Por Juan Antonio Lascuraín

 

El tema de las libertades comunicativas y sus límites me parece un tema apasionante por dos razones: porque es una cuestión nuclear de la democracia y porque suscita la dificultad de la ponderación en la colisión de bienes constitucionales. Esta dificultad es tanto mayor cuanto más concreto sea el problema. Quizás podamos ponernos de acuerdos en parámetros abstractos de ponderación del estilo “debe primar la expresión sobre el honor si la afectación a este resulta necesaria para la exposición de una opinión política”, pero nos cueste más avalar en concreto un artículo de opinión: su lesividad para un tercero, su contenido de interés público, la necesidad de aquella para este. Decía Rawls que en materia de justicia puede resultar fácil ponerse de acuerdo en lo abstracto, pero que es mucho más difícil consensuar en lo concreto, cuando las ideas abstractas coliden en un caso con otros parámetros abstractos de justicia. Surgen ahí burdens of judgment, lastres o cargas o insuficiencias del análisis – insuficiencias de datos o de diferenciaciones – que llevan al disenso a ciudadanos razonables.

Recuerdo sufrir esa carga cuando trabajé como Letrado del Tribunal Constitucional, pesada porque su doctrina se empeña en realizar su misión de amparo de los derechos fundamentales– sea eso de “amparo” lo que sea desde el año 2007 – a través del análisis de los conflictos que suscitan los daños expresivos desde una perspectiva estrictamente concreta. El Tribunal no advera sin más si en la sentencia impugnada el órgano judicial utilizó los parámetros constitucionales de resolución del conflicto, sino, además, si el resultado de esa concreta ponderación fue constitucionalmente correcto: si coincide con el que el propio Constitucional hubiera realizado.

Creo que este enfoque no es el más correcto, y esa es la primera de las tesis a las que me refiero con el título de esta entrada. Las otras provienen del rigor, y en algún caso, de la falta de rigor con el que se castigan los excesos expresivos. Las enuncio así:

  • en su labor de amparo de la libertad de expresión, el Tribunal Constitucional debería limitarse a comprobar que las sentencias judiciales utilizaron el canon constitucional pertinente y no a analizar directamente el caso enjuiciado;
  • el recorte del área de lo típicamente prohibido que supone la aplicación de la causa de justificación consistente en el ejercicio de las libertades de expresión e información hace que difícilmente pueda declararse inconstitucional un enunciado penal en cuanto contrario a las mismas;
  • los excesos expresivos deberían ser sancionados judicialmente con sanciones no penales;
  • en la era de la comunicación fácilmente masiva son insuficientemente preventivas las penas para las injurias al margen del discurso político;
  • el contexto humorístico disminuye relevantemente la lesividad de la expresión.

 

El Tribunal Constitucional no debería evaluar el sabor de la paella

En el caso Tasio Erkizia se discutía si sus gestos y manifestaciones en el Homenaje a Argala, en 2008, suponían una extralimitación de la libertad de expresión política y por ello podían ser tildadas después como conductas antijurídicas de enaltecimiento y justificación del terrorismo, que es lo que habían determinado los tribunales de lo Penal. La mayoría (STC 112/2006) dijo que sí; un incisivo voto particular del magistrado Xiol proponía que no; el TEDH acabó por dar la razón al demandante (STEDH 22.06.21).

Cuando el Tribunal Constitucional se enfrenta a conflictos de este tipo y se le pregunta “¿se ha vulnerado la libertad de expresión?” tiene dos maneras de afrontarlos. Una, que es la que practica, es la misma de los órganos judiciales: analizar el comportamiento concreto, determinar si en el mismo hubo o no exceso en el ejercicio de la libertad de expresión, y comparar su resultado con la sentencia recurrida en amparo. La segunda, que es la que creo que debería practicar, es la de limitarse a analizar si el acto de los poderes públicos, la sentencia recurrida, se ajustó a los cánones constitucionales: si hubo una ponderación de que concurría una expresión, que la misma era política (de interés público) y, en supuestos como el caso Erkizia, si concurría una incitación “siquiera indirecta” a la violencia. Podrá ser más o menos incisivo en la exigencia de elementos de la ponderación pero lo que no deberá es enjuiciar su resultado. Podrá ser más o menos exigente con el concepto de paella (arroz, verduras, gambas), pero no evaluar su sabor si los mismos concurrían.

En el caso Erkizia el amparo podría haber provenido de que el Constitucional entendiera que en el caso concreto la paella tenía mal sabor, a pesar de que tenía todos sus ingredientes (enfoque primero), o de que en realidad no era una paella, porque le faltaba la verdura: en los términos expresados por el voto particular de Xiol, no se dio una ponderación específica de la incitación a la violencia (que termina siendo el reproche del TEDH: § 51) (enfoque segundo).

¿Por qué es la segunda estrategia la correcta? Por tres tipos de razones:

1. Porque el recurso de amparo es un recurso contra actos del poder público: no se trata de enjuiciar los actos de los particulares (si, por ejemplo, el que se expresa lo hace injustificadamente a costa del honor de la víctima), sino de enjuiciar si el tribunal que enjuició el conflicto aplicó la Constitución y lo hizo adecuadamente. Creo que esto es especialmente pertinente con el nuevo amparo, que no es un recurso en sentido estricto sino una ocasión para interpretar los derechos fundamentales.

2. Creo que en este tipo de conflictos puede haber más de una solución constitucionalmente aceptable y que lo que hace el Tribunal Constitucional es imponer la solución constitucionalmente óptima. A mi juicio, el esquema constitucional de distribución de tareas normativas y jurisdiccionales en materia de derechos fundamentales señala que el Constituyente establece un marco de relativa amplitud que el legislador desarrolla, verbo este que utiliza la Constitución, siempre con respeto al contenido esencial del derecho y siempre con restricciones proporcionales, y el juez aplica conforme a tal desarrollo. De hecho, por ejemplo, el legislador podría optar por sancionar menos los excesos expresivos, por proteger menos los bienes implicados, y penar solo las incitaciones directas a la violencia. Frente a ello, lo que la jurisprudencia constitucional sugiere en materia de honor y de libertades comunicativas son una de estas dos tesis, creo que incorrectas:

– o que existe una regulación precisa, inferida por la jurisprudencia constitucional, que el legislador debe plasmar y el juez aplicar,

– o que la función del Tribunal Constitucional es la de velar, no porque la solución al conflicto sea una de las constitucionalmente posibles, sino porque sea la constitucionalmente idónea.

3. Y tercer argumento: para decidir sobre el caso y no sobre la resolución judicial, el Tribunal Constitucional está en una posición de conocimiento de lo sucedido de menor fiabilidad que el órgano judicial, en asuntos donde suele estar imbricado lo fáctico con lo jurídico, donde es muy importante saber qué se dijo, en qué contexto, con qué gestos, con qué intención.

 

No existen (casi) enunciados penales inconstitucionales ex libertad de expresión

Hace unas semanas publiqué el siguiente tuit:

“Libertad de expresión: ¿está bien que tengamos un tipo penal (510.1 b CP) que castigue con hasta 4 años de prisión la [mera] facilitación del acceso a un escrito [meramente] idóneo para incitar [solo] indirectamente [no a la violencia sino] a la hostilidad hacia ciertas personas?”

Un estimado colega constitucionalista, especialista en estos temas, respondió: “Ni bien ni mal: inconstitucional”.

Su respuesta, que obtuvo muchos likes, me hizo pensar: ¿estamos ante un enunciado inconstitucional sin más?; si así se cuestionara ante él, ¿debería el Tribunal Constitucional eliminarlo del Código Penal?

Creo que no. Como otros preceptos (piénsese en los tipos de blanqueo o de promoción ilegal del consumo de drogas), el 510.1.b CP contiene un tipo penal redactado a priori en términos semánticamente muy abarcativos pero que el juez penal puede y debe recortar interpretativa y aplicativamente. Debe limitar el área normativa de lo prohibido a las expresiones que supongan una incitación a la violencia. Y además puede hacerlo muy fácilmente, aplicando la causa de justificación del ejercicio de un derecho (art. 20.7º CP).

Solo cabría la inconstitucionalidad del enunciado si no tiene salvación interpretativa, que creo que es lo que sucedía con la negación del genocidio: es siempre una valoración sobre un asunto de interés público y per se nada dice de la bondad de lo negado (cosa que pudiera entenderse como un aliento a su repetición). Más bien la negación parte de la maldad del hecho y por ello se niega.

 

Que los tribunales impongan sanciones administrativas

Uno de los límites de la represión penal de los excesos en el ejercicio de las libertades comunicativas es la proporcionalidad. Como es bien conocido, condición de legitimidad de la intervención penal es la de que persiga un bien legítimo, que sea idónea para alcanzarlo, que no sea sustituible por otra medida pública de menor intensidad coactiva y que sean mayores sus beneficios que sus costes medidos en términos de valores constitucionales. Pues bien: dentro de los costes que deben computarse de los tipos penales de expresión está el de su potencial disuasor del ejercicio de las libertades comunicativas, el denominado efecto de desaliento del ejercicio de los derechos fundamentales, doctrina que sostienen tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal Europeo de Derechos Humanos y que surge precisamente en materia de libertad de expresión.

Esta doctrina viene a decir lo siguiente. Es obvio que el legislador puede penar el exceso en el ejercicio de los derechos fundamentales que sea injustificadamente lesivo para otros. Piénsese en el ejercicio violento del derecho de huelga o en una información periodística calumniosa. Pero deberá hacerlo selectiva y prudentemente si se tiene en cuenta que en materia de derechos fundamentales, y esto pasa desde luego con la libertad de expresión, suele ser borrosa la frontera que separa lo lícito de lo ilícito. Si no está muy claro cuándo expresivamente cometo un delito, y si sucede que si lo cometo me envían a la cárcel, lo que haré, por si las moscas, será no expresarme, no ejercitar mi derecho fundamental. La dureza de la pena y su incertidumbre lo que conseguirán es el desproporcionado e inconstitucional efecto de disuadir del ejercicio de los derechos fundamentales. Esto es por cierto lo que explica que en nuestro ordenamiento sea tan baja la pena en los delitos de injurias o calumnias, o las reticencias judiciales a condenar por coacciones en el marco de un conflicto laboral.

La teoría del efecto desaliento le dice, pues, al legislador – y, en la medida en la que le corresponde, al intérprete -: “haga al menos una de estas dos cosas: fije con nitidez la frontera del ejercicio del derecho fundamental o sea prudente en la sanción de su exceso”. Como basta leer nuestra jurisprudencia constitucional de 40 años años para darse cuenta de que no es posible fijar nítidamente la frontera del ejercicio legítimo de la libertad de expresión, la alternativa parece estar en la contención de la sanción de sus excesos. La pregunta ahora es: ¿podemos ser tan prudentes en la sanción como para renunciar a la pena, al Derecho Penal?

Porque de la pena, por cierto, nos imponen dos cosas: que ande por ahí la cárcel (directa, indirectamente o como medida cautelar) y el componente de reproche social que comporta. Ser ya un imputado es ser un apestado, cosa que no ha evitado la cosmética de llamarle investigado.

Esto es realmente complicado. No existen apenas infracciones administrativas de expresión. Y cuando existen son polémicas, como en el caso de la Ley catalana de Comunicación Audiovisual o la Ley madrileña de igualdad.

Lo son, porque lo que es polémico y creo que poco estudiado es el ámbito de la potestad sancionadora de la Administración en función de heterotutela. No parece corresponder enteramente a la realidad el paradigma de que el reparto protector entre el ordenamiento penal y el administrativo obedece a razones cuantitativas: que las más leves sanciones administrativas se imponen a los ilícitos leves, respecto a los que las penas darían un sensato paso atrás. No es así al menos para la protección de bienes tan personales como el honor o la intimidad y para, a su vez, la limitación de ciertas libertades básicas, tareas para las cuales nuestra tradición indica que desconfiamos de la Administración.

Lo que quiero decir es que quizás no podamos buscar en el Derecho Administrativo sancionador la protección a la que renunciamos en el Derecho Penal. Y que tampoco la encontraremos en el Derecho Civil, que nos aportaría, sí, la garantía judicial, pero que no busca directamente prevenir, sino indemnizar. Cuando sí busca tal prevención con “indemnizaciones punitivas”, transmite la sensación – o nos la transmite a los penalistas – que lo que hace es sancionar sin suficientes garantías.

La paradoja es, pues, que hay razones procedimentales para que los límites a la expresión política sean solo o fundamentalmente límites penales, y que a la vez hay razones materiales, de proporcionalidad, para que los límites no sean penales. Hasta ahora la cuadratura del círculo ha pasado por penas leves y por una interpretación generosa de la justificación penal ex expresión. Creo que debería pasar, pero esto habría que inventarlo, por un sistema judicial de sanciones no penales. Ya lo propuse en otra entrada (https://almacendederecho.org/la-libertad-expresion-codigo-penal).

Por cierto, esto es lo que se ha hecho, en otro ámbito y por otras razones, en Italia o en Alemania para las sanciones a las personas jurídicas.

 

La libertad de expresión no política: una hermana gorrona

En la STS 344/2020, se juzgó el siguiente caso. Un exempleado despechado cuelga en las redes diversos anuncios en los que su exjefa, con su teléfono particular, solicitaba con un ardor aquí irreproducible encuentros sexuales, lo que, entre otras cosas, acarreó a la víctima un sinfín de llamadas. Tras una absolución inicial fue condenado el acusado a la tremenda pena del pago de una multa de 1260 euros.

Este caso es significativo de lo que expuse en mi entrada “El honor y el Código Penal”. Que existen demasiados miramientos penales frente a la expresión no política, que no se protege suficientemente el honor frente a la injuria o a la calumnia desligadas de la información u opinión sobre lo público. Este déficit de prevención radica en la levedad de las penas y en la selección de autores que procura el artículo 30 CP, que tienen su sentido en la preservación de la opinión política, pero ninguno en la que no lo es, máxime en el mundo en el que vivimos, de fácil acceso a la comunicación masiva.

La expresión no política se ha convertido en una especie de hermana gorrona de la expresión política, colándose en la fiesta propia de su privilegiado estatus. Y esto, que no nos pareció nunca muy grave, hoy lo es debido a la red.

 

El humor cuenta

Termino con mi última tesis, la quinta: el humor cuenta para evaluar la lesividad de la expresión.

Aquí el caso estrella es la famosa portada de El Jueves de los entonces príncipes de España (SJCP 62/2007, de 13 de noviembre), cuya persecución judicial produjo lo que los anglosajones llaman el efecto Streisand (el strepitus fori): la pena sirve a la publicidad de un delito que consiste en la publicidad. Otra buena razón para ser estreñidos con la pena y para confirmar que los delitos de injurias y calumnias, con víctimas concretas, sean delitos “privados” desde la perspectiva procesal.

Que el contexto sea humorístico tiene que ver con dos factores de disminución del injusto.

El primero, especialmente visible en el mundo del cómic, es el de que el humor nos introduce en un mundo de ficción en el que quedan diluidas las afrentas o las amenazas al orden público.

El segundo radica en que algunos de los delitos expresivos son delitos en lo que la lesividad, como ha expuesto brillantemente Fernando Molina, depende de elementos de la actitud interna comunicativamente objetivados, de elementos subjetivos que plasmen una determinada actitud hacia la víctima. Como demuestran las expresiones entre amigos, no infrecuentes en nuestra cultura, con insultos solo aparentes, o esas pesadas bromas que después perdonamos con facilidad, el contenido objetiva y predominantemente jocoso de una expresión puede disminuir o eliminar el daño psíquico propio de una humillación o la seriedad propia de la incitación a la violencia.

 

Conclusión: cinco tesis sobre la libertad de expresión.

Primera. El Tribunal Constitucional como tribunal de amparo debe limitarse a evaluar si la ponderación judicial es constitucionalmente conforme. No debe analizar el conflicto concreto. No debe evaluar si la solución judicial es la óptima.

Segunda. Los enunciados de delitos expresivos difícilmente van a ser inconstitucionales, en la medida en que van a ser susceptibles de interpretación constitucionalmente conforme a través de la justificación por el ejercicio de un derecho.

Tercera. Los excesos expresivos deberían constituir ilícitos no penales enjuiciados por jueces.

Cuarta. El honor y la intimidad están infraprotegidos frente a la expresión no política.

Quinta. Por razones objetivas y subjetivas el contexto humorístico puede disminuir o eliminar el injusto del hecho.


Foto: JJBOSE