Por Jesús Alfaro Águila-Real
A propósito de Margarita Beladíez, «La eficacia de los derechos fundamentales entre particulares», AFDUAM 21(2017)
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Beladíez concluye su trabajo sobre la Drittwirkung de los derechos fundamentales que se cita al final de esta entrada (y que se lee bien) diciendo que “la cuestión relativa a si los derechos fundamentales tienen o no eficacia entre particulares
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no puede resolverse acudiendo a conceptos dogmáticos ni abordarse con carácter general…
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La Constitución no establece ninguna previsión de la que pueda deducirse con toda evidencia que estos derechos sólo resultan oponibles frente al poder público, pues si bien el art. 53.1 CE establece que estos derechos vinculan a los poderes públicos, este precepto no impide que puedan vincular también a los particulares, y, junto a esta norma hay que tomar también en consideración el art. 9.1 CE, en el que se establece que tanto los ciudadanos como los poderes públicos están sujetos a la Constitución.
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Por ello, para determinar si un derecho fundamental es eficaz entre particulares ha de estarse a la configuración normativa del derecho fundamental, esto es, ha de atenderse a los términos en los que la Constitución – o en su caso, la ley que lo desarrolla – lo ha definido y ha establecido sus límites y comprobar si el ámbito protegido por el mismo es susceptible de ser lesionado por los particulares. Así ocurre, entre otros, con los derechos que consagran los artículos 18 y 20 (intimidad, libertad de expresión), pues los bienes jurídicos que protegen estos derechos fundamentales pueden ser lesionados tanto por los poderes públicos como por los particulares.
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Ahora bien, que existan derechos fundamentales que puedan ser eficaces en las relaciones entre particulares no significa que en este tipo de relaciones estos derechos tengan el mismo alcance que cuando se ejercen frente al poder público. Este diferente alcance puede ser consecuencia de la configuración normativa del derecho fundamental, pero también puede venir determinado por el tipo de relación jurídica en la que se ejercen. En las relaciones jurídicas de derecho privado, los derechos fundamentales pueden encontrarse limitados, bien por los derechos fundamentales de otros particulares, con cuyo ejercicio pueden colisionar, bien porque el propio titular del derecho se lo limite al pactar con otro particular una renuncia a ejercer en un supuesto específico ese derecho a cambio de obtener algún beneficio. Por el contrario, si el derecho se ejerce frente al poder público, estos límites, con carácter general no van a poder ser oponibles, pues, salvo supuestos muy excepcionales, ni los poderes públicos tienen derechos fundamentales ni, en sus relaciones de Derecho público pueden pactar con los ciudadanos que renuncien a sus derechos fundamentales.
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El papel de la dogmática
Examinaremos, a continuación, por qué creo que la profesora de la Complutense podría estar equivocada. Los errores los he destacado en negrita. Empecemos por el primero. Dice la profesora Beladíez que la Dogmática no nos resuelve el problema de la eficacia entre particulares de los Derechos fundamentales. Pues bien, si la Dogmática no sirve ni para eso, mejor que los juristas nos dediquemos a otra cosa. La tarea de los juristas al respecto es, precisamente, explicar sistemáticamente (sin contradicciones de valoración) de qué modo despliega su eficacia en las relaciones sociales el reconocimiento de los derechos fundamentales en la Constitución. Y, en esa elaboración dogmática, hay buenos candidatos que la autora descarta sin justificación. En particular, la construcción alemana – formulada de modo acabado por Canaris – que utiliza la doble función de los derechos fundamentales como prohibiciones a los poderes públicos de interferir en la esfera jurídica de los particulares (Abwehrrechte) y como mandatos a los poderes públicos para que protejan dichos derechos cuando se ven lesionados por la conducta de otros particulares (Schutzgebote). Esta es una construcción dogmática que a la profesora Beladíez le podrá gustar o no o que le podrá parecer que no explica el régimen jurídico de los derechos fundamentales en España, pero lo que no puede decir es que no es una construcción dogmática ni, en su trabajo, dedica un esfuerzo significativo a desbaratar.
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El artículo 53.1 y el art. 9.1 CE
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El único esfuerzo que realiza es el segundo error de su exposición. Dice Beladíez que la Constitución no contiene ninguna previsión de la que pueda deducirse que los derechos fundamentales sólo son oponibles a los poderes públicos. Como el art. 53.1 CE dice expresamente que “vinculan” a todos los poderes públicos, la autora tiene que “cualificar” su afirmación – lo que es un signo evidente, este sí, de debilidad en la argumentación – añadiendo que no hay una previsión “de la que pueda deducirse con toda evidencia” que los derechos fundamentales son sólo “oponibles” a los poderes públicos. Y añade, como único argumento literal extraído de la Constitución para debilitar el argumento que se deduce del art. 53.1 CE, el artículo 9.1 CE que dice, como es sabido, que todos los ciudadanos están “sujetos” a la Constitución. En el trabajo que publicamos, hace ahora 25 años, abordábamos la cuestión y concluíamos que la dicción del art. 9.1 CE indica que el precepto se limita, simplemente, a recordar que todos los residentes en España están sometidos al Derecho español.
Pero, como decimos, Beladíez no se enfrenta a la construcción dogmática que he expuesto más arriba y no la critica. Es más, se adhiere a ella (la cita tomándola de nuestro trabajo en la nota 25 y en el texto correspondiente la da por buena). Así, en las pp 86-87 del trabajo se lee que la Constitución impone a los poderes públicos
“un doble deber: el deber de respetar los derechos fundamentales… y el de adoptar las medidas necesarias para garantizar que los particulares puedan ejercer sus derechos fundamentales”
Lo bueno de esta construcción es que permite explicar el régimen jurídico razonablemente y cubrir las lagunas en la regulación constitucional y legal de los derechos fundamentales. Por ejemplo, lo que la autora no tiene más remedio que explicar como un “distinto alcance” de la vigencia de los derechos fundamentales en las relaciones con los poderes públicos y con otros particulares. El recurso al “distinto alcance” es otro signo de debilidad en la argumentación. Porque una vez que decimos que el “alcance” es distinto, se puede seguir cualquier cosa. Cualquier diferencia en la posición de un particular en relación con otro particular respecto a la posición que ostentaría frente a un poder público podría explicarse en términos de que los derechos fundamentales tienen “distinto alcance”. Es decir, un razonamiento semejante carece de capacidad para “refutar” hipótesis o reglas jurídicas concretas.
Así, la autora explica, a continuación que este distinto alcance se concreta gracias a dos “subreglas”.
La primera es que, en las relaciones entre particulares, ambas partes son titulares de derechos fundamentales, de manera que la delimitación de los derechos de uno y de otro habrá de hacerse como se resuelven los conflictos entre particulares en general: mediante reglas jurídicas que minimicen los conflictos; mediante la cooperación (contratos y organizaciones) o mediante la ponderación.
La segunda es que, dado que los derechos fundamentales son derechos subjetivos, están a disposición – con límites – de sus titulares que pueden, por tanto, no sólo limitarlos sino también renunciar a ellos. En realidad, los derechos fundamentales son irrenunciables por lo general, de manera que cuando se hace referencia a la renuncia, en realidad, se hace referencia a una limitación más o menos intensa y extensa en el tiempo a ejercitar un derecho fundamental.
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Límites a la autonomía privada y límites al ejercicio de los derechos
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Estas dos subreglas son las que, en nuestro artículo de 1992, formulábamos diciendo que, para abordar correctamente la cuestión debía partirse del doble deber de los poderes públicos de no interferir en la esfera jurídica de los particulares y de proteger sus derechos fundamentales y que, en las relaciones entre particulares, lo que hay que comprobar es si el ordenamiento protege a un individuo de forma suficiente cuando otro particular lesiona su derecho fundamental. Este juicio es diferente en el ámbito de las relaciones voluntarias entre ciudadanos y en el ámbito de las interacciones que no tienen un origen voluntario sino que resultan de la mera convivencia en el espacio y en el tiempo (a las que los privatistas llaman “extracontractuales”).
Pues bien, cuando se trata de relaciones voluntarias, volenti non fit iniuria, de modo que los poderes públicos no han de intervenir mas que en la medida en que se hayan sobrepasado los límites a la autonomía privada, es decir, que los acuerdos voluntarios alcanzados por un particular no puedan ser reconocidos por el Derecho por ser contrarios a la Ley imperativa, a la moral y al orden público.
Los acuerdos problemáticos en este ámbito de problemas son aquellos por los que un particular renuncia a ejercer un derecho fundamental, acuerdos que habrán de considerarse ineficaces si constituyen una renuncia “inadmisible” al derecho. Es así como pueden evaluarse cuestiones como el “lanzamiento de enanos”, la venta de órganos humanos, la gestación subrogada y tantos otros.
Lo que interesa ahora subrayar es que los poderes públicos están obligados a no interferir en las relaciones entre particulares también cuando los particulares disponen de sus derechos fundamentales. Así lo exige el respeto por la dignidad humana. Un ordenamiento que no permite a los particulares disponer de o limitar sus derechos como tengan por conveniente no es compatible con la dignidad humana, esto es, con la consideración de los ciudadanos como sujetos libres y responsables capaces de decidir en sus propios asuntos.
En las interacciones no voluntarias (y en la regulación supletoria de las relaciones voluntarias en la medida en que los contratos correspondientes carezcan de regulación al respecto o se considere que los contratantes no están en condiciones de velar por sus propios intereses), el mandato de protección de los derechos fundamentales a los poderes públicos obliga a éstos (básicamente al legislador y, de forma más excepcional, a los jueces) a promulgar las normas jurídicas y a establecer un sistema de exigibilidad de su cumplimiento (desde fiscales a prisiones o policía) que garantice la protección de los titulares de los derechos frente a la lesión de los mismos por parte de otros particulares.
Esta construcción explica limpiamente por qué los ciudadanos han de poder pedir el auxilio judicial y la condena de alguien que mancilla su honor con manifestaciones que, normalmente, suponen un ejercicio del derecho a la libertad de expresión del “agresor”. Si no existiera, en el Derecho español, una acción para reclamar la indemnización de daños y la rectificación de las afirmaciones de otro particular que denigran a alguien, no podríamos decir que el ordenamiento español tutela suficientemente el derecho al honor. Por tanto, estamos – en términos de Derecho Privado – ante un problema de ejercicio antisocial de los derechos, del lado del “agresor” y un problema de tutela de los derechos subjetivos del lado de la víctima. Este es el planteamiento más conforme con la tradición jurídica occidental. Estamos ante “torts” en los que el bien jurídico lesionado es un derecho fundamental. De nuevo, nihil novum sub sole.
En consecuencia, no es solo que no pueda, es que se debe explicar la vigencia social de los derechos fundamentales en términos dogmáticos y acudiendo a las construcciones dogmáticas elaboradas desde hace siglos para explicar la tutela de los derechos subjetivos, de los que los derechos fundamentales son una especie.
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Reconocimiento del derecho y eficacia entre particulares
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Otro error en el que creo que incurre la autora es el de confundir el “reconocimiento” del derecho fundamental y el de su “eficacia” entre particulares. Es obvio que la Constitución es el lugar en el que deben reconocerse y consagrarse los derechos fundamentales si la Constitución contiene una declaración de derechos. Pero no es obvio que la Constitución deba ser el locus de las reglas sobre su ámbito de aplicación. Al contrario, el art. 53.1 CE establece dicho ámbito de aplicación con carácter general (“vinculan a todos los poderes públicos”). No tendría sentido que cada derecho reconocido en la Constitución tuviera regulado en la propia Constitución su “vigencia” más allá de las relaciones jurídico-públicas. La autora cita a Bilbao cuando éste dice correctamente que “un derecho cuyo reconocimiento depende del legislador no es un derecho fundamental”. Esto es obvio si lo referimos al «reconocimiento» pero es erróneo si lo referimos a la «eficacia» del derecho. Referido al reconocimiento, no es contradictorio con la afirmación según la cual los derechos fundamentales reconocidos en la Constitución requieren, por regla general, de la intermediación del legislador para determinar “el alcance” de esos derechos en las relaciones entre particulares (pp 82-83). Precisamente porque en las relaciones entre particulares el problema no es el de limitar y dividir el poder del Estado (de eso van las constituciones) para que no aplaste a los particulares y se convierta en una tiranía, sino el problema de cohonestar los derechos de todos y de protegerlos frente a las agresiones procedentes de otros particulares (mantener la paz social, art. 10 CE), la intervención del legislador es imprescindible y, en la medida en que existan lagunas en la legislación, la del juez.
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La pretendida eficacia horizontal de los derechos reconocidos en los artículos 18 y 20 CE
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La autora dedica algunas páginas a tratar de demostrar que los derechos recogidos en los artículos 18 y 20 (honor, intimidad y propia imagen y libertad de expresión, información, creación, cátedra) tienen eficacia horizontal. Que haya seleccionado estos dos conjuntos de derechos fundamentales para “probar” la afirmación general según la cual los derechos fundamentales tienen eficacia horizontal habla, precisamente, en contra de la validez de su afirmación. Por tres razones fundamentales.
La primera es que, para ser válida la afirmación de la eficacia horizontal de los derechos fundamentales tendría que ser aplicable a todos los derechos y no sólo a algunos de ellos. Es obvio, por ejemplo, que los particulares no están obligados a tratar igual a sus semejantes y que pueden decidir libremente a quien amar, con quien acostarse o a quién dejar entrar en su casa y pueden, sin razón alguna, negarse a contratar con alguien o pagar un precio diferente por dos prestaciones idénticas objetivamente. Es obvio, igualmente, que el derecho a la educación o el derecho a libertad de información y expresión no obligan a los particulares. La cadena SER no está obligada a permitir que el señor Escolar se exprese en su emisora de radio. En otros términos, los ciudadanos no son destinatarios de las normas que reconocen derechos fundamentales. Como están sometidos a la Constitución y al ordenamiento jurídico en su conjunto, su derecho a hacer lo que les venga en gana estará limitado, pero convertir tal obviedad en la afirmación de que los derechos fundamentales vinculan a los particulares supone desbordar el sentido de las palabras.
La segunda es que hay derechos fundamentales que sólo se ostentan frente a los poderes públicos. Por ejemplo, el derecho a no ser torturado o sometido a penas inhumanas o degradantes, la prohibición de los trabajos forzados, el derecho al secreto de las comunicaciones, el derecho de reunión, el derecho de manifestación, y prácticamente todos, son derechos cuyo contenido sólo se traduce en pretensiones frente a los poderes públicos. Si alguien maltrata a otro particular para extraer algo de él, nadie diría que se ha violado su derecho fundamental a no ser torturado. Decimos que su integridad física y moral se ha visto lesionada por el agresor. Pero ninguna de las normas sobre la prevención de la tortura se aplica al análisis de la lesión cometida por el agresor, que deberá ser condenado a indemnizar y sancionado penalmente con una pena de prisión por haber lesionado a la otra persona.
La tercera es que, para hacer buena completamente su afirmación, la autora tendría que dar algún ejemplo de derecho fundamental que sólo pueda ser infringido por los particulares, esto es, que no “encaje” en la dicción de la previsión del art. 53.1 CE cuando dice que vinculan a todos los poderes públicos. Si hubiera un derecho semejante, su argumento sería más convincente porque indicaría que, efectivamente, es imprescindible considerar que los derechos fundamentales tienen eficacia horizontal para explicar que alguno de ellos se haya recogido en la Constitución. No es el caso.
En particular, no necesitamos decir que los derechos de los artículos 18 y 20 tienen eficacia horizontal (que vinculan a los particulares) ni para explicar su presencia en la Constitución como mandatos dirigidos a los poderes públicos ni para explicar su vigencia en las relaciones entre particulares. Al contrario, la construcción dogmática de los derechos fundamentales como prohibiciones de intervención y como mandatos de protección dirigidos a los poderes públicos es suficiente y mucho más ajustada. Como prohibiciones de intervención se entiende la prohibición de la censura previa o la de impedir las reuniones pacíficas y sin armas o que las manifestaciones sólo puedan someterse a comunicación previa y a prohibición en casos excepcionales o que sea necesaria la intervención judicial para secuestrar una publicación etc y como mandatos de protección se explica por qué el particular que ve su honor mancillado puede demandar al que causó la lesión. Dice Beladíez que, en relación con estos derechos,
“la Constitución (al consagrarlos)… lo que protege es la intimidad, el honor, la propia imagen, la libertad de expresión… no que los poderes públicos no realicen conductas que puedan lesionar el ámbito protegido por estos derechos. Por ejemplo, el derecho a la intimidad que consagra el art. 18.1 CE garantiza un ámbito reservado frente al conocimiento de los demás, no solo frente al conocimiento del poder público. De igual modo, el derecho al honor, que impide realizar actos que conlleven el desmerecimiento ajeno, es eficaz frente a los particulares, pues el valor o bien jurídico protegido por este derecho fundamental es la buena fama, la reputación, el aprecio social y es claro que este bien jurídico puede ser lesionado también por particulares; es más, en este caso, lo más frecuente es que estas vulneraciones las originen los sujetos privados, no los poderes públicos… (los derechos de estos preceptos se)… consagran frente a todo aquel… que pueda menoscabar el ámbito tutelado por los mismos, pues sólo de esta forma se garantiza el respeto del valor constitucional que a través de la consagración de tales derechos la Constitución quiere proteger”
Este párrafo está lleno de afirmaciones imprecisas cuando no directamente erróneas. En efecto, la autora no nos explica por qué utiliza de forma indistinta expresiones como “consagrar” “proteger” “contenido del derecho” “bien jurídico protegido” “ámbito tutelado” “garantiza el respeto del valor constitucional”. Un análisis riguroso, por el contrario, puede emprenderse a partir de las categorías que hemos expuesto aquí.
Cuando la Constitución reconoce esos derechos, dirige dos mandatos a los poderes públicos. El primero, que se abstengan de cualquier conducta (sea ésta la promulgación de una norma, la publicación de una sentencia o cualquier acto administrativo o vía de hecho de una Administración pública) que lesione esos derechos. El segundo, que ponga en vigor – que desarrolle las conductas – las medidas para proteger tales derechos cuando éstos se vean lesionados por otros particulares y, que organice los servicios y la administración públicos para mantener en un nivel reducido las lesiones a tales derechos. El “contenido” de los derechos no es obstáculo a esta consideración. Simplemente indica a los poderes públicos qué medidas deben tomar y cómo deben tomarlas: las que sean necesarias para asegurar la protección de los bienes jurídicos cuya tutela explica su reconocimiento en la Constitución.
Tampoco es muy precisa la autora en su afirmación de que la violación de estos derechos la realizan, más a menudo que los poderes públicos, otros particulares. Esta afirmación es muy ingenua. Un Estado moderno rara vez tortura a sus ciudadanos como rara vez un maestro hoy sacude palizas a los alumnos (lo que era habitual hace cincuenta años en los colegios de niños en España). Que el Estado español y sus agentes no infrinjan sistemáticamente los derechos de libertad de expresión, o el derecho al honor de sus ciudadanos es, simplemente, una señal de que vivimos en una sociedad avanzada. Pero cuando un profesor en una escuela catalana dice a una alumna que “Estará contenta con lo que hizo su padre (guardia civil) el día anterior”, no cabe duda de que un agente público ha humillado a un ciudadano y que ha lesionado su honor. Del mismo modo, cuando la policía vasca detiene a un particular porque un establecimiento creía que el billete de 500 euros que utilizó para pagar era falso, ha lesionado su derecho fundamental a la libertad y al honor porque ser detenido desmerece la consideración que los demás tienen de uno (“algo habrá hecho”).
La Constitución es la “norma fundamental del Estado”, no la norma fundamental de las relaciones entre los ciudadanos de ese Estado. Ésta es el Código Civil. Sería extraño que las relaciones entre particulares estuvieran reguladas prima facie en la Constitución.
Los límites a los derechos fundamentales recogidos en la propia Constitución
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Tampoco es un argumento afirmar que la presencia de límites a los derechos fundamentales en el propio texto constitucional probaría su eficacia horizontal. Dice la autora que, entre tales límites – se refiere a la libertad de expresión – se encuentran
“los derechos fundamentales al honor, la intimidad y la propia imagen, derechos estos últimos de los que, por su propia naturaleza, en cuanto derechos de la personalidad, no puede ser titular el Estado”
Muy al contrario. Los límites se explican perfectamente entendiendo los derechos como mandatos dirigidos a los poderes públicos. Estos límites significan que si el Estado limita, lesiona o infringe el derecho a la libertad de expresión de un individuo para proteger el derecho al honor de otro, los poderes públicos no están infringiendo la Constitución. Cuando un juez condena a un periodista a rectificar y a indemnizar a otro particular porque ha publicado una noticia falsa y deshonrosa para el demandante no está infringiendo la libertad de expresión del periodista. Del mismo modo, si el legislador consagra en una ley sobre la cadena alimentaria una obligación de las asociaciones de consumidores de comunicar sus informes sobre empresas concretas con carácter previo a su publicación, es el legislador el que infringe el derecho a la libertad de información de la asociación de consumidores al realizar una ponderación desproporcionada (untermassverbot) de los derechos en liza (el derecho al “honor” de la empresa y el derecho a la libertad de información de la asociación) que conduce a una desprotección/sobreprotección de uno u otro derecho. De manera que el hecho de que el Estado no sea titular de los derechos no tiene nada que ver con el problema analizado.
Y lo propio respecto de la cláusula de conciencia de los periodistas. La Constitución no puede decirlo mejor. El precepto contiene un mandato al legislador para que, al regular los medios de comunicación privados proteja la libertad de conciencia y el secreto profesional de los periodistas. No es un mandato a los particulares. Si el legislador omite la regulación y el dueño de un medio de comunicación no respeta la libertad de conciencia o el secreto profesional, se generará responsabilidad patrimonial del Estado-legislador. Y el juez deberá recurrir a las cláusulas generales (art. 1902 CC, art. 1258 CC en el caso de que haya una relación contractual entre el medio y el periodista), interpretándolas de acuerdo con la Constitución, para condenar al dueño del medio de comunicación considerando, por ejemplo, que el demandado “ha causado un daño” a otro del que ha de responder o, más frecuentemente, que ha incumplido el contrato con el periodista al no respetar su libertad de conciencia porque, al igual, por ejemplo del principio de igualdad de trato de los socios en el caso de un contrato de sociedad, su contrato incluía de modo implícito una cláusula según la cual el medio respetaría la libertad de conciencia del periodista. No necesitamos en absoluto afirmar que el precepto constitucional dirige un mandato a los particulares.
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En definitiva,
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que el Estado tenga un deber de proteger a sus ciudadanos frente a la violación de sus derechos subjetivos por otros particulares se explica de forma directa y simple afirmando que, del reconocimiento de esos derechos en la Constitución, se deriva la obligación para los poderes públicos, no solo de no infringirlos, sino también de protegerlos frente a la actuación de otros particulares. O sea, y como hemos dicho, considerando los derechos fundamentales como mandatos de protección (Schutzgebote).
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La dignidad
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En otra ocasión explicaré más detalladamente cuál es el único derecho fundamental que tiene eficacia directa en las relaciones entre particulares, esto es, que no necesita de la mediación de los poderes públicos para asegurar su vigencia directa en las relaciones entre dos individuos. Es el derecho a la dignidad humana. Es el único que todos los poderes públicos que intervienen en las relaciones entre particulares pueden aplicar directamente para sancionar u obligar a actuar de una determinada forma a un particular. En realidad, el derecho a la dignidad humana – igual para todos los seres humanos – es la fuente de todos los derechos fundamentales y es la norma más básica de la Constitución porque regula no sólo la conducta de los poderes públicos sino también la conducta de los particulares. Su eficacia horizontal se muestra en el hecho de que no es asequible a la autonomía privada. No es un derecho “negociable” ni contratable ni, por supuesto, renunciable. Eso es lo que hace que no esté en la lista de los derechos fundamentales. ¿Qué derecho subjetivo sería ese que no está a disposición de su titular? Quizá, por eso, está recogido en el art. 10 CE y no en la declaración de derechos que comienza en el art. 14 CE
Foto: Lucien Freud
Margarita Beladíez Rojo, La eficacia de los derechos fundamentales entre particulares. Algunas consideraciones sobre el distinto alcance que pueden tener estos derechos cuando se ejercen en una relación jurídica de Derecho Privado o de Derecho Público, Anuario de la Facultad de Derecho de la Universidad Autónoma de Madrid 21(2017) pp 75-97
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