Por Francisco Marcos
Una toma de control sin control
El Consejo de ministros ha decidido no prohibir la OPA de BBVA sobre Sabadell. Ha optado por algo peor. Ha resuelto autorizarla… para vaciarla. La resolución no veta formalmente la operación, pero impone unas condiciones tan intrusivas, vagas y prolongadas que convierten la adquisición en una anomalía jurídica y un absurdo económico. Es, en esencia, una toma de control (del Sabadell por el BBVA) sin control (sin posibilidad de unificar los dos patrimonios), un oxímoron institucional que inaugura una nueva etapa en la historia de las concentraciones empresariales: la de la ficción regulatoria.
El Acuerdo del Consejo de Ministros —un extenso documento de veinticinco páginas*— no es una resolución técnica ni jurídica en sentido estricto, sino un artefacto retórico que combina afirmaciones sin respaldo, justificaciones circulares y condiciones difícilmente reconciliables con los principios de proporcionalidad y seguridad jurídica. Está marcado por una ambigüedad argumentativa persistente, un lenguaje inflado y una lógica defensiva que bordea por momentos la simulación jurídica. Más que motivar razonadamente la decisión, el texto parece empeñado en justificarla preventivamente, como si su principal objetivo fuera anticipar críticas antes que exponer fundamentos. Bajo su apariencia de razonabilidad institucional, el acuerdo consagra un esquema de intervención que desnaturaliza por completo la lógica de una OPA.
Desafortunadamente, ya había advertido en un artículo anterior (Cinco Días, BBVA, Sabadell y el riesgo de intervenir sin decir que no), que el Gobierno podía ejecutar una forma de intervención indirecta, sin asumir su coste político, mediante condiciones tan exigentes que la operación deviniera inviable. Lo que entonces era una hipótesis ahora se ha materializado, en toda su crudeza.
El contraste entre la retórica pública y el contenido real de la resolución no puede ser más llamativo. Mientras desde el Gobierno se insiste en que “no se impide la operación” y que “los accionistas podrán decidir libremente”, lo que se ha aprobado es un entramado de condiciones que cercenan la libertad de empresa durante años. La brecha entre discurso y realidad -entre la escenografía mediática y la arquitectura normativa- no solo erosiona la confianza de los operadores económicos, sino que cuestiona abiertamente la honestidad institucional del proceso. La decisión rompe también con uno de los pilares del Derecho económico: la exigencia de proporcionalidad en toda intervención pública. Aquí, en lugar de un equilibrio entre fines y medios, se impone una lista de obligaciones que parecen justificarse solo por el deseo de condicionar el resultado, no por el rigor de un análisis técnico. Buena parte del acuerdo del Consejo de ministros sigue además la lógica de la excusatio non petita: cuanto más insiste en que no hay veto, más evidente se hace que lo que hay es una prohibición disfrazada.
La decisión del Gobierno es un ejercicio de ficción normativa de alta densidad. A lo largo dos docenas de páginas de prosa rimbombante se presenta como autorización lo que funciona como veto. BBVA puede lanzar la OPA, sí, pero no podrá integrar, ni absorber, ni siquiera dirigir operativamente Sabadell durante, al menos, tres años. Ambas entidades deberán permanecer separadas, con sus marcas, oficinas, políticas y estructuras diferenciadas, bajo tutela gubernamental. ¿De verdad a esto se le puede llamar “toma de control”?
El aparato justificativo es tan desmedido como incoherente. Se invoca, una y otra vez, un “interés general” vaporoso, supuestamente distinto del interés público protegido por la normativa de competencia (por exigencia del artículo 60.3 de la Ley de Defensa de la Competencia), para colar por la puerta de atrás un listado de condiciones que parecen sacadas de un manual de excusas. Durante tres años se impone una artificiosa estructura de doble gobierno corporativo con el corolario de la presentación por ambas entidades de “informes de situación” y “planes estructurales” de estrategia corporativa sujetos a evaluación política, que deja abierta la puerta a su prolongación unilateral dos años más.
La resolución del Consejo de ministros alcanza incluso el tono de lo paródico cuando se enumeran las actividades que deben preservarse: desde oficinas hasta créditos a pymes, pasando por el uso de la marca y la continuidad del «modelo Sabadell«. La operación se convierte en una especie de parque natural de duración trienal (o incluso quinquenal), donde determinadas especies bancarias —como el servicio de cercanía o la marca regional— deben conservarse como si estuvieran en peligro de extinción. Más llamativo aún es el tratamiento que se reserva a las fundaciones bancarias: se les sugiere, casi como exhortación moral, que mantengan su arraigo territorial, su labor social y su «vinculación con la identidad institucional» del Banco Sabadell, como si estuviésemos ante custodios del espíritu bancario local y no ante actores regulados por normas de gobierno corporativo. Todo ello configura una escenografía sin precedentes, entre el dirigismo sentimental y la administración simbólica.
Un resumen de la lógica contradictoria y del ejercicio de intervencionismo encubierto se condensa en este revelador párrafo sobre cuál es la condición impuesta para la autorización de la OPA (págs. 22-23):
“Esta condición no prohíbe la operación o la toma de control, sino que garantiza que, durante el periodo en que existe toma de control pero la administración de las entidades se mantiene separada, no se establece un modelo de gestión que pueda afectar y dañar a estas razones de interés general. Esta autonomía en la gestión ha de entenderse como aquella que lleve a la maximización del valor de cada una de las entidades por separado, no del conjunto formado por las dos y ha de ser bajo esta óptica bajo la que se deba interpretar la condición y valorar la gestión de ambas entidades durante el tiempo de vigencia de la condición.”
Lo que aquí se plantea no es otra cosa que una operación en la que el adquirente no puede ejercer su control de forma efectiva, ni realizar los ajustes o estrategias que justifican cualquier adquisición empresarial. En definitiva, exige a BBVA que actúe como si no hubiera adquirido Sabadell. O, al menos, como si no debiera obtener consecuencia económica alguna del control formal que se le reconoce.
Tampoco ayuda a la seriedad del conjunto el modo en que se introducen algunas afirmaciones de impacto. Se dice, por ejemplo, que las concentraciones bancarias han incrementado las reclamaciones de consumidores (pág. 17), como si bastara enunciarlo para validar una intervención estructural. Pero si realmente se considera que la progresiva concentración del sector bancario ha agravado el malestar de los clientes minoristas, la respuesta normativa coherente no sería bloquear integraciones empresariales, sino reforzar la supervisión conductual, las garantías de transparencia y los mecanismos de resolución de controversias. Utilizar el malestar del consumidor como argumento para condicionar una OPA es una forma de frivolidad regulatoria que no resiste un análisis serio.
La duración de la condición
A ello se suma un elemento especialmente perturbador: la duración de esta anomalía. La resolución fija un plazo mínimo de tres años durante el cual BBVA y Sabadell deberán operar por separado, manteniendo estructuras, marcas y políticas diferenciadas. No se ofrece ninguna justificación propia para ese plazo: se adopta, sin más, el horizonte temporal fijado por la CNMC para sus compromisos en materia de competencia, como si sirviera también para imponer restricciones ajenas a ese ámbito. Pero lo que en el terreno de defensa de la competencia podría tener sentido como periodo transitorio para verificar efectos en el mercado, resulta completamente arbitrario cuando se aplica al gobierno y a las actividades de una entidad adquirida por una OPA. Además, conviene aclarar que los compromisos aceptados por BBVA ante la CNMC son de carácter funcional y están dirigidos a evitar riesgos horizontales concretos, sin incluir ningún tipo de separación estructural ni intervención organizativa. Que el Gobierno utilice ese precedente técnico como coartada para una congelación prolongada y política del control empresarial es, sencillamente, desproporcionado.
Y lo más preocupante es que ese plazo no constituye un límite, sino un mínimo: la separación estructural podrá extenderse hasta cinco años, en función de los informes de situación y de los planes estructurales a largo plazo que ambas entidades deberán presentar antes del vencimiento del trienio inicial. Un plan cuyo contenido, criterios de evaluación y consecuencias prácticas no se definen, pero que podría prolongar indefinidamente la ficción de una integración sin integración.
Tan inédita como inquietante es la designación de la Secretaría de Estado de Apoyo a la Empresa (SEAEA) como órgano supervisor de la fusión, encargado de vigilar el cumplimiento de las condiciones, recibir los informes de situación que preparen BBVA y Sabadell y evaluar si se prórroga o no la separación estructural (aunque la decisión final competerá al Consejo de ministros). Se atribuye a un organismo ajeno a la función supervisora del sistema financiero, carente de competencias técnicas específicas y sin garantías de independencia, una función de control sin precedentes en una operación empresarial privada. El resultado es un comisariado administrativo de nuevo cuño, que actúa como curador externo del diseño corporativo sin base alguna en la legislación mercantil o financiera. En lugar de reforzar los cauces institucionales ya existentes, el gobierno los sustituye por un esquema de vigilancia política improvisada.
Lo más revelador, sin embargo, es que no existe experiencia comparable en el Derecho europeo o internacional de concentraciones empresariales. No se conoce otro caso en el que, tras superar los filtros de competencia y regulación/supervisión financiera, una operación privada sea intervenida políticamente con esta intensidad. En otras jurisdicciones pueden imponerse condiciones, pero nunca con este grado de ambigüedad, de larga duración y de supervisión política difusa. España no ha inventado una nueva técnica regulatoria: ha creado un precedente institucional anómalo, difícilmente reconciliable con las reglas y los principios de una economía de mercado.
La apelación al interés general
Y aún más grave es el uso inflacionario del llamado ‘interés general’ como comodín justificativo. En el texto no solo se invocan la cohesión territorial o la financiación a pymes: también aparece, casi de forma tangencial pero reveladora, una mención a la ‘función social’ en materia de vivienda, como si una operación entre dos bancos privados debiera subordinarse a una agenda de política social.
La amplitud de los objetivos invocados alcanza niveles que rozan la caricatura. Entre los factores que supuestamente justifican las condiciones impuestas se incluyen la protección del empleo, el impulso a las pymes, la cohesión territorial y, de forma sorprendente, la promoción de la investigación y el desarrollo tecnológico. Se trata de finalidades legítimas en abstracto, pero completamente ajenas al objeto de una autorización de concentración empresarial. Su inclusión no responde a una lógica regulatoria, sino a una vocación de planificación económica impropia de un Estado miembro de la UE. Que el destino de una OPA dependa de si la entidad resultante “contribuye al desarrollo tecnológico” convierte la seguridad jurídica en una variable política, y la política industrial en un filtro discrecional aplicado ex post.
Lo que debería ser una valoración técnica sobre los efectos económicos de una operación empresarial se convierte en un vehículo para objetivos que corresponden a otras políticas públicas, que ya cuentan con sus propios instrumentos normativos.
Consecuencias
La gravedad del precedente exige una reacción inmediata. Es obvio que BBVA no debería seguir adelante con la OPA en estas condiciones, no porque el proyecto no tenga sentido estratégico, sino porque ya no hay operación: lo que hay es una ficción intervenida. Pero más allá de eso, el banco debería acudir a los tribunales, no para paralizar la operación, sino para anular este abuso regulatorio. Porque lo que se ha abierto aquí no es solo un caso problemático: es un canal para que el Gobierno reescriba las reglas de juego sin coste político y con apariencia legal.
BBVA todavía está a tiempo de reaccionar en sede judicial. Podría impugnar la decisión del Gobierno ante el Tribunal Supremo, al menos en lo relativo a la condicionalidad impuesta. La jurisprudencia del Alto Tribunal en esta materia no es irrelevante: ya anuló por desproporcionadas y por vulnerar la libertad de empresa las condiciones impuestas por el Ejecutivo en operaciones de concentración anteriores (STS de 2/4/2002, rec. 1585/2000 Prosegur/Blindados del Norte y ATS de 28/4/2006, rec. 47/2006 Gas Natural/Endesa). Nada hace pensar que esta resolución, redactada con prosa inflamada y escaso rigor técnico, sustentada en una noción difusa del interés general y desprovista de una evaluación seria sobre la proporcionalidad de los medios empleados, pueda superar ese mismo escrutinio.
Tampoco puede descartarse una actuación por parte de la Comisión Europea. Aunque se trata de una operación nacional, y por tanto no sujeta al Reglamento de concentraciones de la UE, el recurso a conceptos elásticos como el “interés general” para frenar una adquisición encaja de lleno en los márgenes de control del Derecho de la UE sobre restricciones a la libre circulación de capitales (artículo 63 TFUE) y, eventualmente, a la libertad de establecimiento (artículo 49 TFUE). Ya obligó a Hungría a retirar su veto a la compra de AEGON por parte de VIG (Decisión de 21/2/2002, M.10494 VIG/AEGON CEE), y el Tribunal de Justicia de la UE ha insistido en que estas restricciones deben estar justificadas en intereses legítimos y ser proporcionadas (sentencia de 13/7/23, C-106/22 Xella Magyarország Építőanyagipari Kft. vs. Innovációs és Technológiai Miniszter, EU:C:2023:568). Corresponde ahora valorar si lo ocurrido en España puede encajar en esa misma lógica restrictiva.
Este episodio no solo afecta a BBVA o a Sabadell. Marca un punto de inflexión para cualquier operador que contemple una operación corporativa de envergadura en España. El mensaje que queda es que las reglas del juego pueden alterarse políticamente cuando la operación molesta, incluso si supera todos los filtros regulatorios e institucionales. Esta incertidumbre disuade la inversión, erosiona la credibilidad institucional y socava los esfuerzos -tan reiterados como vacíos- de proyectar a España como un entorno seguro, previsible y respetuoso con el marco de libre empresa.
En este contexto, la cuestión no es si la OPA puede salir adelante, sino qué mensaje deja España como destino de inversiones. Si se permite que operaciones entre empresas solventes sean intervenidas por un Estado que actúa como accionista sin participación, entonces no hay economía de mercado, sino una escenografía de mercado: actores privados en escena, pero guion y dirección política tras el telón.
* El acuerdo no se ha publicado aún, pero puede consultarse en su integridad en el registro de Información Privilegiada de la CNMV, nº de registro 2791 (BANCO BILBAO VIZCAYA ARGENTARIA, S.A. Sobre ofertas públicas de adquisición de acciones. La Sociedad informa sobre la autorización del Consejo de ministros a la concentración económica resultante de la Oferta con una condición adicional a los compromisos presentados por BBVA, 24/06/2025, 15:25).
Abanico pintado por Grace E.A. Ford for Allen Fan Company, 1885–1910. Museum of Fine Arts, Boston.
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