Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

 

Uno de los momentos más comprometidos del abogado sucede cuando el cliente pregunta (nos pregunta) por las posibilidades de éxito de su reclamación e incluso pide que se le ponga un porcentaje. Que el justiciable quiera saber dónde se mete y calcular los riesgos (y los costes) tiene toda la lógica del mundo, lo mismo que quien se somete a un tratamiento médico lo primero que hace es intentar averiguar qué es lo que le aguarda, en tiempo, dinero y posibilidades de éxito. Pero lo cierto es que la actividad de profeta encierra un altísimo riesgo -el progreso científico-técnico no ha hecho decrecer la incertidumbre, sino justo lo contrario, como ha explicado un jurista tan abierto al mundo como José Esteve Pardo- y los pleitos no constituyen una excepción. El ordenamiento se ha hecho cada vez más complejo -como la vida en general- y además ocurre que, aunque nos cueste reconocerlo, los jueces tienden a buscar, por encima de lo que digan las leyes, la justicia del caso concreto.

En resumidas cuentas, cuando el abogado se siente en la enojosa tesitura de tener que jugar el papel de Tiresias, su única escapatoria digna está en refugiarse (siempre curándose en salud al recordar eso que dicen los expertos bursátiles de que las rentabilidades pasadas no garantizan rentabilidades futuras) en la estadística judicial. Pero tampoco eso resulta sencillo, para empezar porque las Sentencias son muchísimas y cada una de su padre y de su madre. En teoría tenemos un mecanismo para unificar criterios, el recurso de casación (en lo contencioso, y desde 2016, supuestamente “objetivo”) y así en lo sucesivo saber todos a qué atendernos, pero  sabemos que eso cubre comparativamente pocos escenarios y, aun en ellos, las cosas siguen dejando espacios para el debate, porque el desempeño de un letrado ante el foro sigue teniendo en la retórica su instrumento mayor. En suma, lo nuestro es un arte, no (al menos, por el momento) una ciencia.

El lector sabrá disculpar todas estas obviedades, que, si acaso presentan un tono de denuncia, en realidad están movidas por un ánimo de celebración: dar la noticia de la publicación, por sexto año consecutivo, del “Informe sobre la Justicia Administrativa”, ahora el de 2020. Su autoría proviene de la Universidad Autónoma de Madrid (su Facultad de Derecho, por cierto con dirección postal en la calle Kelsen, nada menos) y en concreto el llamado Centro de Investigación sobre Justicia Administrativa.

De la estadística puede proclamarse -y no se diga si llegamos al Big Data- que sólo es valiosa si se encuentra desagregada. Las típicas informaciones provenientes de los propios órganos judiciales con el número bruto de asuntos que están tramitando -siempre unas cifras abrumadoras- no sólo no sirven para nada sino que al lector ilustrado -que conoce que hay muchos pleitos repetidos y que Sus Señorías se muestran alérgicos a las acumulaciones- le provocan incluso un efecto de escepticismo o incluso de indisposición, porque le hacen pensar que los propósitos de la información -no siendo inexacta, por supuesto- están sesgados. Le viene a uno a la cabeza esa frase atribuida, como otras muchísimas, al Winston Churchill más cínico: “Sólo me fío de las estadísticas que he manipulado yo”.

El Informe de 2020, como sus antecesores, consiste en clasificar el material -2.525 sentencias- por sectores: a) Tributos; b) Contratación pública; c) Responsabilidad patrimonial; d) Proceso especial de tutela de los derechos fundamentales; e) Personal; f) Protección de datos; y g) Transparencia. O sea, siete en total. Y en cada uno de ellos a su vez con varios desgloses, sobre todo -de más está decirlo- sobre el sentido estimatorio o desestimatorio de la resolución -si el pleito se gana o se pierde, en suma- y también sobre las correspondientes cuantías. Quienes lleven siguiendo estos anuarios desde 2015 conocen el paño y podrán valorar que los criterios seguidos se han ido puliendo y perfeccionando con el tiempo.

Como el método empleado no es el deductivo -el habitual de los juristas: se empieza por el concepto, llámese acto administrativo, disposición general, contrato o lo que sea, y luego se intenta encajar en él la realidad, aunque sea a martillazos-, sino el inductivo -el de la ciencia, al menos desde Roger Bacon (1214-1292) y por supuesto Galileo (1564-1642) y Hume (1711-1776)-, las reflexiones de orden general están elaboradas ex post y a modo de síntesis o conclusiones. Es la llamada Presentación, de páginas 23 y 24, a cargo de Silvia Díaz Sastre, la Directora, que pone sobre la mesa la necesidad de “realizar una profunda reflexión sobre la importancia de los datos y de la investigación científica”. La razón, a la vista de la pesadilla que el mundo está viviendo desde marzo de este año 2020, “triste y atípico”- es elemental:

La adopción de decisiones en situaciones de incertidumbre sólo es posible si se dispone de información fiable, elaborada conforme a estándares científicos, que ayuda a valorar las distintas opciones disponibles, sus ventajas e inconvenientes. Esta máxima se aplica sin duda al ámbito sanitario, pero también debe proyectarse sobre cualquier ámbito de toma de decisiones por los poderes públicos como es, sin duda, el de la justicia administrativa”.

Con -por supuesto- un lamento referido, ahora privativamente, a nuestro país:

“La realidad ha evidenciado importantes lagunas existentes en la cultura de la información y del análisis de datos en España”.

Lo cual además cae sobre un terreno nada fértil:

“La falta de consolidación de una estructura institucional sólida parece ser (…) un mal endémico en nuestro sistema de justicia administrativa que dificulta su buen funcionamiento”.

Particular interés tiene igualmente la Introducción, de páginas 27 a 32, que constituye todo un dechado de honradez, en el sentido de confesión de lo que son las limitaciones de las cosas. Se puede seleccionar una frase:

“(…) los estudios sobre la calidad de la justicia suelen apoyarse en indicadores cuantitativos o formales de funcionamiento de los órganos judiciales (nuevos asuntos, asuntos resueltos, nivel de estimación de los recursos, duración de los procesos, etc.). Por regla general, no se valoran aspectos cualitativos o sustantivos”,

por la sencilla razón de que, aunque también resulten susceptibles de parametrización si se saben seleccionar los indicadores, el trabajo se muestra imposible o muy difícil, lo que, por supuesto, tiene como consecuencia que el cuadro no acabe de ser completo. Ello no obstante, de las Conclusiones del final de cada uno de los Capítulos se puede derivar una opinión bastante fundada sobre qué está sucediendo en la realidad.

Hay que terminar estas breves notas y la mejor manera de hacerlo es con una recomendación: es un trabajo (accesible en la web con sólo poner su nombre) a poner sobre la mesa por los abogados, quizá no para leerlo de corrido pero sí para consultarlo cuando los clientes nos colocan en el papelón de hacer de arúspices: hace falta tener a mano un ave recién sacrificada y verle las entrañas para de ahí derivar un vaticinio. Este estudio hace las veces de ese ave.

Y, por supuesto, enhorabuena (y gracias) a los autores. Está por ver si los legisladores, o los propios jueces, leen este tipo de obras -hay que advertir que no se requieren  grandes  conocimientos  de  aritmética para seguir el hilo de los argumentos-, pero en cualquier caso es muy bueno que existan. Como afirmaba Lord Kelvin (1824-1807), lo que no se puede medir no se puede conocer, con la consecuencia no sólo de que no se podrá mejorar sino que inexorablemente tenderá a empeorar, si cabe.