Por Chamuel Mariño Merino

 

El ser humano muestra la costumbre de agrupar el entorno en binomios de conceptos opuestos, como el día y la noche, la bondad y la maldad o el calor y el frío. Orillando los conflictos filosóficos que emergen del concebir que algo sólo puede ser o blanco o negro, es importante reconocer los problemas jurídicos que nacen de someter el sistema de imputación subjetiva penal a tal concepción binomial del mundo. En efecto, el artículo 5 del Código Penal recoge dos únicas formas de imputación subjetiva, de forma numerus clausus: el dolo y la imprudencia.

A pesar de que la jurisprudencia ha flexibilizado ambas figuras para abarcar el infinito espectro de la casuística, existen ciertas lagunas, cuya rigidez maniata a los jueces y limita las posibilidades de conciliar la justicia material con el principio de legalidad. Pueden identificarse dos conflictos principales: el dilema interno del juzgador al decantarse por una u otra figura a causa de la diferencia de penalidad entre las dos y la necesidad de recurrir a títulos de imputación extraordinarios.

Sobre el primero, cabe señalar que a pesar de que la diferencia conceptual entre el dolo (eventual) y la imprudencia (consciente) puede llegar a ser hartamente difusa, la penalidad de una y otra figura presenta una disparidad hiperbólica en ciertas ocasiones. Un ejemplo es la diferencia de pena en abstracto entre la comisión dolosa e imprudente de delitos como el aborto o el delito de daños sobre el patrimonio histórico, aunque el supuesto más ilustrativo es el homicidio, cuya comisión dolosa contempla una pena de diez a quince años de prisión y su modalidad imprudente, de uno a cinco años. No resultan extraños, y más bien al contrario, los supuestos en los que dirimir si concurre dolo eventual o imprudencia consciente en un caso de homicidio suponga vagar en una suerte de limbo jurídico abstracto, siendo complicado decantarse por una de las dos formas de imputación subjetiva tipificadas. El juez se ve moralmente obligado a sopesar los efectos penológicos que derivan de tomar una u otra decisión, ya que, pese a la delgada y, sobretodo, difusa línea que separa las dos figuras, la diferencia de pena es abismal, como ya se ha apuntado. Con suerte, se mostrará una tendencia magnánima en la actitud de los tribunales en esos casos, fallando la comisión imprudente en supuestos en los que emerja este conflicto, a pesar de que la figura del dolo eventual hubiera podido tener mejor encaje. Lo incuestionable es que la pena a imponer nunca debería ser un elemento a considerar al objeto de determinar la tipicidad de la conducta, a pesar de que es una realidad que el juzgador no puede obviar tal y como está configurado el sistema actual.

Si la diferencia de pena entre el dolo y la imprudencia radica en el mayor desvalor de la conducta de aquél que obra con el conocimiento de que existe un alto riesgo de lesionar un bien jurídico, frente al que obra infringiendo una norma objetiva de cuidado, ¿cómo se entiende que el dolo directo y el dolo eventual compartan el mismo marco de penalidad, que a su vez es diferente al de la imprudencia? En mi opinión, carece de sentido considerar que existan ocasiones en las que el dolo eventual y la imprudencia consciente prácticamente se fundan entre sí, pero la primera figura contemple la misma pena que el dolo directo y en cambio, la segunda contemple una mucho menor. Cierto es que por ello el juzgador opta discrecionalmente por la pena que considere más adecuada dentro del marco abstracto que contemple el tipo, pudiendo, por ejemplo, optar por un castigo más grave cuando concurra dolo directo y no dolo eventual, pero ello no supone la solución definitiva de este paradójico escenario, por cuanto persiste tanto el problema de la diferencia de penalidad injustificada entre el dolo eventual y la imprudencia, como el que a continuación se trata.

En relación con el segundo de los conflictos identificados, las patologías consisten en recurrir a títulos de imputación extra legem, como la ignorancia deliberada, al objeto de cubrir lagunas inabarcables por el inflexible sistema de tipicidad subjetiva. La Doctrina de la Ignorancia Deliberada se importó del sistema anglosajón al español, con el fin de abordar los supuestos en los que el sujeto se coloca intencionalmente en una situación de desconocimiento sobre la concurrencia de los elementos objetivos del tipo penal en su conducta delictiva,  con el interés de ampararse en los beneficios penológicos que ofrece la figura del error de tipo, del art. 14 CP. Cierto es que la mayoría de casos en los que se aplica la Willful Blindness pueden ser abarcados por la figura del dolo eventual, refiriéndome, ahora mismo y en concreto, a los especiales supuestos donde verdaderamente se observa una actitud de indiferencia que podría provocar la ausencia del elemento cognitivo  -es decir, la falta de conocimiento que contempla el art. 14 CP-.  En efecto, se puede apreciar como el Tribunal Supremo creó ad hoc un nuevo título de imputación subjetiva jurisprudencial para combatir lagunas punitivas en delitos de narcotráfico y en delitos económicos, porque la Ignorancia Deliberada se aplica en España imponiendo la pena en su modalidad dolosa, a pesar de que se prescinde del elemento del conocimiento que el dolo exige. Ciertamente, nos encontramos con un supuesto de desconocimiento parcial de la conducta -lo que teóricamente es una acción imprudente, a lo sumo- pero cuyo reproche penal, a juicio del tribunal, es más cercano al de la comisión dolosa del delito -lo que exige una pena mayor que la que correspondería al tipo de imprudencia-, situación no contemplada en el sistema actual y que se solventa mediante un parche jurisprudencial. Y es que, independientemente de la crítica que merece dicha doctrina –que considero contradictoria en sí misma y cuya importación ha sido hartamente irreflexiva-, es fruto del intento de abarcar casos no regulados.

La solución pasa por una  reforma legislativa que engrane la realidad con la teoría de imputación subjetiva penal, y, considero, sería un inmejorable punto de partida el trabajo de Fernandoe Molina, La cuadratura del dolo, problemas irresolubles, sorites y Derecho penal.

En primer lugar, es necesario aceptar que concurrirá dolo cuando exista el conocimiento sobre el alto riesgo que supone la conducta para el bien jurídico, midiéndose éste en términos probabilísticos y prescindiendo del difuso y abstracto elemento volitivo. Además, habría que aceptar que la diferencia entre el dolo y la imprudencia es cuantitativa y no cualitativa, ya que la concurrencia de uno u otra se mediría en función del riesgo al que se somete el bien jurídico, siempre que haya sido percibido por el agente. A continuación, como expone Fernando Molina, entraría en juego la paradoja de sorites:

– Si una persona ostenta un patrimonio de diez millones de euros es indudable que es rica.

– Si le restamos un céntimo a su haber, tampoco cabe duda de que sigue siendo rica, por lo que quitar un céntimo a una persona rica no implicará nunca que ésta deje de serlo.

– Partiendo de dicha premisa, si repetimos la operación de restar un céntimo al patrimonio de un rico un número suficiente de veces, obtendremos la paradójica conclusión de que una persona con un céntimo es rica.

Habida cuenta de que la estructura del dolo y la imprudencia es la misma, si el dolo supone el máximo riesgo al que puede someterse el bien jurídico, al reducir gradualmente ese peligro nunca podríamos determinar dónde se halla el punto de corte con la imprudencia, de la misma manera que al restar un céntimo a un rico de forma sistemática nunca podremos determinar cuando éste deja de serlo. Por tanto, un justo sistema de imputación subjetiva debería establecer un sistema gradual y contiguo de marcos penales, donde se permita al juez disponer del total de la pena en abstracto, incluyendo el abismo actual entre el máximo de la imprudencia y el mínimo del dolo, de forma que en virtud del reproche que merezca la actuación del sujeto, se impondrá una determinada pena, por ejemplo, siete años y seis meses de prisión por un homicidio cuya calificación vaga entre el dolo eventual y la imprudencia consciente. Ello también solventaría la necesidad de acudir a títulos de imputación no contemplados expresamente en la Ley, puesto que este sistema englobaría la infinita casuística, no encasillando de forma tan estricta el “mens rea” del agente como actualmente ocurre, permitiendo castigar los casos de Ignorancia Deliberada de igual forma que los demás; atendiendo al riesgo ex ante al que se somete el bien jurídico si el agente lo pudo percibir al valorar su conducta.

Como única excepción, la estructura del dolo directo, indudablemente diferente a la de los otros títulos de imputación, debe concebirse como independiente de las demás, so pena de reconocer legalmente la tentativa imprudente y por dolo eventual. La tentativa imprudente o por dolo eventual carece de sentido, puesto que, si el legislador establece ciertos tipos penales de peligro y no de resultado es precisamente para proteger la creación de un riesgo frente a determinados bienes jurídicos, sin necesidad de la intención concreta de ponerlo en peligro. Es decir, la tentativa contempla el reproche que merece generar un riesgo intencionadamente frente a un bien jurídico, estableciendo el Legislador que la creación de ese riesgo sin el componente anímico de intención directa sólo podrá castigarse bajo el amparo de un tipo penal de peligro, por lo que para valorar la tentativa sí que se debería identificar un elemento volitivo, lo que no contradice la necesidad de reconocer una teoría cognitiva en la otra categoría de dolo, ya que es innegable que existen delitos que nunca podrían contemplarse sin la intención directa de generar el resultado, como por ejemplo, la imposibilidad de cometer una violación de forma imprudente o por simple desconsideración.


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