Por Alfonso García Figueroa

 

La institucionalización del chantaje

No es muy habitual experimentar tal desasosiego ante un escrito que anuncia nada menos que una Ley Orgánica; pero a tal indisposición se expone seriamente el lector que, con un mínimo sentido de la justicia, afronte la lectura de la Proposición Proposición de Ley Orgánica de amnistía para la normalización institucional, política y social en Cataluña. En resumidas cuentas, el texto pretende legalizar, justificar y administrar el primer plazo de un chantaje (sensu largo) al que un prófugo de la justicia, responsable de graves delitos, somete al Presidente del Gobierno de España. En este primer plazo de la recompensa, el trato es sencillo y de todos conocido: el chantajista busca su exculpación y la de sus cooperadores, a cambio de ofrecer al chantajeado los votos necesarios en el Congreso de los Diputados para asegurarse su investidura. La indecencia de ambas partes es palmaria, puesto que ambos sacrifican principios esenciales de nuestra democracia en beneficio propio y a costa del interés general. Por lo tanto, ambas partes del chantaje merecen reprobación moral y la respuesta política más enérgica de nuestro pueblo y de todas nuestras instituciones. Es absolutamente relevante apreciar el chantaje en su integridad y no perder de vista que no estamos ante aisladas medidas justificables cada cual a su modo, sino que su unidad de propósito explica la sucesión de cesiones inaceptables por parte del grupo socialista proponente de esta ley.

Vayamos ahora a su exposición de motivos.

 

La forma de la exposición de motivos

Durante la pasada legislatura, se nos ha acostumbrado a leer preámbulos absurdos, pero este resulta poco edificante de manera especial y por muchas razones. Para comenzar no está bien escrito y eso provoca en cualquiera cierta desconfianza, aunque me temo que eso poco importe a sus redactores. El segundo párrafo de su sección I indica que la amnistía “persigue la consecución de un interés general”. Parece obvia la necesidad de que los gobernantes velen por “el interés general” y no de “un interés general”, aparentemente entre muchos otros por ahí (¿quizá uno por comunidad autónoma o por provincia o por municipio, o por asociación vecinal?); pero además no parece que tal interés general (divisible o no) se “consiga”; ni que, por tanto, sea objeto de “consecución” (como insiste en hacer luego en el penúltimo párrafo de la sección II). El interés general preexiste a las medidas que deben velar por él. Tengo la impresión, en fin, de que, probablemente, el autor de la proposición (el grupo socialista del congreso con alguna ayudita desde el Brabante valón) quisiera decir que la amnistía persigue “la satisfacción del interés general”.

A mí esas maneras descuidadas de emplear nuestro idioma me parecen significativas. Una posible interpretación de tanto desaliño sería que el interés general está disgregado en la propia mentalidad del grupo proponente, donde además todo se cifra en términos de consecución y no de satisfacción. ¿Quizá se trate de un reflejo más de la divisiva y competitiva mentalidad del propio Presidente del Gobierno? Habría que preguntárselo a expertos en Psicología. Por mi parte, confieso no entender tampoco qué quiera decir el sintagma “países de nuestro entorno geográfico e influencia jurídica” en el quinto párrafo. ¿Qué son países de “nuestra influencia jurídica”? ¿Son los influidos jurídicamente por nosotros? ¿Son los que influyen sobre nosotros? ¿Somos el conjunto de países influidos por un tercero? En fin, hagan apuestas.

En la sección II, se habla (párrafo segundo) de los “ayuntamientos de Catalunya” y del “futuro político de Catalunya”. Siempre he creído que aquí “Catalunya” debe escribirse en cursiva, porque no es palabra castellana, sino catalana; y cuando se usan términos de otra lengua, se distinguen en cursiva. Por ejemplo, en su traducción al catalán, se debería escribir “Espanya” para referirse a nuestro país, y “España”, en cursiva, si por ventura el traductor al catalán pretendiera mantener este término en la lengua común de los españoles. Sea como fuere, el texto se muestra incoherente cuando, cinco párrafos más adelante, leemos “Cataluña”, ahora sí, correctamente en castellano. ¿Será un lapsus centralista?

En el quinto párrafo se nos dice que “ya se han superado los momentos más acusados de la crisis y toca establecer las bases para garantizar la convivencia de cara al futuro” (cursiva mía).  Si uno estuviera de acuerdo con los redactores de la proposición, diría más bien que, tras la superación de los momentos más críticos (quizá fuera mejor decirlo así), procedería o correspondería o convendría restablecer tales bases. ¿Será lo de “toca” un guiño mitinero al pujolismo? Vaya usted a saber. En cualquier caso, “toca”, lo que se dice “toca”, lo hace “La loca”, una emisora de radio de música maquinera, cuyo lema es (y me parece muy bien) “La loca te la toca”. Por lo demás, cuando se prosigue la lectura hallamos algún galicismo poco recomendable (“metas a perseguir”) a más de algún anglicismo (“de acuerdo a”).

 

El fondo de la exposición de motivos

Por supuesto, el desaliño formal no nos puede ya sorprender. Actualmente, se le puede montar a uno un escándalo si no usa lenguaje inclusivo en una charla de taberna, pero se puede al mismo tiempo caer en un coloquialismo barato para escribir la solemne exposición de motivos de una norma que aspira a guiar los destinos de la Nación. Sea como fuere, nada de esto tiene apenas importancia cuando atendemos a los graves efectos jurídico-políticos de una Ley como la que se propone. No voy a entrar a enjuiciar la mala conciencia que destila la exposición de motivos con la reiteración ad nauseam de la legalidad y de la constitucionalidad de la norma, que encienden la alarmas de cualquier excusatio non petita. Tampoco en la procedencia o no de las específicas remisiones a otros precedentes nacionales o internacionales. Ni siquiera voy a referirme a la pintoresca reconstrucción de los hechos acaecidos durante ese nefando “procés”, en que los independentistas abusaron de las instituciones para quebrar la convivencia entre los españoles de Cataluña y amenazaron así muy seriamente los derechos de los castellanohablantes en Cataluña. Sí es necesario consignar en todo caso y siquiera de paso que, pese a constituir los castellanohablantes de Cataluña una minoría en derechos que es mayoría de su población, durante décadas los sucesivos Gobiernos tanto del Partido Socialista Obrero Español como del Partido Popular han abandonado a su suerte a esta minoría mayoritaria, cayendo en la tentación indigna de primar las aritméticas parlamentarias frente a la aritmética demográfica y democrática de una parte de España. De aquellos polvos, estos lodos.

En lo que sigue desearía ceñirme, como digo, a algunas nociones de la exposición de motivos que me resultan enigmáticas, lo cual no agota, ni mucho menos, sus carencias y defectos. En los párrafos finales de su sección V, el preámbulo afirma que la Ley Orgánica “se inspira (…) en los principios de razonabilidad, proporcionalidad y adecuación”. Veamos estas tres cuestiones por separado.

 

¿Es razonable “desjudicializar la política”?

La razonabilidad de la norma se predica de su propósito último, a saber: que “se devuelv[a] la resolución del conflicto político a los cauces de la discusión política”. Dicho de otro modo, el texto eleva dogmáticamente a expresión de razonabilidad dos tópicos que han sido alentados en medios de comunicación desde las más altas instancias del poder: “¡Ha llegado la hora de la política!” o también “¡Ya es hora de desjudicializar la política!”. Pues bien y digámoslo sin más rodeos: “desjudicializar” la política en un Estado constitucional de Derecho es una contradicción en los términos como lo sería “desmonarquizar la monarquía”, “desrepublicanizar una república”, “desdemocratizar la democracia” o “desoligarquizar una oligarquía”. La esencia de un Estado constitucional de Derecho consiste, precisamente en que la política está sometida sin excepción al Derecho (principio de legalidad y constitucionalidad) y en tal medida está necesariamente judicializada, porque tal control de la legalidad se administra en última instancia por órganos judiciales (jueces y tribunales ex art. 117.1 Const.) o jurisdiccionales (el Tribunal Constitucional). Si el político cumple con la Ley (y ello incluye la Constitución) nada habrá de temer. Si no lo hace, deberá soportar las consecuencias por más político que sea. Así de sencillo.

Pero la asignación de tal control de legalidad y constitucionalidad a ciertos órganos constituye un aspecto esencial no sólo del Estado constitucional de Derecho, sino también y previamente del propio Derecho y esto quizá resulte algo menos obvio a algunos. Si no tuviéramos órganos jurisdiccionales especializados en aplicar el Derecho, seguramente regresaríamos a un estado prejurídico de pura barbarie, como el hobbesiano del hombre que es lobo para el hombre. Basta con recordar al respecto la reconstrucción que debemos a H.L.A. Hart del paso del estado prejurídico al jurídico en su obra clásica, El concepto de Derecho. A juicio de Hart, la superación del estadio prejurídico se sustancia cuando surgen las reglas secundarias de reconocimiento, cambio y adjudicación. Es decir, cuando la sociedad se da reglas que, respectivamente: identifican sus normas válidas, establecen mecanismos para modificarlas y (esto es aquí lo importante) atribuyen en exclusiva la aplicación del Derecho a ciertos órganos: los jueces.

Una forma de entender la relevancia esencial de tal atribución de la función jurisdiccional a los jueces consiste en cuestionar por un momento lo más profundo de nuestras intuiciones. Imagine, por ejemplo, la siguiente escena: usted está en casa y oye unos ruidos en la cocina. Por la puerta trasera se ha introducido un ladrón. Usted, amable lector, consigue reducirle cuando ya ha consumado el robo. Lo esposa con unas bridas de plástico y vuelve a casa con él. Entonces le lee sus derechos y lo somete a un juicio sumarísimo. Toma el Código Penal y lee su artículo 240: “Usted ha cometido un robo con fuerza en las cosas” (le decimos al ladrón rompió la ventana para entrar). También le comunicamos que su acción está sancionada con una pena de entre uno y tres años. Como el ladrón asegura compungido tener antecedentes, usted lo lleva al cuarto de la plancha mientras por el pasillo dicta informalmente una sentencia: En este cuarto va a pasar usted los próximos dos años y medio de vida. Al cabo de ese tiempo, una buena mañana lo pone en libertad: “Espero que esté usted listo para vivir en sociedad. ¡Buena suerte!”.

Si este episodio nos parece rocambolesco, es porque cualquier ciudadano (y no sólo un jurista) tiene interiorizada hasta el tuétano la necesidad de adjudicar en exclusiva la función jurisdiccional a unos órganos específicos y también tiene interiorizado su sentido, que no es otro que evitar que nos tomemos la justicia por la propia mano. Pero además, los órganos encargados de tal función deben ser independientes para que no sean instrumentalizados. Todos sabemos lo que implica la separación de poderes. Un Estado sin separación de poderes es un Estado irremediablemente absolutista, precisamente porque quien ejerce el poder de manera ab-soluta se halla “legisbus solutus”, es decir, desligado de las leyes, desvinculado de las leyes, suelto de las leyes. Nada más anhela un tirano que gobernar suelto, que andar por su palacio libre de las ligaduras de las leyes y eso es lo que se busca “desjudicializando la política”, bajo el ardid retórico y pseudodemocrático del populista cuando ruge de contento su lema preferido: “¡Ha llegado el momento de la política!” (es decir, de hacer lo que me conviene con los votos de estos infelices).  En suma, no hay nada razonable, pues, en el propósito de esta norma consistente en “devolver un conflicto político a la discusión política”. Más bien, el fin de la norma es palmariamente antijurídico e inconstitucional y se inscribe en una trama de actos orientados a subvertir nuestro orden constitucional. El reconocimiento de que este es el fin de la norma equivale a reconocer su propia inconstitucionalidad, una inconstitucionalidad que los mismos promotores nominales de esta proposición de ley afirmaban justo antes de darse la ocasión para el chantaje.

 

¿Proporcionalidad?

El siguiente párrafo, antepenúltimo de la sección V del preámbulo, confieso que no me resulta fácil de comprender. Dice así:

La proporcionalidad de la ley deriva de la concreción del elenco de actos que hayan sido declarados o estén tipificados como delitos y conductas que se amnistían y de su necesaria vinculación con los actos realizados en un período de tiempo acotado por la ley. De este modo, se elude una referencia genérica e imprecisa, evitando que la amnistía pueda abarcar otro tipo de actos no conectados directamente con el proceso independentista y las consecuencias de este, cuya exoneración no tendría cabida dentro del fundamento sobre el que se erige esta medida.

Y sigue del siguiente modo:

Todo ello conecta con el principio de adecuación y con la finalidad que pretende la norma, vinculada al mandato de optimización que se deriva del artículo 9 de la Constitución y que se dirige a todos los poderes públicos, pero particularmente al legislador, que es quien configura los tipos penales, quien deroga y quien aprueba, como es el caso una ley de amnistía con una finalidad legitima y constitucional. Finalidad, además, que, debido a su naturaleza jurídica o a la diversidad de situaciones procesales vigentes en e momento de la promulgación de esta norma, no podría lograrse con otro tipo de figuras legales como la concesión de indultos o la reforma del Código Penal.

Como vemos, estamos ante un revoltijo de principios y un aluvión de argumentos invocados sin orden ni concierto. Tengo la sensación de que el redactor o asesor de las partes del chantaje tienen alguna noción de la teoría del insigne iusfilósofo Robert Alexy. Después de todo, se refieren a una expresión por él acuñada: “mandato de optimización” (“Optimierungsgebot” es la expresión original alemana). Me temo, sin embargo, que los redactores del texto hayan querido aprovechar el prestigio de su concepción de los principios jusfundamentales un poco al bulto y de una manera que (me atrevo a decir) abochornaría al propio Alexy.

Hablar, así de genéricamente, del art. 9 Const. como un “mandato de optimización” se hace aquí con el fin de relativizar algo que no cabe relativizar, a saber: que “los ciudadanos y los poderes públicos están sujetos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico”. Así, en el marco teórico alexiano, afirmar que el artículo 9.1 es un mandato de optimización (un principio) y no un mandato de determinación (una regla) es algo muy delicado. Supone afirmar que la sujeción de los poderes públicos a la Constitución y al resto del ordenamiento jurídico debe tener lugar en la mayor medida posible dentro de las posibilidades jurídicas y fácticas y supone afirmar que este mandato puede entrar en conflicto con otros con los que debe ponderarse. En un plano abstracto, sería posible admitir esto e incluso que toda regla pudiera admitir excepciones fundadas. Sin embargo, incluso admitiendo esto, todo mandato de optimización aplicable mediante ponderación está sometido al principio de proporcionalidad y el principio de proporcionalidad es algo muy distinto de lo que la exposición de motivos confusamente describe.

Como la mayor parte de los juristas saben, el principio de proporcionalidad presenta tres subprincipios: idoneidad o adecuación, necesidad y proporcionalidad en sentido estricto. De acuerdo con el subprincipio de idoneidad, esta propiedad se predica de una medida cuando es adecuada para proteger algún bien jurídico merecedor de tal protección. Aquí es donde habría que reubicar el test de razonabilidad al que se refiere la exposición de motivos. Es decir, la pregunta es: ¿satisface esta norma con su sacrificio del principio de legalidad y del sometimiento del poder a la Constitución algún bien constitucionalmente valioso? Como sabemos, la respuesta, que se deriva del discurso preambulatorio, es la convivencia en Cataluña; pero esta respuesta es bastante cuestionable. Aun admitiendo que se trate de un fin constitucional en sí mismo y relevante en este caso, es más que dudoso que la convivencia en Cataluña vaya a ser mejor, porque se exculpe a los infractores de graves normas penales, administrativas y contables para asegurar la investidura de un candidato a la presidencia del Gobierno. En realidad, la situación nunca será mejor así, porque una ley de amnistía simplemente agravará la injusticia que se vive durante décadas en esa comunidad autónoma. Se trata, en el mejor de los casos, de una mera suposición, de un wishful thinking adecuado al puro oportunismo político.

Pero supongamos por un momento que todo ello tuviera sentido. Vayamos entonces al segundo subprincipio, el de necesidad, del que la exposición de motivos nada dice, por cierto: ¿Existe alguna medida alternativa a la exención de sometimiento a la Constitución y al principio de legalidad por parte de los poderes públicos menos lesiva de derechos para asegurar la convivencia en Cataluña? Si existe, entonces la medida no es proporcionada porque siempre hay que preferir medidas alternativas menos lesivas de derechos y principios constitucionales y tales medidas existen. Se trata de algo muy sencillo. Basta con la aplicación de la Constitución y la legalidad vigente.

Finalmente, el principio de proporcionalidad incluye el tercer subprincipio de proporcionalidad en sentido estricto, que supone la ponderación de los bienes en conflicto, que aquí no son otros que legalidad, seguridad jurídica e igualdad ante la ley de un lado y, presuntamente, la convivencia en Cataluña de otro. Parece obvio que tal ponderación no puede redundar en la convalidación de medidas antijurídicas y violentas como las impulsadas durante el llamado procés con el fin de subvertir el orden constitucional, por más que ello pudiera haber contado con el apoyo de una parte, por cierto minoritaria, de la población.

Un Estado constitucional de Derecho es aquel donde los tres poderes del Estado están sometidos al Derecho, una sumisión garantizada en última instancia por órganos jurisdiccionales. El poder ejecutivo y la administración están sometidos a la jurisdicción contencioso-administrativa. El poder legislativo está sometido al poder judicial y a un poder jurisdiccional, el Tribunal Constitucional. Los miembros del poder judicial están sometidos a otros órganos del poder judicial y sus decisiones pueden ser elevadas al Tribunal Constitucional. Todos los poderes del Estado, en fin, están y deben estar sometidos al Derecho. No hay excepciones, no hay áreas de inmunidad y ello es lo que distingue al Estado constitucional de Derecho. Es entonces obvio que no es posible mercadear con él, ni cabe hablar de ponderarlo, donde es ilegítimo hacerlo porque el fin buscado (i.e. asegurarse la investidura un candidato a la presidencia del Gobierno a cambio de una excepción injustificable al principio de legalidad) es intrínsecamente inconstitucional.

 

Y, después de todo: ¿para qué qué tenemos una Constitución?

Uno de los argumentos más conocidos para defender la supremacía de la Constitución sobre el poder democrático del Parlamento es el llamado argumento del precompromiso (commitment). Según este argumento, la democracia se autolimita comprometiéndose con una Constitución con el fin de evitar ciertos desvaríos a que pudiera dar lugar cierta debilidad de la voluntad (akrasía) y que, a su vez, pudiera afectar al poder constituido durante la vida cotidiana de la propia democracia. La analogía a la que se suele recurrir para ilustrarlo literariamente es la historia de Ulises y las sirenas. Como sabemos, Ulises se hace atar al mástil de su barco para evitar ceder a la previsible debilidad de voluntad que le inducirá escuchar el arrebatador canto de las sirenas y que, con toda seguridad, le llevará a estrellar su barco contra las rocas, si no limita su propia libertad durante el viaje. Nuestra Constitución debería ser como el firme mástil al que el legislador democrático debe quedar atado cuando el canto de las sirenas pudiera tentarle a estrellar la nave del Estado. Parece evidente que el Gobierno actual ha cedido al canto de sirenas y que nuestras instituciones y nuestro pueblo deberán evitar el desastre con todos los medios a su alcance.


Ulises y las Sirenas (National Gallery of Victoria, Melbourne, 1891. Óleo sobre lienzo, 100.6 x 202 cm)