Por Juan Antonio García Amado

 

Voy a defender tesis que han sido entre nosotros magníficamente sustentadas por Jordi Ferrer Beltrán (véase su artículo “El control de la valoración de la prueba en segunda instancia”), Marina Gascón Abellán (en su obra “La prueba judicial: valoración racional y motivación”), Jordi Nieva Fenoll (véase su trabajo “Inmediación y valoración de la prueba: el retorno de la irracionalidad) o Perfecto Andrés Ibáñez (por ejemplo, en su escrito “Sobre el valor de la inmediación (una aproximación crítica)”, entre otros. Defenderé esas tesis a mi manera y lo haré con apoyo en lo que se dice en una buena sentencia.

Leamos el siguiente fragmento de la sentencia 21/2023 de la Sala Penal del Tribunal Supremo español, de la que es ponente el magistrado Miguel Colmenero Menéndez de Luarca:

“El derecho a la presunción de inocencia reconocido en el artículo 24 CE implica, en el marco del proceso penal, que toda persona acusada de un delito debe ser considerada inocente hasta que se demuestre su culpabilidad con arreglo a la Ley, y, por lo tanto, después de un proceso con todas las garantías, (artículo 11 de la Declaración Universal de los Derechos Humanos; artículo 6.2 del Convenio para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales, y artículo 14.2 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos). Como regla de juicio en el ámbito de la jurisdicción ordinaria, se configura como derecho del acusado a no sufrir una condena a menos que la culpabilidad haya quedado establecida más allá de toda duda razonable (entre muchas, últimamente, STC 78/2013, de 8 de abril, FJ 2, STC 185/2014). Todo ello supone que se haya desarrollado una actividad probatoria de cargo con arreglo a las previsiones constitucionales y legales, y por lo tanto válida, cuyo contenido incriminatorio, expresa y racionalmente valorado de acuerdo con las reglas de la lógica, las máximas de experiencia y los conocimientos científicos, sea suficiente para desvirtuar aquella presunción inicial, permitiendo al Tribunal alcanzar una certeza que pueda considerarse objetiva, en tanto que asumible por la generalidad, sobre la realidad de los hechos ocurridos y la participación del acusado, tanto en los aspectos objetivos como en los subjetivos, de manera que con base en la misma pueda declararlos probados, excluyendo sobre los mismos la existencia de dudas que puedan calificarse como razonables. A través de la prueba deben quedar acreditados todos los elementos fácticos, objetivos y subjetivos, que sean necesarios para la subsunción” (fundamento 1. El subrayado es mío).

Júntese lo que ahí se dice con esto otro, que en la sentencia viene a continuación:

“El control casacional se orienta a verificar estos extremos, validez y suficiencia de la prueba y racionalidad en su valoración, sin que suponga una nueva oportunidad para proceder de nuevo a la valoración del material probatorio, de manera que no es posible que el Tribunal de casación, que no ha presenciado las pruebas personales practicadas en el plenario, sustituya la realizada por el Tribunal de instancia ante el cual se practicaron.

Cuando se trata del recurso de casación en procedimientos en los que, tras la reforma operada por la Ley 41/2015, existe un recurso de apelación previo a la casación, al igual que ocurre con los seguidos conforme a la Ley Orgánica del Tribunal del Jurado, la valoración de la prueba efectuada por el Tribunal de instancia, ya ha sido previamente revisada por el Tribunal Superior de Justicia al resolver el recurso de apelación, donde, sin incidir en los aspectos que dependen directamente de la inmediación, deberá haber procedido a analizar la fiabilidad y el poder demostrativo de las pruebas valoradas y a verificar si, en un análisis racional, permiten alcanzar la certeza necesaria para dictar una sentencia de condena. En consecuencia, en estos aspectos, ya se ha dado cumplimiento a la exigencia contenida en el artículo 14.5 del Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos, en cuanto reconoce el derecho de toda persona declarada culpable de un delito a someter el fallo condenatorio y la pena a un Tribunal superior”.

Ahora sinteticemos los puntos que nos interesan para ver que toda la jurisprudencia actual y casi toda la doctrina está en un callejón sin salida por causa del papel que se sigue atribuyendo a la inmediación.

(i) La condena penal exige que los hechos incriminatorios hayan quedado probados más allá de toda duda razonable.

(ii) Por tanto, el grado de certeza a que el juzgador ha de llegar para que pueda tenerse por derrotada la presunción de inocencia es “una certeza que pueda considerarse objetiva, en tanto que asumible por la generalidad”, excluyendo que sobre la realidad de los hechos ocurridos y la participación del acusado puedan quedar “dudas que puedan calificarse como razonables”.

(iii) Aquí introduzco algo más que lo que está en los fragmentos copiados, pero que es doctrina común y siempre repetida, también en dicha sentencia: al juez que valoró la prueba y juzgó le toca argumentar esa valoración suya y en apelación y en casación se fiscaliza que en el razonamiento judicial sobre la prueba no se contengan elementos incompatibles con la experiencia, la lógica y el saber científico. Leamos de nuevo (sigue siendo el fundamento 1):

“Desde esta perspectiva, el control que corresponde al Tribunal Supremo, cuando se alega vulneración de la presunción de inocencia, se concreta, en realidad, en verificar si la respuesta que ha dado el Tribunal de apelación ha sido racional y ha respetado la doctrina del Tribunal Constitucional y de esta Sala Segunda sobre el alcance de la revisión, sobre la motivación y sobre la validez de las pruebas. En definitiva, se concreta en cuatro puntos: a) en primer lugar, si el Tribunal Superior de Justicia, al examinar la sentencia del Tribunal del Jurado, se ha mantenido dentro de los límites de revisión que le corresponden; b) en segundo lugar, si ha aplicado correctamente la doctrina de esta Sala y del Tribunal Constitucional sobre la necesidad de motivar la valoración de la prueba, tanto al resolver sobre la queja de falta de motivación, en su caso, como al fundamentar sus propias decisiones; c) en tercer lugar, si ha respetado la doctrina de esta Sala y del Tribunal Constitucional acerca de las garantías y reglas relativas a la obtención y práctica de las pruebas, con objeto de determinar su validez como elementos de cargo; d) en cuarto lugar, si el Tribunal de la apelación ha resuelto las alegaciones del recurrente sobre la existencia de prueba de forma racional, es decir, con sujeción a las reglas de la lógica, a las máximas de experiencia y a los conocimientos científicos, examinando adecuadamente si el valor demostrativo de la prueba de cargo, dentro del cuadro probatorio en su conjunto, justifica la declaración de hechos probados”.

Sentado queda, pues, que hay que motivar la valoración de la prueba y hay que hacerlo con objetividad y suficiencia.

(iv) Y aquí llegamos a lo que denomino aporía, una especie de incongruencia interna que no deja salida racionalmente transitable. Desgranemos los ejes del asunto:

a) El juez penal tiene que valorar las pruebas cuya práctica y exposición haya presenciado en vivo, personalmente, porque se presupone que es determinante la impresión subjetiva que en él produzcan cosas tales como el tono de los testigos, la actitud de los peritos, el modo de expresarse del acusado…

b) Si la inmediación es tan importante, es porque se asume que el juicio sobre las pruebas tiene un componente de percepción inmediata, fuertemente intuitivo, algo de eso que en las relaciones humanas llamamos “química” y que apenas podemos explicar. Así, la mirada esquiva de esa persona que me acaban de presentar me hace sentir que es poco fiable, el modo en que me aprieta la mano ese que me saluda me hace confiar en que es una persona seria y considerada, el que apenas me roce la mejilla la persona que como saludo me besa me lleva a verla como fría, distante y desconfiada, lo alto que habla en el restaurante uno de los comensales funda mi sospecha de que es persona ordinaria y sin formación ni modales… Y resulta que todo eso son siempre prejuicios con cierta base inductiva, tal vez, pero también por experiencia sabemos que constituyen fuente de errores e injusticia.

Pero eso es lo que todavía significa la inmediación en el proceso y en relación con la prueba y su valoración, aunque sobre el trasfondo de una confianza grande en que el juez experto no ceda tan fácilmente al prejuicio, el sesgo o la interpretación apresurada de ciertos gestos sutiles.

c) Por suerte, nos estamos librando de la perniciosa idea de que motivar la valoración de la prueba no tasada equivale a un así lo siento yo, así lo capté o de ese modo lo entendí, que para eso el juez soy yo y el juicio que sobre las pruebas cuenta es el mío.

d) Pero aquí llegamos al meollo del problema, pues el sentido con que se defiende la importancia de la inmediación es justamente el del “para mí”. En otras palabras, al juez de primera instancia le estamos diciendo que se guíe por sus sensaciones al presenciar las pruebas, pero que justifique esa valoración suya, consistente en su “sensación”, mediante argumentos que a todo lector potencial le puedan servir para pensar que él habría tenido la misma “sensación” estrictamente personal si hubiera estado en el lugar de ese juez, aun cuando, puesto que no estaba allí, no puede tener “sensación” ninguna y solo le queda mirar si el otro justifica objetivamente sus apreciaciones subjetivas. Ese es el quid de la cuestión y por eso no tiene salida el tema mientras no mandemos a paseo tal función de la inmediación.

Dicho todavía de un modo más: es misión imposible y no lleva más que a la melancolía el pretender que argumentativamente se acredite la certeza objetiva sobre una impresión que a la vez se reconoce como intrínsecamente subjetiva, como resultante de una interacción estrictamente personal y de la formación de un juicio basado en apreciaciones sensoriales inmediatas e impresiones que si se pueden objetivar, hacen innecesaria la inmediación y que si están inextricablemente ligadas a la inmediación malamente se podrán objetivar. Porque decir que no creí aquel testimonio porque vi que le temblaba la voz al testigo y capté que era porque probablemente mentía no es objetivar nada, igual que no es objetivar una valoración culinaria el decir que no me gusta este plato porque me sabe a zanahorias.

Voy a ilustrarlo con una comparación a mi estilo. Usted anda buscando pareja para un proyecto de vida largo y asume la regla de que no puede decidirse por candidato o candidata sin previa interacción, sin haberse tratado en persona unos buenos ratos y lo más cercanamente que se pueda. Por eso no le es dado elegir con solo mandar a un amigo cercano o a su mamá a entrevistar a las candidatas o los candidatos, y bien razonable parece esa regla. Resulta razonable, sí, pero porque se da por sentado que ella o él han de gustarle y hacerle tilín a usted y no a su severa mamá o a su amigo, que vaya usted a saber qué clase de desalmado puede ser. Es decir, estimamos muy importante el principio de inmediación en tema de valoraciones sentimentales y decisiones amorosas.

Bien, usted sale a cenar y tomarse unos traguitos hoy con Fulanita o mañana con Menganito y se hace su idea porque uno le pareció que ni fu ni fa y el otro provocó en usted variadas reacciones estimulantes y palpitaciones sin cuento. Pues ya se decidió, pero en casa le piden sus hermanos y sus padres que motive su elección, que argumente para despejarles las dudas posibles, pues no están nada seguros ellos de haber escogido igual en su lugar y tampoco es que se fíen mucho de la agudeza de sus juicios, pues quién sabe si la ansiedad nubla el seso.

Así que usted ahora va y explica por qué eligió a Pepe o Pepa tras esa cena amable y esos tragos tórridos. Dice que pues porque fue quien más le gustó, emocionó, excitó y le hico soñar con ovejas eléctricas. Pero de inmediato esos interlocutores consanguíneos le hacen saber que no vale la libre apreciación de los novios y que hay que objetivar fuertemente la decisión. Y ahí está usted, en tesitura tal que esta: había otros u otras físicamente más atractivos, pero escogió a quien escogió por algo inefable que le provocaba su presencia tan cercana; los había con varias carreras y dineros abundantes, pero justo en ese instante pensó que los títulos universitarios poco garantizan y que el dinero no da la felicidad, mientras que en semejante caer de párpados había promesas tan sugerentes como imprecisas.

De acuerdo, ya dijo todo eso. ¿Ha conseguido objetivar su elección y se despeja en el auditorio toda duda razonable? Que usted no dudó es obvio. Que su juicio bien constante está motivado por los efectos de la inmediación es claro. Que si sus interlocutores han admitido que la decisión tiene que tomarla usted después de evaluar en vivo a los candidatos o candidatas también está fuera de dudas. Pero ¿cómo diantre objetiva usted, ante ellos, una elección que ellos mismos admiten que es subjetivamente suya y que debe basarse en impresiones más que en cálculos y estadísticas? No hay salida. O justificar su elección consiste en un discurso poético sobre sus personales impresiones en un marco de emoción, y entonces es absurdo pedir objetividad y certezas intersubjetivamente compartibles, o consiste en aplicar parámetros de elección objetiva de la mejor pareja, combinando riqueza, cultura, algo de belleza y habilidades sexuales y culinarias, y entonces no merece respeto objetivo su preferencia subjetiva.

Mi propuesta es que en la valoración amorosa se dé toda la importancia a la inmediación la inmediatez y la subjetividad apasionada y que en la valoración de la prueba procesal se conceda toda la relevancia a la objetiva exposición sobre los contenidos de cada prueba, en el más amplio sentido de la expresión. Lo que sienta el juez mientras contempla la deposición de un testigo que se ruboriza y al que le tiemblan las manos nos importa un rábano, a no ser que se nos muestren estadísticas fiables sobre la relación entre rubor, temblor de manos y verdad. En cuyo caso yo mismo me propongo como sujeto experimental, pues he de reconocer que el día que me casé con mi amada Pilar estaba rojo como un tomate, se me movían solas las manos al dar el sí y ni siquiera me acordaba bien de cómo habíamos llegado tan lejos. ¿Serán pruebas válidas de la nulidad de mi matrimonio? Por suerte, no había jueces ente los invitados ni manejaba el oficiante un tratado de argumentación racional sostenible.

Por último, una pequeña aclaración. No digo que carezca de sentido el llamado principio de inmediación. Hay, sin duda, buenas razones para mantenerlo, relacionadas con las dinámicas de interacción que en un proceso tienen pleno sentido. Lo único que he querido defender es que la impresión inmediata del juez no tiene por qué considerarse la base de su valoración probatoria, y especialmente si luego razonablemente se le exige que objetive su juicio con argumentos que todos podrían asumir.

Ciertamente, la generalidad de las personas puede asumir que si lo que importa fue lo que el juez de cerca captó, ha de valer el argumento de que tal o cual prueba la consideró plenamente fiable porque así fue como él la percibió, pero hace tiempo que la mejor teoría y jurisprudencia han dicho que ni la libre convicción es eso ni eso vale como motivación suficiente de la valoración de la prueba. Así que o cambiamos la exigencia argumentativa y volvemos al vicio de la libre valoración como valoración intuitiva y muy personal, cosa que no parece razonable, o nos olvidamos de ese tópico de que la valoración de la prueba por el juez en cuya presencia se practicó no puede ser propiamente revisada porque lo determinante es la inmediación y ningún argumento puede reemplazarla como fuente de conocimiento sobre las pruebas. Creo que esta última es la salida más razonable y que mejor satisface las garantías del debido proceso y, en lo penal, de la presunción de inocencia.

Algo habrá que hacer, vía regulación procesal, para que no sea motivo válido de recurso el mero cuestionamiento de la valoración judicial de la prueba en primera instancia, y probablemente tal problema haya que solucionarlo afinando mucho las exigencias argumentativas que haya de satisfacer el recurrente que la alega. Pero eso ya es harina de otro costal y tema para otro día.


Foto: JJBOSE