Por Puerto Solar y Pedro Lacal

 

A primera vista, la gestión penitenciaria de la crisis sanitaria que aún vivimos ha sido un éxito. Así lo indican los datos publicados en bruto. Con muertes diarias que se han contado a millares, el número de contagiados y fallecidos ligados al medio penitenciario, tanto del lado de los internos, como del de los funcionarios, parece anecdótico. Y todo esto en un contexto penitenciario muy precario en términos sanitarios. No revelamos nada nuevo si destacamos el alto déficit de médicos que sufren las prisiones de nuestro país, derivado a su vez, de la falta de vocación penitenciaria y las peores condiciones laborales de los sanitarios que trabajan en una prisión. Sin embargo, transformemos estos datos brutos en netos. Reflexionemos sobre ellos para que aparezca su verdadero significado.

En primer lugar, la ausencia de propagación del virus en el interior de los centros penitenciarios de forma masiva, como ha sucedido en las residencias de ancianos, se ha producido en un contexto muy específico: el creado por las medidas de aislamiento radical en la que han quedado los internos. No se han celebrado comunicaciones ni con familiares, ni con allegados; los permisos de salida ordinarios, incluso los ya autorizados en sede judicial, no se han llevado a cabo; las salidas motivadas por razones humanitarias -los llamados permisos extraordinarios-, se han denegado si su ejecución era incompatible con las medidas derivadas del estado de alarma para toda la ciudadanía; finalmente, y fundamental para trazarnos el mapa al que ahora nos enfrentamos, se han suspendido las actividades de tratamiento: ni los profesionales penitenciarios, salvo los del área de vigilancia, ni los voluntarios o profesionales de ONGs, han pasado al interior de los centros. Esto es, la labor penitenciaria se ha reducido en su mayoría a una mera labor de vigilancia.

En segundo lugar, hay otro dato, otra perspectiva, que también debemos acoger. Los Centros de Inserción Social (CIS), con internos en tercer grado (artículos 82 y 83 RP) o segundo grado asimilado al tercero (artículo 100.2 RP), han quedado prácticamente vacíos durante estas semanas de confinamiento. Se ha producido una concesión más flexible del régimen de cumplimiento bajo control telemático del artículo 86.4 RP, de manera que muchos internos, en lugar de ir a pernoctar a los CIS, han podido pasar el confinamiento en sus casas. Para que nos hagamos una idea de las cifras, si a finales de febrero los internos clasificados en artículo 86.4 RP no alcanzaban los 2000, a principios de abril, esta cifra había superado los 5000.

En definitiva, tenemos dos factores objetivos que nos han de ayudar a definir mejor el futuro que enfrentamos. Los datos que antes dábamos en bruto, el aparente éxito de la gestión, adquieren otro significado con estos condicionantes. De un lado, el medio ordinario de cumplimiento, el propio del segundo grado, se ha visto mínimamente afectado por el Covid 19 bajo un estricto régimen de aislamiento con el exterior. No decimos con esto que ese aislamiento haya sido el único motivo para la contención, pero sí que se trata de un factor sin duda fundamental. De otro, el tercer grado se ha cumplido de forma masiva fuera de los CIS. Por tanto, en régimen ordinario se ha evitado el contacto con el exterior y en régimen abierto se ha evitado la convivencia grupal.

Creemos que este ha de ser el contexto del análisis si no queremos caer en la autocomplacencia. Una lectura más sosegada de lo acaecido nos tiene que servir y ayudar a poner en marcha una política penitenciaria valiente y justa. Justa para compensar las intensas restricciones que, sobre la privación de libertad, han sufrido los internos. Valiente para enfrentar posibles rebrotes de la enfermedad de manera inteligente y menos restrictiva.

 

Medidas compensatorias

 

En aplicación del Real Decreto 462/2020, de 14 de marzo, que regula el estado de alarma, los internos en centros penitenciarios han visto limitada la ya de por sí escasa libertad de la que disponen. Aunque nos parezca imposible después de las ocho semanas largas de confinamiento que arrastramos, su privación de libertad es ya per se más intensa que la que nosotros hemos padecido. Quienes cumplen condena no cuentan con la posibilidad de comunicarse con sus seres queridos cuando desean, aunque sea a distancia. No tienen libertad de movimientos dentro del centro penitenciario. No han tenido permiso para ir a tirar la basura o ir a por el pan. Y han compartido su confinamiento con personas desconocidas, ajenas a su familia y, muchas veces, su modo de entender la vida. Teniendo en cuenta estas diferencias entre lo que nosotros hemos vivido y lo que ellos viven a diario, el estado de alarma ha sumado mayores limitaciones. Se han restringido derechos recogidos en una ley orgánica como las anteriormente referidas comunicaciones familiares presenciales, las salidas de permiso y las actividades de tratamiento.

A la vez, no podemos perder de vista que muchos internos, llamados de confianza, han realizado labores penosas, de especial colaboración con la administración, atendiendo a otros internos aislados, en muchas ocasiones sin la más mínima formación e información previa sobre cómo llevar a cabo tales tareas y evitar el contagio para sí y para los demás. Únicamente cargados de buena voluntad y predisposición, sustituyendo a personal que no estaba presente o disponible en número suficiente. Y ello sin solicitar compensación alguna.

Una política penitenciaria justa ha de compensar la situación descrita. No es lo mismo cumplir condena en un contexto de normalidad, que en el vivido a lo largo de estas semanas. Máxime cuando es más que previsible que, por la propia inercia administrativa, se tarde mucho en retomar el ritmo de actividad anterior a la pandemia. Como ejemplo de estas medidas, países próximos como Portugal han optado por la concesión de indultos generales -entre el 11 y el 29 de abril, 1186 internos se beneficiaron del perdón de la sentencia- y otros más específicos, limitados a internos de avanzada edad y con patologías previas. Nuestro ordenamiento recoge instrumentos que permitirían este tipo de medidas. En el ámbito estrictamente penal, existe la posibilidad de aplicar indultos bajo la Ley de 18 de junio de 1870. En el medio penitenciario, el artículo 206 RP permite propuestas de las juntas de tratamiento que reduzcan efectivamente la condena. Y si bien la tramitación de los indultos es jurídica, se prevé en todo caso una decisión final de corte político. Entendemos que aquí es donde debiera entrar el buen hacer de los gestores de lo público, compensando las intensas restricciones adicionales vividas por parte de su ciudadanía.

 

Medidas excarcelatorias

 

Varios son los motivos para unir a las anteriores, otras medidas de mayor impacto. En primer lugar, el hecho de que se espere un repunte de enfermedad en octubre tendría que hacernos pensar en mecanismos de abordaje de la enfermedad más razonables, más inteligentes. Ahora estamos preparados. Sabemos qué ha pasado y no podemos responder del mismo modo. Necesariamente, la respuesta institucional ha de ser más proporcionada.

En segundo lugar, en relación con lo anterior y aplicado al medio penitenciario, no es posible retomar intermitentemente las estrictas medidas de aislamiento impuestas a los internos de una manera sostenida en el tiempo. Hablamos de una institución total, con grupos y espacios de convivencia sometidos a presiones propias, donde el tener pautas de comportamiento más o menos previsibles y conocidas, se torna fundamental en muchos casos. Por último, no podemos olvidar que las prisiones constituyen focos de contagio rápido y letal. Ello tanto por la intensa convivencia de grupos numerosos de personas, como por la situación sanitaria de gran parte de su población. El hecho de que en esta ocasión no haya entrado el virus con especial intensidad en términos comparativos con otros colectivos en los que la afección de la pandemia ha sido intensa, no impide per se que los centros penitenciarios puedan convertirse en un foco de propagación en una ocasión posterior. De hecho, supone un factor de riesgo que puede provocar que no se detecten los presentes y futuros peligros. En resumen y atendiendo a lo anterior, necesitamos espacios que nos permitan una gestión más comedida y adaptada de futuras crisis.

Copiando la filosofía de la desescalada puesta en marcha por el gobierno, teniendo en cuenta condiciones y objetivos previamente fijados, y no fechas fijas para el paso de fase, nos parece no fundamentado y fuera de toda lógica penitenciaria proponer la excarcelación de internos atendiendo a sus fechas de cumplimiento como factor de valoración principal. Resulta mucho más eficaz, eficiente y está normativamente contemplado, promover la excarcelación de aquellos internos que han demostrado, y demuestran diariamente, un cambio sostenido en sus actitudes frente al delito. No se trata tanto del tiempo cumplido, como de lo aprovechado durante el mismo. No se trata tanto de la condena impuesta -habitualmente las condenas de más larga duración recaen sobre sujetos primarios y las condenas de menor duración sobre reincidentes (piénsese en los delitos contra la propiedad y contra la salud pública como traza mayoritaria de reincidencia y cuyas condenas no pasan de ser menores)-, cuanto del riesgo de reincidencia en la misma y por lo tanto peligrosidad social que presentan a futuro.

Desde un punto de vista eficaz, la concesión de cumplimiento en artículo 86.4 RP a quienes se encontraban en los CIS ha venido a enseñarnos que podemos hacer más de lo que hacemos desde un punto de vista tratamental. Dicho de otro modo, somos excesivamente punitivistas. De hecho, penitenciariamente, lo que la gestión del Covid 19 nos está diciendo es que podemos parecernos más a Holanda. Vaciar las prisiones al uso, reducir la presión penal sobre la sociedad y gestionar el cumplimiento de la privación de libertad de forma menos desocializadora. En este sentido, lo que aquí se propone es aplicar las mismas medidas de excarcelación y paso a regímenes de cumplimiento más flexibles que se han previsto para los internos que ya estaban en régimen abierto, a aquellos internos en centros penitenciarios en régimen ordinario. Desde un punto de vista eficiente, no tiene ningún sentido seguir ocupando una plaza de UCI por un paciente que ya ha pasado la fase crítica o se encuentra en proceso de hacerlo y una cama hospitalaria por quien ya se encuentra totalmente curado. De igual manera, si las exigencias de prevención general no lo impiden, resulta poco eficiente mantener en prisión a quien ya se encuentra dotado de medios para no volver a delinquir con mucha probabilidad. Del mismo modo que lo hubiera sido el mantener en un CIS a quien al inicio de la pandemia ya se encontraba totalmente preparado para volver a vivir con mayor libertad.

Corremos un claro riesgo. La autocomplacencia con los datos actuales nos sitúa en un estilo de pensamiento tan lógico como inútil, el que declara que «para evitar los quebrantamientos durante un permiso lo mejor es no darlos». Existen premisas que sin dejar de contener su lógica resultan inútiles por llevarnos al absurdo de no hacer nada. Volviendo a los datos en bruto y su aplastante lógica, para evitar que el virus entre en las prisiones la mejor decisión es cerrar la puerta y tirar la llave. No caigamos en ello.

 

Otras medidas para la reflexión

 

Además de lo anterior, y al margen de las medidas que puedan suponer mayor margen de libertad para los internos, también se impone repensar algunas limitaciones de régimen interior, nunca cuestionadas, pero que la crisis sanitaria ha revelado como, al menos, poco justificadas. Pensamos en los teléfonos móviles que se han repartido en los diferentes centros penitenciarios, tanto los pertenecientes a la administración general, como a la catalana. Su uso, la realización de videollamadas con familiares y abogados, nos ha puesto frente a un espejo en que institucionalmente debemos mirarnos. Por qué vamos a restringir y retroceder en algo que ha funcionado. Es más, bajo qué fundamentos limitar estas nuevas posibilidades que hacen mucho más eficaz y humana la comunicación que se está desarrollando -no es lo mismo sólo oírse, que también poder verse-. No parece que haya habido problemas graves desde el punto de vista de la seguridad y un buen protocolo que regulase su uso podría ser suficiente. A la vez, no debemos perder de vista que de este modo se reduciría la brecha tecnológica que afecta a los internos que acceden a la libertad después de cumplir condenas largas. Si no hay motivos para restringir, demos. Ese es el sentido del artículo 25.2 CE, que la privación de libertad se ejecute de la forma menos restrictiva posible, más parecida al ámbito social libre.

Y ahora desde el punto de vista de los trabajadores. Ojala estas líneas sirvan para reivindicar el trabajo fundamental, como servicio esencial, que llevan a cabo los funcionarios de vigilancia. Todos los penitenciarios podemos no estar, podemos faltar, menos ellos. Y otro asunto relevante, consecuencia del anterior: el teletrabajo. En un contexto de crisis económica como este al que nos enfrentamos, tenemos la obligación de promover una administración menos presentista. Si algo ha venido a demostrar la pandemia es que se puede trabajar desde casa en algunas de las otras áreas que componen la plantilla de un centro penitenciario. De nuevo, protocolos adecuados podrían regularlo y promoverlo. Ello con todas las consecuencias de ahorro y conciliación que sin duda se generarían.


Foto: Miguel Rodrigo Moralejo