Por Jesús Alfaro

Hay que definir estrictamente la «misión» de cada organización

Uno de los argumentos prácticos más potentes para identificar el interés social – al que han de servir los órganos de una sociedad, esto es, sus administradores y su junta – con el interés común de todos los socios y sólo de los socios – no de los terceros que se relacionan con la sociedad – consiste en que si permitimos a los administradores sociales que ponderen los intereses de los acreedores, de los trabajadores, de la comunidad cuando toman decisiones, en lugar de exigirles que evalúen sus decisiones exclusivamente teniendo en cuenta si maximizan el valor de la empresa social, estamos, prácticamente, dando carta libre a los administradores para que hagan lo que quieran, esto es, incrementamos los costes de agencia y hacemos más difícil el control de la discrecionalidad de los administradores.

En relación con las instituciones públicas sucede algo parecido. Si el Derecho dice que el Banco Central Europeo tiene como único objetivo la estabilidad de los precios, el Consejo de Administración del Banco Central Europeo tiene una guía clara de conducta y los ciudadanos una forma relativamente sencilla de comprobar si está cumpliendo o no su misión. Pero si el BCE tiene asignados como objetivos, además de garantizar la estabilidad de los precios, el de contribuir al crecimiento económico, el de reducir el paro y el de proteger a los consumidores de productos bancarios, el consejo del BCE podrá justificar cualquier medida afirmando que, aunque daña a la estabilidad de los precios, favorece la creación de empleo o protege a los consumidores bancarios.

En esta columna, Zingales expresa esta idea y la aplica al caso de la CONSOB – nuestra CNMV – en relación con el conflicto entre la protección de los inversores (que impone a los que emiten valores – acciones, obligaciones – que pueden ser adquiridos por el público – que proporcionen información completa y veraz sobre los valores emitidos a través del folleto de emisión) y la estabilidad bancaria (que se logra en mayor medida si los bancos pueden recapitalizarse más fácilmente aunque sea a costa de imponer pérdidas a los «nuevos» accionistas, esto es, a los que suscriben acciones de esos bancos cuando los bancos emisores de esas acciones están en una situación delicada o tienen un capital insuficiente para enfrentarse a un incremento en el volumen de fallidos en sus créditos. Nuestra CNMV, probablemente, incurrió en este dilema en relación la emisión de participaciones preferentes por parte de las Cajas de Ahorro que se colocaron entre los inversores minoristas cuando se trata de un producto que, por sus características, debería ser adquirido sólo por inversores cualificados.

En relación con las cláusulas-suelo, el dilema del Banco de España y del Gobierno es semejante. Como encargado de asegurar la estabilidad de los bancos, el Banco de España no quiere que se obligue a los bancos a devolver a sus clientes todos los intereses cobrados en virtud de una cláusula – la cláusula suelo – declarada nula (rectius, «intransparente») por los tribunales.

El propio Tribunal Supremo sufrió el mismo dilema y, para garantizar la estabilidad de los bancos estableció en su sentencia de 9 de mayo de 2013 que, aunque la cláusula era anulada, los bancos condenados no tenían que devolver los intereses cobrados en exceso desde que la cláusula-suelo empezó a aplicarse a cada prestatario, sino sólo los intereses cobrados desde la publicación de la sentencia. El Tribunal Supremo apeló al «orden público económico», es decir, a las perturbaciones que, para la estabilidad financiera de los bancos afectados por su sentencia, podría provocar la obligación de devolver todos los intereses. El Banco de España, en la misma línea, apoya al Gobierno cuando éste se opone al recurso – a la cuestión prejudicial – planteada por jueces españoles ante el TJUE para que éste determine si tal apelación al orden público implica que el Tribunal Supremo – y las audiencias provinciales que han seguido la doctrina del Supremo – estarían infringiendo la Directiva 13/93 que ordena la nulidad – no vinculación del consumidor – de las cláusulas abusivas y de las referidas a los elementos esenciales del contrato que no sean transparentes. La Comisión Europea ha dicho que la doctrina del Tribunal Supremo es contraria a la Directiva pero que debe atenderse al límite – a la retroactividad de la nulidad – que supone la cosa juzgada.

El Tribunal Supremo se arrogó un objetivo – velar por la estabilidad de los bancos – que no está en su «estatuto». El Tribunal Supremo ha de interpretar y aplicar la ley, caso a caso, y no tiene que preocuparse por los efectos macroeconómicos de sus sentencias. Fiat iustitia, pereat mundus. No le corresponde preocuparse por si la aplicación del Derecho a una relación entre particulares tenga efectos más allá de esa relación y acabe afectando a toda la Economía. Velar por la estabilidad bancaria es cosa del Banco de España y del Gobierno cuando diseña la política económica. Los tribunales constitucionales – y el Tribunal de Justicia es un tribunal constitucional – sí que pueden tener en cuenta, al dictar sus sentencias, los efectos que éstas tienen, porque son un legislador negativo, es decir, expulsan del ordenamiento normas con rango legal y sus sentencias tienen efectos erga omnes. De ahí que tanto el Tribunal Constitucional como el Tribunal de Justicia hayan desarrollado una doctrina según la cual, pueden limitar los efectos temporales – retroactivos – de sus sentencias, es decir, declarar que la norma que «expulsan» del ordenamiento queda expulsada para el futuro pero que los actos de aplicación de la misma antes de la sentencia se conservan. El Tribunal Supremo no está dotado de tal poder porque sus sentencias no tienen efectos erga omnes, ni siquiera las dictadas en el marco de una acción colectiva.

Cuando una organización, una agencia regulatoria pública, una institución del Estado, puede perseguir objetivos diferentes y que pueden entrar en conflicto entre sí elevamos los costes de controlar su actuación y ponemos en grave peligro el funcionamiento armónico y coherente de todo el sistema jurídico. Porque si el Tribunal Supremo se hubiera limitado a aplicar la ley y una sentencia suya hubiera puesto en peligro la estabilidad bancaria, los encargados de velar por ésta habrían podido intervenir para «ajustar» el sistema teniendo en cuenta la sentencia del Tribunal Supremo. Al excederse, el Tribunal Supremo ha creado un problema más gordo del que trataba de solucionar.