución ( a eso se orienta el recurso de amparo).

En segundo lugar, las leyes procesales, pese a todos sus defectos, están concebidas pensando en los Juzgados de Instrucción y en los Tribunales penales ordinarios, así como en una separación entre la instrucción y el juicio. Si la competencia  se atribuye directamente al TS resultará obligado aplicar esas reglas analógicamente, forzando una estructuración del proceso que partía de que la garantía casacional máxima de la instrucción y del fallo estaba situada en otra y superior jurisdicción. Cuando una Audiencia dicta sentencia tal decisión no gana firmeza si se anuncia el recurso ante el TS. Pero no sucede así cuando es el propio TS el que dicta la sentencia en primera, única y directa instancia. Naturalmente, la falta de firmeza de la sentencia hace que no pueda ejecutarse, y, habitualmente, el afectado continua en la misma situación personal en la que antes  estaba, aunque eso no sea una regla, y haya importantes excepciones, como que la sentencia fuera absolutoria y el sujeto absuelto hubiera estado hasta ese momento en prisión. En todo caso existe una base sobre la que pronunciarse, lo que no sucede cuando la sentencia es del propio TS a causa de un enjuiciamiento por aforamiento.

Ante semejante panorama caben dos actitudes: promover una reforma legal para regular las singularidades del proceso penal directo ante el Tribunal Supremo ( solución absurda que rehúye el problema de fondo) o bien, como sostienen  algunos penalistas y procesalistas, acometer la supresión de los aforamientos.

En todo caso, es llamativo el  modo en que la inmensa mayoría de los políticos de todos los colores y pelajes se aferran al mantenimiento de los aforamientos, sea ante el Tribunal Supremo o ante el Tribunal Superior de Justicia de su Comunidad Autónoma (aunque en estos casos hay menos problemas para preservar la doble instancia ), y el rechazo a las consecuencias a veces duras que tiene ser juzgados en instancia única y directa por el Tribunal Supremo. Para los parlamentarios existe, y no es poco, la inmunidad y la necesidad de que se conceda suplicatorio para proceder contra ellos. Añadir el aforamiento, del que disfrutan los parlamentarios y una serie de altos cargos, es a todas luces excesivo y perjudicial para los derechos de  terceras personas e incluso para los propios intereses del  sujeto aforado (recordemos la pérdida del derecho a la doble instancia).

El mentado argumento anclado en la “importancia de la función”, que exige una reflexión colegiada antes de inculpar a un cargo público, es difícil de cohonestar con los principios constitucionales de igualdad y sometimiento al juez natural y el significado que esa misma igualdad tiene como elemento consubstancial al sistema democrático.

No es casual que cada vez sea mayor el número de juristas españoles que entienden que en la práctica los aforamientos se establecen, sin decirlo así por supuesto, con el designio de hacer más difícil la acción de la justicia, esto es, como protección frente al peligro de decisiones contundentes de los jueces ordinarios, y que eso constituye una intolerable fractura del principio de igualdad. La experiencia  muestra además que la  lentitud del Tribunal Supremo y, en buena medida, de los Tribunales Superiores de Justicia, no hace sino dar la razón a los que opinan que el aforado tiene menos riesgos razonables de sentarse en el banquillo.

Para no ocultar ningún elemento en el análisis, también debe reconocerse que los desmesurados poderes de los que todavía hoy dispone el Juez de Instrucción en España hacen que sus decisiones, aun pudiendo ser corregidas por instancias superiores, dado el ritmo lentísimo de esos pasos, puedan realmente causar un daño grave. Pero no son admisibles las acusaciones veladas de posible arbitrariedad de un juez cualquiera, pues quien eso diga sostiene indirectamente que esa arbitrariedad acaso puede tener que soportarla resignado un ciudadano común,  pero nunca un cargo público, conclusión inadmisible.

¿Qué razones pueden justificar la vigencia de los aforamientos?

Lo cierto es que resulta dificultoso encontrar unas razones aducibles o presentables. Por supuesto no se trata de conseguir una aplicación del «café para todos» igualándonos en lo malo real o posible, sino de preservar el principio de igualdad y de sometimiento al juez natural determinado por la ley (artículo 24 de la Constitución), sin que esa ley a su vez señale para unos cuantos uno diferente del que correspondería por razón del lugar y de la materia.

El único camino equilibrado para proteger ese legítimo y respetable interés en que no se produzcan decisiones arbitrarias – afecten a un ministro, a un senador, a una cocinera o a un limpiabotas – pasa por reforzar las condiciones bajo las que los jueces instructores pueden acordar procesamientos o inculpaciones, lo que significa, ante todo, hacer realidad el principio acusatorio atribuyendo al Fiscal el monopolio de la acusación, sin perjuicio de regular la vía por la que los particulares, con la debida ayuda judicial, puedan forzar al Fiscal a emprender un proceso en el caso de que se niegue a hacerlo. Solo con ese mecanismo procesal se obviaría el supuesto riesgo de una inculpación precipitada por un particular ejerciente de la acción penal, que a su vez es atendida por un juzgador poco reflexivo.

Ya sé que son muchos los que están convencidos, y tienen ejemplos para reforzar su opinión, de que el Fiscal puede depender demasiado del Gobierno (recuérdese el reciente episodio en relación con los delitos de terrorismo y traición y las discrepancias entre la Junta de Fiscales de Sala y el Fiscal General en defensa de la opinión del Gobierno). Pero un episodio puntual no puede afectar a la validez de lo que es regla en toda Europa occidental. Si las decisiones las instase exclusivamente  un acusador público con pruebas y la imputación no dependiera de la sola voluntad del Instructor, muchos de los argumentos que se esgrimen a favor de la subsistencia de los aforamientos decaerían. Y eso se puede predicar respecto de todos los casos de aforamiento que contempla la actual legislación, con pocas excepciones, como es el caso de los propios jueces y fiscales o los miembros del Gobierno de la Nación, para reforzar las garantías frente a un intento de desestabilización.

El caso Ábalos

La decisión de un diputado, en riesgo de ser acusado, de mantenerse en su escaño para no perder el aforamiento, por sí sola, es un poderoso argumento a favor de la supresión de los aforamientos. Se podrán buscar explicaciones ‘humanas’, como la legítima resistencia a no admitir una posible acusación que se considera injusta por el afectado, pero hemos de volver al mal de raíz que reside en el modo en que nace y continúa un proceso, de lo que ya he hablado antes. Que el aforamiento buscado intencionadamente para eludir responsabilidades sea poco digno, o que dañe (aún más) a la figura , es cuestión que se aleja de las posibilidades materiales de este pequeño comentario. Pero lo cierto es que un sistema de control de la acusación (única y pública) resolvería muchos de los problemas jurídicos y políticos que se atribuyen a los aforamientos. La idea de transformar el aforamiento en un burladero es la peor ofensa y la más clara razón para acabar con ellos.


Imagen: Kiyoshi Saito