Por Juan Antonio García Amado
Juguemos con un ejemplo inventado, pero que estructuralmente y funcionalmente nos sirva. Imagínese que en la Constitución hay una norma NC que reza así:
“Todos los ciudadanos tienen derecho a circular libremente por el territorio nacional”.
Algo de ese estilo cuenta, por ejemplo, el art. 19 de la Constitución Española.
Si rige en ese ordenamiento una pauta o directriz interpretativa según la cual las normas infraconstitucionales (llamemos Ni a la norma infraconstitucional de que en cada ocasión se trate) deben ser interpretadas de modo favorable a los derechos fundamentales y entendemos, que NC es una norma de derecho fundamental, dicha pauta o directriz interpretativa puede ser entendida de dos maneras:
- Al interpretar Ni no se le puede asignar ningún significado que la haga incompatible con NC.
- De las interpretaciones posibles de Ni se debe optar en cada ocasión por aquella que más favorezca a NC. En nuestro ejemplo, por aquella interpretación de Ni que más extienda el derecho de los ciudadanos a circular libremente por el territorio nacional.
Examinemos ahora cada una de esas tesis y veamos su alcance y, eventualmente, sus problemas.
Al interpretar Ni no se le puede asignar ningún significado que la haga incompatible con NC
Esta es una tesis que para nada es específica de las normas de derechos fundamentales, sino una pura consecuencia del principio de jerarquía normativa. Rige, por tanto, para toda interpretación de una norma que la ponga a decir algo opuesto a una norma de superior jerarquía, aun cuando, por ejemplo, no se trate de una norma que otorgue derechos, sino de una que establezca obligaciones.
Imagínese una norma con rango legal (NL) que diga que todos los ciudadanos con rentas anuales superiores a sesenta mil euros deben pagar un diez por ciento de tales rentas en el impuesto sobre la renta. Y piénsese que hay una norma con rango de reglamento (NR), una norma infralegal, que puede ser interpretada de las siguientes dos maneras:
– Los ciudadanos que se hallen en la situación X y que tengan sesenta mil euros de rentas anuales deben pagar un diez por ciento en el impuesto sobre la renta (I1)
– Los ciudadanos que tengan sesenta mil euros de rentas anuales deben pagar menos de un diez por ciento en el impuesto sobre la renta (I2).
I2 convierte a NR, así interpretada, en contraria NL, que es norma superior. Por eso (a falta de una norma NL´ que permita excepcionar de ese modo a NL) estaría vetada, y no porque rija algo así como una pauta de interpretación favorable a las obligaciones legales.
En otras palabras, y generalizando, el principio de jerarquía normativa, seriamente considerado, no sólo impone la invalidez de los enunciados normativos contrarios a norma jerárquicamente superior, sino también la proscripción de toda interpretación opuesta a norma superior. Pues, de no ser así, la interpretación sería una vía para dejar en agua de borrajas, sin efecto, la jerarquía normativa. Esto vale tanto para la relación entre normas constitucionales e infraconstitucionales como para la relación entre normas legales e infralegales.
Así vistas las cosas, la pauta interpretativa de interpretación conforme a los derechos fundamentales es una manifestación más de la pauta de interpretación (de las normas infraconstitucionales) conforme a la Constitución, la cual, a su vez, es una manifestación más del principio de jerarquía normativa y vale pues, lo mismo, que una pauta de interpretación de los reglamentos conforme a las leyes (y a la Constitución).
La regla de fondo se puede formular así: no es jurídicamente admisible, no es conforme a derecho, una interpretación de una norma que cree una antinomia entre tal norma y una de superior jerarquía.
Cuando todas las interpretaciones posibles de una norma (sean varias esas interpretaciones posibles o sea una sola) hacen a esa norma ser opuesta a una de jerarquía más alta, esa norma inferior es inválida por causa de dicha antinomia y en virtud del principio de jerarquía. Cuando, siendo varias las interpretaciones posibles de una norma, las hay compatibles con la norma superior y las hay incompatibles (antinómicas) con ella, el principio de jerarquía fuerza a no escoger las incompatibles, única manera de no convertir esa norma interpretada en inválida.
De las interpretaciones posibles de NI se debe optar en cada ocasión por aquella que más favorezca a NC
Aquí no jugamos entre interpretaciones opuestas a o compatibles con la norma superior, sea cual sea la materia regulada por esas dos normas; es decir, ya sean normas que establezcan derechos, obligaciones o permisos.
Retomemos NC (“Todos los ciudadanos tienen derecho a circular libremente por el territorio nacional”). Añadamos que hay una norma legal NL que desarrolla NC en algún aspecto. Pongamos que las interpretaciones razonablemente posibles de NL son dos, I1 e I2. Sentado que compartamos un entendimiento básico de lo que significa “moverse libremente por el territorio nacional”, asumamos que, para ese derecho que NC otorga o reconoce, I1 de NL introduce una restricción e I2 de NL no introduce dicha restricción (ni compensa introduciendo, a cambio, una restricción distinta). Y bajo ninguna de esas interpretaciones es NL antinómica con NC (en eso está la diferencia con el supuesto anterior). Por tanto, la preferencia que se pueda trazar entre I1 e I2 de NL no está fundada en el principio de jerarquía de las normas.
Tomada acrítica o ingenuamente, la pauta de interpretación conforme a los derechos fundamentales podría hacernos pensar que en todo caso es preferible I2 a I1, puesto que es más ventajosa para el derecho fundamental en cuestión al ahorrarle una restricción. El problema está en que no es verdad que rija en nuestros sistemas jurídicos y constitucionales una pauta interpretativa que, en ese sentido, haga preferible la interpretación que evite las restricciones de derechos, ni siquiera de derechos fundamentales.
Entre otras cosas, y forzando el razonamiento casi hasta el absurdo, porque dicha pauta tendría su otra cara o complemento inevitable en la pauta que obligaría a interpretar restrictivamente toda norma que imponga a los ciudadanos obligaciones, sean obligaciones de hacer o de no hacer, ya que toda obligación de hacer o no hacer es, por definición, una limitación de alguna variante de la libertad y, en consecuencia, una limitación de algún derecho muy fundamental, un derecho de los más fundamentales entre los fundamentales.
Lo anterior resulta más que evidente, creo. Pero también sabemos cuál es la salida que la teoría suele dar, consistente en afirmar que la restricción de un derecho debe estar en alguna medida justificada por razón de la protección o ampliación de otro derecho; o de otro principio constitucional, aunque no sea un principio iusfundamental. De esta manera aterrizamos en el tema de la ponderación, tan en boga. Pero no se esfuman los problemas. Veamos por qué.
Una norma NL limita el alcance de aquel derecho establecido en NC (el derecho a circular libremente por el territorio nacional). Por ejemplo, NL dispone que, por regla general, los ciudadanos no podrán circular por aquellas partes del territorio nacional que tengan carácter militar y donde se desarrollen ciertas actividades militares, y que solamente podrán hacerlo las personas específicamente autorizadas para ello. Volvamos a suponer que de NL caben dos interpretaciones, y que una de ellas (I2) hace que sean menos los terrenos que a estos efectos tengan carácter militar y en los que, por tanto, esté de aquella manera limitada la circulación libre de los ciudadanos. Pues bien, nada hay en nuestros sistemas jurídico-constitucionales que fuerce a preferir I2, la interpretación menos restrictiva del derecho en cuestión.
¿Por qué? Porque en todos los casos de este tipo, en los que concurre no una sola, sino varias normas de igual rango (por ejemplo, constitucional), no hay norma ni pauta normativa ninguna que fuerce a preferir una u otra. Es decir, puede aparecer perfectamente justificada la elección de la norma restrictiva de derechos si se entiende que hay justificación suficiente en la otra norma en juego (en el otro bien que esa otra norma protege, sea o no un derecho o sea o no fácilmente reconducible a un derecho) para tal preferencia de la interpretación más restrictiva.
En el ejemplo anterior, viene a dar igual que la contraposición la hagamos entre el derecho a circular libremente por el territorio nacional (más o menos favorecido por una u otra de las dos interpretaciones) y un genérico principio constitucional (expreso o implícito, para quienes sostengan que hay también principios constitucionales implícitos) de seguridad nacional, o que la hagamos entre aquel derecho a circular libremente y el derecho de los ciudadanos a la seguridad (al que, a la postre, serviría el principio de seguridad nacional).
Parece bastante claro que siempre que un litigio jurídico se presenta como o se puede reconducir a un conflicto entre derechos, no puede regir la pauta interpretativa de interpretación favorable a los derechos. Pues en lo que un derecho se extiende, otro se limita. Es claro si pensamos en el caso prototípico de conflicto entre derecho al honor y derecho de libertad de expresión. Pero es que, además y sobre todo, cuando la pauta metódica que se indica para la resolución de tales casos es la de la ponderación, el campo ya no es el de la interpretación regida por pautas o directrices interpretativas (en cuanto criterios de elección entre interpretaciones posibles), sino uno distinto: el del “pesaje” de los derechos en juego; no, por consiguiente, el de la mejor interpretación posible del enunciado normativo.
Con esto no estoy dando la razón a los partidarios de la ponderación, sino simplemente subrayando que cuando de ponderar se trata, según esos partidarios, pierde casi todo su sentido invocar directrices interpretativas como la de favorabilidad de los derechos, en esos supuestos presentados como de conflictos de principios que caso a caso ha de ser resueltos mediante ese peculiar “pesaje”.
Ciertamente, la interpretación jurídica operativa es una actividad con una alta carga de discrecionalidad, por muchas directrices interpretativas que manejemos; si bien cuanto mayor sea el acuerdo sobre las directrices justificadas y sobre la directrices de segundo grado, tanto más iremos acotando dicha discrecionalidad, sin eliminarla jamás del todo. Por contraste, la ponderación no es una actividad meramente discrecional o altamente discrecional, sino una actividad libérrima. En la ponderación la discrecionalidad alcanza tan altísimo grado, que casi parece negarse a sí misma; y los “ponderadores”, en efecto, la niegan o la consideran marginal. En la teoría y práctica de la ponderación se fingen pesos y balanzas allí donde propiamente ni lo uno ni lo otro existe al margen del ponderador de turno. Y más en los casos difíciles por discutidos y discutibles.
Pero en este escrito breve no se trataba de examinar la ponderación y sus problemas. Simplemente, el que quiera ver si el ponderar por los jueces lleva frecuentemente o no a soluciones razonables y algo previsibles que examine la actual jurisprudencia de multitud de países en los que ese método ponderativo se ha acogido con entusiasmo. Con leer la jurisprudencia ponderadora estará todo dicho. La siempre inevitable discrecionalidad ni se evita ni se restringe negándola y disfrazando de constatación objetiva lo que es subjetiva elección. Y si buscamos racionalidad argumentativa, siempre la habrá mayor allí donde el juez intenta justificar con argumentos su elección que donde explica que pesó y salió eso, completamente al margen de sus personales opciones y preferencias. Porque si las cosas pesan, pesan lo que pesan y a lo que pesan no hay que darle muchas vueltas ni argumentar apenas: basta enseñar el aparato; o hacer como que se tiene. Se explica que se pesó y que ahí está el resultado; y listo.
Entendemos así por qué para principialistas y neoconstitucionalistas ponderadores la teoría de la interpretación jurídica ha perdido casi todo su interés.