Por Jesús Alfaro Águila-Real

 

A propósito de Chetty, Raj. 2015. «Behavioral Economics and Public Policy: A Pragmatic Perspective.» American Economic Review,105(5): 1-33

 

En lo que sigue, y al hilo del trabajo de Chetty, trataré de argumentar por qué la Psicología Económica (Behavioural Economics) no es un buen programa de investigación en el sentido de Kühn para el análisis de la conducta humana. Ni siquiera adoptando, como propone Chetty, una perspectiva pragmática se logra salvar. Trataré de argumentar que los problemas detectados por la Psicología Económica en el paradigma neoclásico no son problemas de la racionalidad de los individuos sino de extensión de los mercados: los individuos racionales – el homo oeconomicus – pueden adoptar decisiones racionales en entornos de mercado, de modo que el paradigma neoclásico se ocupa sólo de las decisiones humanas que se toman en un entorno de mercado competitivo, de ahí que los economistas hayan modelizado todas las interacciones humanas en términos de oferta y demanda, esto es, como si el entorno de la decisión fuera un entorno de un mercado competitivo.

El problema del paradigma neoclásico es que es muy insuficiente para explicar la conducta humana. La Evolución no asignó muchas de las decisiones humanas al individuo, sino al grupo de manera que no preparó a nuestro cerebro para adoptarlas racionalmente. Así las cosas, se concluirá que el análisis adecuado es el que pasa por distinguir los problemas de la producción individual de los problemas de la acción colectiva (producción de bienes colectivos). Sólo respecto de los primeros tiene sentido plantearse la conformidad del comportamiento individual con el modelo del homo oeconomicus. 

 

Planteamiento

Chetty es un seguro futuro premio Nobel de Economía y ha dedicado la Elly Lecture a la psicología económica (behavioural economics). Como es muy listo, en lugar de abordar el problema en sus bases teóricas últimas, adopta una posición pragmática. No se pregunta si son válidas las asunciones del modelo económico neoclásico (el homo oeconomicus con preferencias estables y persecución racional de la maximización de su utilidad) y aborda el problema desde una perspectiva pragmática à la Friedman: ¿funciona?, es decir ¿los hallazgos de la psicología económica nos permiten hacer mejores predicciones respecto de los efectos sobre el bienestar social de políticas concretas?

Se hace esas preguntas en relación con tres grandes políticas públicas: ¿Cómo podemos aumentar la tasa de ahorro para la vejez? ¿Es mejor la renta básica universal o el complemento salarial? y ¿Cómo podemos mejorar las decisiones del público – de los más pobres – respecto de si mudarse a un barrio mejor? En realidad, Chetty es un buen discípulo de Rodrik. Lo que viene a decirnos es que tenemos que mejorar los modelos, no alejarnos, per se, de la teoría neoclásica sino mejorar las decisiones de los economistas cuando elaboran modelos, haciéndolos más realistas. Cuando el modelo más simple “proporciona predicciones suficientemente acertadas” debemos preferir la simplicidad. Pero cuando, al incorporar factores conductuales, mejora la capacidad predictiva del modelo, debemos hacerlo.

Este enfoque pragmático y específico de la aplicación de la psicología económica puede, en última instancia, ser más productivo que intentar resolver de forma definitiva la cuestión de la corrección o incorrección de las asunciones generales de los modelos neoclásicos de comportamiento

Las ventajas de la Psicología económica según Chetty resultan de proporcionarnos “nuevas herramientas de política jurídica” para influir en el comportamiento de los individuos. Aquí entran básicamente, tres de ellas:

(i) aprovechar la aversión a la pérdida que parece forma parte de los cerebros humanos moldeados por la evolución: en un escenario en el que el resultado de nuestra decisión será perder 5 o dejar de ganar 5, optaremos por abandonar la posibilidad de ganancia (pero, téngase en cuenta que la aversión a la pérdida no parece existir y que lo que tenemos, más bien es una aversión al cero, esto es, a la posibilidad de morir y, por tanto, de no poder “seguir jugando” al juego de la vida)

(ii) “hacer que determinadas características de la opción que se nos presenta sean más <<salientes>>” o destacadas, para orientar nuestra racionalidad y,

(iii) cambiar la opción por defecto, es decir, la decisión que tomaremos si no tomamos ninguna decisión. Lo que los juristas llamamos el Derecho supletorio o dispositivo. Si las partes de un contrato de compraventa no pactan nada al respecto, el Derecho supletorio establece que el vendedor responderá frente al comprador de los vicios ocultos que tenga la cosa. Si las partes no eligen el sistema de resolución de cualquier conflicto en relación con el contrato, el Derecho supletorio establece que serán competentes los jueces del lugar de celebración del contrato o los jueces del lugar donde resida el demandado y que éstos aplicarán el Derecho aplicable en el lugar donde se ejecute la prestación característica del contrato.

Como se verá a continuación, esto tiene poco de particular ni de novedoso. El Derecho lleva haciéndolo desde hace siglos y el law and economics ha permitido explicar, aplicando la teoría neoclásica y el modelo del contratante racional, la eficiencia de la mayor parte de las instituciones jurídicas y la casi totalidad del Derecho supletorio. Digamos que esto forma parte – en gran medida – del Análisis Económico del Derecho 1.0

Continúa Chetty diciendo que la Psicología Económica permite hacer “mejores predicciones sobre los efectos de las políticas existentes”. Por ejemplo, ¿cómo aumentamos la tasa de ahorro para la vejez en los individuos o cómo extendemos el aseguramiento frente a la enfermedad? Una aplicación sobria de la asunción de que los individuos son racionales nos llevaría a afirmar que si reducimos el precio (subvencionando el ahorro o la prima del seguro), aumentaremos la demanda de ahorro o de seguro, esto es, la gente ahorrará más o se asegurará en mayor medida. Pero, como explica a continuación respecto del ahorro o se ha publicado más recientemente respecto del aseguramiento, parece que una simple reducción del “precio” vía subvenciones no consigue el efecto que se supone que debería lograrse: la gente no ahorra más ni se asegura más en la medida proporcionalmente esperada. Averiguado que es así, podemos “tirar” de la Psicología económica para ensayar otras políticas.

De nuevo, no estoy seguro de que la Psicología Económica sea la herramienta preferible frente a las disponibles. Como expondré más adelante, Chetty y los Psicólogos económicos abandonan la asunción de racionalidad humana pero “sólo un poco” porque, como el propio Chetty reconoce, no disponemos de un modelo alternativo al neoclásico que explique la conducta humana. Abandonar el homo oeconomicus sin disponer de un modelo acabado de homo sapiens no es posible. Pero relajar las condiciones de racionalidad y estabilidad de las preferencias, sí. De modo que Chetty, como Rodrik, concibe el avance en la Economía como un avance “horizontal”: podemos responder mejor a determinadas preguntas, simplemente, corrigiendo las asunciones respecto de cómo se comportan los humanos una vez que sabemos que ciertas conductas se desvían del patrón de racionalidad de forma sistemática en determinados grupos de población en determinados contextos circunstanciales.

Añade Chetty algo más interesante a este respecto: la Psicología Económica nos permite

desarrollar nuevos contrafácticos (grupos de control) para identificar los impactos de las políticas”.

Es decir, si sabemos que, en determinadas circunstancias, determinados grupos de población reaccionan a un cambio en el entorno en el que toman decisiones de una manera determinada, podemos crear un “grupo de control”, esto es, un grupo humano (semejante por lo demás al analizado) que no se ve afectado por el cambio de las circunstancias o que reacciona a dicho cambio de forma diferente. Su estudio sobre los efectos de un cambio legislativo en Dinamarca respecto a las deducciones fiscales al ahorro es espectacular.

Por último, y aún más interesante, dice Chetty que la Psicología Económica nos permite distinguir entre políticas que maximizan la libertad de decisión y decisiones que maximizan el bienestar del destinatario de la política concreta o entre la utilidad de la decisión – que toma el individuo – y la mejora de bienestar experimentado por el sujeto que toma esa decisión. Esto merece alguna explicación adicional. Los sesgos de comportamiento hacen que, a menudo, el individuo – al que presumimos que quiere tomar la decisión que maximice su bienestar – tome decisiones “equivocadas”. Si no tenemos razones para pensar que el objetivo del individuo sea otro – expresivo, por ejemplo – que el de mejorar su bienestar, tiene sentido “sustituir” la decisión del individuo o – más del gusto de los psicólogos económicos – modificar el marco en el que el individuo toma la decisión, para que ésta sea “acertada” entendiendo por tal la que maximiza su utilidad tal como la concibe el propio agente. Así podremos mejorar las decisiones de política económica y jurídica. Chetty dice una gran cosa entonces – esto es lo mejor del artículo –: la “caja de herramientas” de los economistas dispone de modelos clásicos de los que “tirar”, reformulándolos, para elaborar tales decisiones. En concreto, el dilema entre la utilidad de la decisión y la utilidad de los efectos sobre el bienestar puede modelizarse recurriendo a las externalidades. Es decir, suponiendo que “el agente se impone una externalidad” a sí mismo, tomando decisiones subóptimas. A falta de otro nombre mejor, se trata, pues, de una “internalidad”.

Medir la internalidad requiere identificar el impacto de la elección de un agente en su propia utilidad experimentada, de la misma forma que medir una externalidad tradicional requiere identificar el impacto de las elecciones de un agente sobre otros agentes

A partir de estas bases teóricas, Chetty presenta varios

 

grupos de casos

(algunos de los estudios a los que se refiere los he resumido aquí)

Comienza por el muy conocido efecto comparativo de subvencionar fiscalmente el ahorro para la vejez vs. afiliar por defecto a los trabajadores en un plan de pensiones (de forma semejante a nuestro sistema de trasplantes: si no dices lo contrario, se presume que consientes que se trasplanten tus órganos a tu fallecimiento).

En 2017 se ha publicado un trabajo espectacular sobre los seguros de enfermedad. En el trabajo, los autores demuestran que aunque subvencionemos mucho la prima del seguro de enfermedad, no logramos que los pobres se aseguren. Es decir, basta con que el pobre tenga que pagar una prima de seguro de enfermedad de cualquier cuantía positiva para que buena parte de los pobres no se aseguren a pesar de que, obviamente, la decisión racional es la de asegurarse (descartamos los casos en los que asegurarse no es racional porque el mercado funciona tan mal que no es “actuarialmente” racional contratar el seguro). Chetty se remite a su estudio sobre el cambio legislativo en las pensiones danesas referido más arriba. Las conclusiones: sólo un poco menos del 20 % de los daneses se comportan “racionalmente”. El 80 % prefieren – como Bartleby – no decidir. Cuando el legislador danés redujo la deducción fiscal de los planes de pensiones, sólo el 20 % de los daneses reaccionaron limitando sus aportaciones al máximo de la deducción permitida. El 80 % continuaron aportando lo mismo que venían aportando. En conjunto, las aportaciones a esos planes de pensiones disminuyeron como consecuencia del cambio legislativo, pero, individualmente, esa disminución es imputable sólo a un 20 % de la población.

Por lo tanto, 80.7 por ciento de las personas son «ahorradores pasivos» que no responden a los cambios en incentivos marginales, mientras que 19.3 por ciento son «ahorradores activos» que se comportan como predice el modelo neoclásico …

Lo que significa que

«respuestas que parecen ser coherentes con la optimización en conjunto, puede enmascarar desviaciones significativas de la optimización a nivel individual.

Y más relevante (por ejemplo, para la educación y la elección de colegio por parte de los padres)

las herramientas estándar sugeridas por los modelos neoclásicos no son muy exitosas (al menos en algunos entornos) para aumentar las tasas de ahorro porque parecen inducir a responder a un pequeño grupo de individuos financieramente sofisticados, y estos individuos simplemente cambian los activos entre cuentas … Un aumento de $ 1 en las contribuciones del empleador a la cuenta de jubilación junto con una reducción de $ 1 en el salario (para que la compensación total no cambie) aumenta la tasa de ahorro neto de las personas en aproximadamente $ 0,85. Estos aumentos de ahorro persisten durante más de una década y conducen a mayores saldos de riqueza al momento de la jubilación, lo que demuestra que… tienen efectos duraderos en el comportamiento del ahorro…. el hecho de que un aumento de $ 1 en los aportaciones del empleador aumente el ahorro total en $ 0,85 implica que el 85% de las personas son «ahorradores pasivos » que no prestan atención a sus planes de jubilación y simplemente siguen la opción por defecto… Esta estimación es compatible con el hallazgo discutido anteriormente de que aproximadamente el 80 por ciento de los agentes responden pasivamente a los cambios en los subsidios.

La ineficiencia comparativa de los subsidios se ha comprobado también en el caso de las mudanzas de las familias pobres desde barrios que puedan considerarse “agujeros de pobreza” a otros. El interés de estas medidas deriva de un resultado obtenido también por Chetty y otros en otro estudio: los hijos pequeños de familias pobres que se trasladan a vivir a barrios mejores “mejoran su condición” en su vida de adultos: ganan más, van a la universidad en mayor medida y gozan de mejor salud que los hijos pequeños de familias pobres que se quedan en el barrio marginal. ¿Cómo podemos aumentar el número de familias que hacen tal mudanza? De nuevo, los subsidios para el alquiler de vivienda no parecen muy efectivos y, sin embargo, informar a las familias de la posibilidad, por ejemplo, sí. ¿Por qué – se pregunta en primer lugar – no se mudan todas las familias pobres si los beneficios para los hijos son tan notables?

Las teorías de la economía del comportamiento sugieren varias explicaciones diferentes de por qué las familias se quedan en áreas que dañan el futuro bienestar de sus hijos… Primero… los padres no pueden mudarse porque las ganancias a largo plazo para los niños se realizan solo 10 o 20 años después de la mudanza, pero los costes de mudarse se pagan por adelantado. … Segundo, los padres de bajos ingresos pueden carecer de información sobre los efectos del vecindario sobre el bienestar futuro de sus hijos… Tercero, … los individuos pueden no predecir con exactitud cómo evolucionarán sus gustos cuando se muden a un nuevo vecindario. Por ejemplo, las personas pueden sobrevalorar el coste de perder a amigos íntimos porque no se den cuenta de que harán nuevos amigos en el nuevo barrio…  Finalmente, puede ser que la pobreza cause una sobrecarga cognitiva que lleve a los pobres a concentrarse en las necesidades inmediatas olvidando las consecuencias de largo plazo…

La Psicología económica permite descartar algunas de estas explicaciones:

…las implicaciones de bienestar obtenidas de los modelos neoclásicos generalmente serán incorrectas si la utilidad experimentada por los agentes difiere de la utilidad en el momento de tomar la decisión (por la presencia de alguno de estos sesgos al decidir).

De modo que vale la pena identificar qué aumento del bienestar experimentan realmente las familias pobres que cambian de barrio aunque sólo sea para poner de manifiesto que sus decisiones libres y voluntarias – y dirigidas teóricamente a maximizar su bienestar – no logran maximizar la utilidad experimentada (el mayor bienestar futuro de sus hijos). Si queremos ser rigurosos respecto de las explicaciones (p. ej., de las cuatro que se han expuesto más arriba), los economistas deben “analizar las consecuencias, en términos de bienestar, de cada una de las políticas” (informar a las familias, subvencionar el alquiler, asistirlas en la mudanza simplificando las gestiones, reducirles los costes de tomar la decisión ofreciéndoles un menú de barrios a los que podrían irse a vivir etc). Porque si no lo hacen “tales políticas pueden implementarse sobre la base de suposiciones paternalistas en lugar de evidencia empírica”.

Otra ventaja de esta aplicación de la Psicología Económica se encuentra en que permite responder a la objeción que se ha hecho a menudo a los behaviouralists en el sentido de que la presencia de sesgos de comportamiento en la conducta humana que nos desvían de la racionalidad no nos permite predecir si los individuos afectados por estos sesgos sufren un daño. La razón la he explicado en otro lugar: los mercados y las organizaciones pueden evitarlo. Por ejemplo, la presencia simultánea en un mercado de consumidores racionales – “vicarios” – y consumidores pasivos que no invierten en información cuando tal inversión sería racional puede proteger a los segundos de las consecuencias de su irracionalidad. El precio del producto, si es idéntico para todos los consumidores, incorporará la información de la que disponen sólo algunos de los consumidores. Por ejemplo también, el aprendizaje pueden eliminar los efectos a largo plazo de los sesgos (aquello de que no se puede engañar a todos todo el tiempo).

Si es así, vale la pena concentrarse en aquellos “fallos” de la racionalidad humana que afectan a decisiones de los individuos que no son las que se toman de forma ordinaria y repetida en los mercados y las organizaciones porque, respecto de tales (comprar un piso, casarse, ahorrar para la vejez, asegurarse del riesgo de sufrir un cáncer), no cabe esperar que la experiencia individual o la exposición al mercado resuelva el defecto de racionalidad.

Piénsese en la cláusula-suelo. Lo racional es que los consumidores se hubieran enterado, en primer lugar, de que tenían una cláusula-suelo en su contrato. En segundo lugar, una vez que se declara el carácter abusivo/intransparente por los tribunales, es racional pedir al banco la devolución de los intereses cobrados en exceso y, una vez que se anula la sentencia del Supremo que había limitado tal devolución a los cobrados con posterioridad a 2013, lo racional es pedir la devolución completa. ¿Por qué todos los prestatarios no lo han pedido? Para algunos, quizá no sea racional hacerlo. Pero lo que sí sabemos es que, una vez que las noticias al respecto son conocidas por todo el mundo y, sobre todo, que los abogados se organizan para reducir los costes de demandar, el coste individual de reclamar se reduce notablemente. De manera que la decisión racional se extiende a más consumidores.

Chetty nos proporciona otro ejemplo: Cómo remunerar a los maestros para hacerlos mejores maestros. Chetty se refiere al famoso estudio de Fryer y otros sobre los distintos efectos sobre el rendimiento de los maestros de adelantarles el bonus que se les ofrece si mejoran los resultados de los estudiantes a su cargo

Fryer et al. (2012) muestran que enmarcar incentivos docentes como pérdidas relativas a un salario más alto en lugar de bonificaciones dadas por un buen desempeño aumenta el impacto de estos incentivos en el rendimiento estudiantil. En particular, los maestros que reciben bonos por adelantado y a los que se advierte que tendrán que devolverlo si sus estudiantes no mejoran suficientemente, generan notas de éstos significativamente más altas en los exámenes que aquellos maestros que reciben un bonus convencional.

Pero ¿y si la explicación fuera otra? ¿y si la diferente reacción de los maestros se explicara como aversión al endeudamiento? Con carácter general es muy difícil saber cuál es el sesgo que provoca el comportamiento irracional o qué efectos tiene la «intervención» en forma de información o asistencia al individuo sobre su decisión

En algunos casos, no está del todo claro cuál es exactamente el modelo conductual subyacente (cuando a la gente se le envía una carta que indica que su consumo de electricidad es más elevado que el de los vecinos, el consumo mediano disminuye). Por ejemplo, la efectividad de ayudar a los más pobres a rellenar las solicitudes de una prestación pública o de acceso a la universidad podría deberse a que los individuos muestran inercia, falta de información o procrastinan. De manera similar, existen varias teorías potenciales, modelos «racionales» basados en efectos de señalización y modelos «comportamentales» basados en el carácter relativo de las preferencias que podrían explicar los gustos por la conformidad en el consumo de electricidad. A pesar de esta incertidumbre sobre las asunciones subyacentes, las nuevas herramientas de políticas identificadas como resultado de la incorporación de consideraciones de comportamiento tienen un valor pragmático en la expansión del conjunto de resultados que los legisladores pueden lograr.

Como dice Chetty, cuando la racionalidad o irracionalidad de una decisión individual “depende del contexto” en el que se adopta, “hace que sea difícil responder con carácter general a la pregunta de si los individuos son racionales o no. Es más práctico enfocar las cuestiones concretas examinando la relevancia del sesgo de comportamiento respecto a lo que dictaría la racionalidad. Y en estos estudios, utilizar grandes bases de datos (big data) es especialmente útil porque permite

«a los investigadores a identificar regularidades empíricas que no se corresponden con sus hipótesis iniciales y que a veces no concuerdan con las predicciones neoclásicas, lo que hace que sea útil recurrir a ideas de la economía del comportamiento

para intentar explicarlas, de modo que

A medida que la economía se va convirtiendo en una ciencia cada vez más empírica, las teorías económicas se formarán más directamente por la evidencia, y el enfoque pragmático de la economía del comportamiento que se describe aquí puede ser aún más prevalente y útil.

Analiza Chetty, finalmente, el complemento salarial, análisis que es más conocido por lo que no lo resumiremos aquí. Básicamente, los estudios de Chetty y otros demuestran que si se advierte a la gente de la posibilidad de cobrar el complemento salarial – y se advierte en el momento en el que hacen su declaración de la renta – la gente adapta su comportamiento (cuánto trabajar) para maximizar sus ingresos conjuntos, esto es, los que obtiene de su trabajo y los que obtiene del complemento salarial por lo que, si se diseña bien el complemento salarial, se puede optimizar la disposición a trabajar de algunos de los sectores más pobres de la población y aumentar sus ingresos, que es de lo que, en definitiva, se trata.

 

Una crítica de la Psicología Económica

El análisis de Chetty puede compartirse en su integridad pero, a nuestro juicio, no salva a la Psicología Económica como programa de investigación. Al poner el foco en los sesgos de comportamiento, difícilmente contribuye a la construcción de una teoría del comportamiento humano con capacidad de explicar generalmente éste. Pero puede hacerse una crítica más concreta y tiene ésta que ver con la manía de los economistas por limitar las opciones de política jurídica (o económica) a las que sean compatibles con el núcleo de la teoría neoclásica, esto es, con la consideración del individuo como el sujeto que adopta las decisiones, decisiones que, por tanto, se presumen que maximizan su utilidad porque nadie puede enjuiciar lo que le conviene mejor que el propio individuo.

Una aproximación pragmática como la que propone Chetty es sólo un parche que nos permitirá mejoras concretas en todos los ámbitos que resume en su conferencia. Por eso, el economista que ha recibido el Nobel por sus trabajos en este ámbito – Thaler – niega que el behavioural economics sea una enmienda a la totalidad de la economía neoclásica. El problema es que – como he dicho otras veces una aproximación semejante es especialmente útil cuando se modeliza a las empresas. Los economistas pueden asumir que las empresas se comportan racionalmente porque actúan en un entorno competitivo. Si hay fallos en el mercado en el que está presente la empresa, las herramientas de la economía neoclásica (defectos de información, incertidumbre, externalidades, monopolio, monopsonio, asimetría informativa…) permiten sofisticar los modelos de comportamiento de las empresas para ajustarlos a la presencia de tales fallos de mercado. Pero cuando se trata del comportamiento humano que sólo en determinadas transacciones tiene lugar en un entorno competitivo, las modificaciones y cualificaciones que hay que introducir en el modelo son tantas y tan variadas que las bases teóricas (de estabilidad y transitividad de las preferencias, de maximización de la utilidad, de información completa y simétrica) devienen escasamente útiles para predecir los resultados. No hay que recordar que los sesgos – irracionales – identificados alcanzan casi los 200. Añádase que si el entorno en el que se adoptan las decisiones por parte de los individuos es un entorno de mercado competitivo – como explica el propio Chetty – muchos de esos sesgos devienen irrelevantes (las conductas irracionales desaparecen) y puede concluirse que no cabe esperar mucho poder explicativo de la Psicología Económica. Claro está, en la medida en que ésta “acierte”, es decir, detecte una fuerza significativa en la explicación de la conducta humana, los resultados serán también acertados. Pero sólo alcanzaremos cierta seguridad en el acierto cuando hayamos avanzado en la elaboración de una teoría de la conducta humana basada en la Evolución.

Una teoría del comportamiento humano anclada en la Psicología evolutiva (mejor que en la psicología económica) sí que puede sustituir como “programa de investigación” a la Economía neoclásica.

Las distorsiones a las que conduce el “programa de investigación” de la Psicología Económica se reflejan bien en las propuestas que resume Chetty y que he expuesto más arriba. Tomaré sus propios ejemplos. ¿No es preferible, desde el punto de vista del bienestar general e individual trasladar la decisión sobre el ahorro, el aseguramiento o el cambio de vivienda desde los individuos o las familias a alguien que tenga toda la información disponible al respecto?

La sugerencia puede parecer totalitaria pero no lo es en absoluto si la repasamos desde las propias observaciones que hace Chetty. Así ¿qué diferencia esencial en términos de respeto por la autonomía privada cuando se trata de contratar un seguro de salud (imponiendo el aseguramiento obligatorio) y obligar a las aseguradoras a ofrecer unos cuantos “menúes” estandarizados, esto es, prohibirles ofrecer contratos de seguro sanitario “a la carta”?

Chetty se remite a un estudio de Bhargava, Loewenstein y Sydnor (2014) que concluye que los trabajadores “eligen mal” sus planes de salud, es decir, que optan por coberturas peores de entre las que se les ofrecen (y los pobres son los que peor eligen) y que la elección podría mejorarse si, en lugar de presentar a los asegurados una carta de posibilidades, se les ofreciera un menú, esto es, coberturas estandarizadas en torno a unos pocos planes. Cualquiera piensa, inmediatamente, en la estrategia de las compañías telefónicas por multiplicar el número de tarifas que ofrecen a sus clientes y la preferencia de éstos por las tarifas planas.

Mi pregunta al respecto es por qué hemos de dejar que los individuos decidan individualmente qué cobertura sanitaria desean y están dispuestos a pagar. Estoy convencido de que una teoría de la conducta humana basada en la Evolución nos conducirá en el futuro a una conclusión bastante obvia: los individuos están dispuestos a pagar por no tener que tomar tal decisión, por deferir tal decisión a alguien que esté mejor informado (esto explica por qué los asesores financieros son tan ricos) y que no solo no esté sometido a su aversión al riesgo o sufra los sesgos que sufre el asegurador, sino que sea alguien que pueda tomar una decisión fría y racional que maximice el bienestar del ahorrador, es decir, los individuos prefieren deferir la decisión a alguien que esté en mejores condiciones informativas para tomarla y del que puedan estar razonablemente seguros de que actuará en su interés (eso es un fiduciario). Pues bien, dados los innumerables efectos externos e “internos” – en el sentido en el que emplea la palabra Chetty – que tiene la decisión de asegurarse, la superioridad de un sistema de seguro obligatorio en lo que a la cobertura básica al menos se refiere en términos de bienestar social y bienestar individual de cada uno de los afectados parece cosa poco dudosa.

 

Las cuestiones sobre las que decidimos “mal” individualmete son aquellas respecto de las cuales no debemos decidir individualmente, sino colectivamente

La de asegurarse o no; la de vivir en un barrio marginal o la de ahorrar o no para la vejez no son decisiones que, bajo el velo de la ignorancia, querríamos reservarnos individualmente. No se trata, pues, de asegurar la racionalidad de esas decisiones. Se trata de resolver un problema de acción colectiva que afecta al grupo o, si se quiere, un problema de producción de bienes públicos: es decir, cómo cuidamos de los viejos y los enfermos en un grupo; cómo protegemos óptimamente a los miembros del grupo frente al riesgo de la enfermedad o de la vejez. Estos no son problemas de maximización que hayan sido resueltos nunca en la historia humana sobre la base de decisiones individuales más o menos racionales que, así tomadas, maximizan el bienestar de todos conducido el interés egoísta de cada uno hacia el bienestar general por la mano invisible. Han sido problemas de producción de bienes públicos mediante la cooperación entre todos los miembros del grupo ¿cómo va a extrañarnos que, individualmente, seamos muy “malos” tomando decisiones individuales respecto de tales cuestiones? Precisamente porque somos como somos, remitimos al grupo las decisiones correspondientes, porque somos conscientes – o no – de que maximizaremos el bienestar individual mediante la producción colectiva de los bienes correspondientes.

Si remitimos estas decisiones a los individuos, sólo una parte de ellos  podrán superar los límites de la naturaleza humana y adoptar las decisiones racionales y lo podrán hacer porque el mercado les proporciona lo que históricamente sólo proporcionaba el grupo. Pero como los mercados no son completos, esa sustitución de la producción por el grupo por la producción individual sólo llega a una parte de los individuos. El resultado es, naturalmente, la desigualdad en el acceso a los bienes correspondientes. Los más pobres deciden peor, más irracionalmente porque los efectos benéficos de los mercados no les alcanzan.

En definitiva, en lugar de reformar la “arquitectura de las decisiones” individuales o de “hacer más salientes” determinadas características del producto o “modificar la regla supletoria” – nudges –, lo primero y principal es construir una teoría de la conducta humana que nos explique adecuadamente qué tipo de decisiones deben tomarse individualmente porque conducen, normalmente, a una mejor satisfacción de las preferencias individuales y a una maximización de la utilidad individual y qué decisiones deben tomarse colectivamente, en grupo, sobre la base de la cooperación.

No deja de ser llamativo que los grupos de casos que utiliza Chetty se refieran, precisamente, a las funciones que típicamente se asignan al grupo: la cobertura colectiva de riesgos. La cobertura de los riesgos de la vida (enfermedad, vejez) por parte de mecanismos de mercado tiene apenas cien años de historia. Ni siquiera en el pasado más reciente se ha recurrido al mercado para cubrir esos riesgos. Se ha recurrido a la mutualidad o, más recientemente, al Estado. ¿Debe extrañarnos que no adoptemos decisiones racionales al respecto? ¿Debe extrañarnos que los más pobres sean los que adopten más frecuentemente decisiones irracionales?

Lo propio pasa con el acceso a la educación superior o a cualquier prestación pública: cuando se ayuda a los más pobres a rellenar las solicitudes, las políticas correspondientes son más eficaces. De nuevo, la “tecnología” disponible para adoptar decisiones racionales en esos ámbitos está, desde hace mucho, “fuera” del cerebro individual: está en el grupo y en los mecanismos grupales de decisión. Y si está fuera del cerebro individual ¿qué tiene de extraño que nuestro cerebro no sea capaz de adoptar “buenas” decisiones al respecto pero que, en sentido contrario, seamos tan buenos, por ejemplo, detectando el engaño, a gorrones o parásitos y castigando al que no coopera? ¿Cómo es posible que la simple fijación de un fin común haga surgir las tendencias cooperativas de los miembros de un grupo? ¿Cómo encajan estas capacidades en el homo oeconomicus, incluso el que sufre sesgos conductuales? La Psicología Económica es incapaz de contestar a estas preguntas porque sigue siendo excesivamente neoclásica y, por tanto, individualista. Y la racionalidad humana tiene mucho de social.