Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

 

Un test de stress para la creatividad de los legistas

 

 

Planteamiento

El nombre de Cesáreo Parada González no le dice nada a nadie. Pero es una persona muy importante en la historia de nuestro derecho. Quizá tanto como un Manuel Alonso Martínez o un Vicente Santamaría de Paredes. Y no exagero.

 

Sobre la motivación de las decisiones judiciales y administrativas

Para explicar las cosas, hay que empezar remontándose muy arriba, hasta la mismísima Constitución de 1978. El Art. 120.3 contiene dos mandatos a las Sentencias: que “serán siempre motivadas” y que “se pronunciarán en audiencia pública”. Ahora hemos de fijarnos en lo primero.

La carga de Sus Señorías de motivar sus resoluciones -¡sólo faltaba!- se ha convertido, de la mano del Tribunal Constitucional, en todo un derecho de los justiciables, incluido además en el ámbito de la tutela judicial efectiva y sin indefensión del Art. 24. Así se ha recordado muchas veces, la última -Sentencia 88/2021, de 19 de abril: un amparo estimado-, al hilo del litigio sobre un inmueble en el dominio público marítimo terrestre en El Portil, término municipal de Cartaya (Huelva). Es el Fundamento Jurídico 3, d), primer párrafo, con cita de reiterada doctrina anterior:

la motivación de las resoluciones judiciales, aparte de venir impuesta por el Art. 120.3 CE, es una exigencia derivada del Art. 24.1 CE con el fin de que se puedan conocer las razones de la decisión que aquellas contienen, posibilitando su control mediante el sistema de los recursos”. (Además), “el derecho a obtener una resolución fundada en Derecho, favorable o adversa, es garantía frente a la arbitrariedad e irrazonabilidad de los poderes públicos”.

Doctrina, sí, pétrea, aun cuando, a la hora de su aplicación a los casos concretos, el Tribunal Constitucional (TC) oscila entre lo muy puntilloso -toda explicación le sabe a poco- y, en otras ocasiones, lo extremadamente laxo, porque le basta con un par de cláusulas de estilo. Y eso sin olvidar -punto crucial- lo que Alejandro Nieto, otro de los grandes (a la altura también de Alonso Martínez y Santamaría de Paredes), ha puesto de relieve mil veces y con tono de denuncia: que, de hecho, Sus Señorías adoptan sus decisiones -a uno le doy y al otro le quito- con criterios de voluntad (son, sí, decisiones) y sólo ex post buscan la motivación -las normas seleccionadas y el relato de los hechos- para así vestir el muñeco. La (supuesta) razón jurídica tiene un alcance meramente instrumental: no pasa de ser el envoltorio que se le busca a la mercancía, su celofán. Una empresa por cierto nada sencilla, porque hay que saber mentir (o, al menos, estar versado, siguiendo las recomendaciones de Gracián, en el arte del disimulo) sin que se note. No vale cualquiera y entre Sus Señorías hay de todo, como en botica. En los repertorios de jurisprudencia se encuentra uno cada bodrio…

¿Qué sucede con los actos administrativos, que, al igual que las Sentencias, en muchas ocasiones tienen una doble faz, en el sentido de que benefician a tirios al par que perjudican a troyanos o a la inversa? También hay que motivarlos, aunque -salvo que se trate de sanciones- el radio de la exigencia constitucional no resulta universal. El TC, en la Sentencia 42/2020, de 9 de marzo, que resolvió un pleito sobre la tarjeta del familiar de un extranjero a efectos sanitarios, pone bajo la lupa sólo a los escenarios en los cuales

“la revisión judicial del acto administrativo en cuestión no contiene la debida motivación de las circunstancias personales del recurrente, cuando están en juego (asociados a derechos fundamentales como los contemplados en los artículos 18.1 y 24.2 CE) una pluralidad de intereses constitucionales como el de protección social, económica y jurídica de la familia (Art. 39.1 CE)”.

Pero, si se trata de actos discrecionales, el deber de motivación lo viene pidiendo la legislación general de procedimiento administrativo desde tiempo inmemorial. Hoy, en la Ley 39/2015, de 1 de octubre, es el epígrafe i) del Art. 35.1. En su antecesora de 1992 era el Art. 54.1.c). Y, una vez más, el que redacta el texto tiene que esmerarse, sobre todo en aquellos asuntos en que la opinión pública está, por lo que sea, ojo avizor. De la burocracia forman parte los legistas, o sea, los versados en retorcer el texto de las normas para terminar complaciendo al soberano con una palabrería -un relato, como se dice ahora- que no deje a las víctimas espacio para revolverse. El fundador del gremio -un auténtico virtuoso- fue Guillaume de Nogaret, el que, a comienzos del siglo XIV, le preparó al Rey de Francia la munición intelectual que necesitaba para ir contra los Templarios y, por supuesto, quedarse con su legendario tesoro.

Anotemos, así pues, una diferencia entre el trabajo de buscar la motivación de las Sentencias -del que se ocupan sus propios autores, o sea, los jueces- y el de hacerlo con las decisiones gubernamentales, tarea de la que se encargan terceros, a modo de los escribidores de discursos, antes llamados negros: los burócratas más adictos o, si se quiere decir así, con el colmillo más retorcido. Algo que requiere oficio: el cortesano no se improvisa.

Asunto delicado, en suma, ese de vestir el muñeco de otro.

 

Reales Decretos de indulto: legislación y jurisprudencia

El ejercicio del derecho de gracia -una institución premoderna- es, como su propio nombre indica, graciable, o sea, discrecional o incluso más que discrecional. Pero eso tampoco significa libertad total. El Art. 62 de la Constitución, cuando enumera aquello que “corresponde al Rey”, habla en el epígrafe i) y penúltimo de “ejercer el derecho de gracia”, aunque -todo un oxímoron, lo cual no resulta infrecuente en el Título II de la Constitución, que, como sucede en las monarquías parlamentarias, pretende compatibilizar tradición y modernidad: un complexio oppositorum– “con arreglo a la ley”, a la que además se pone un límite: “no podrá autorizar indultos generales”. Ni que decir tiene que el Rey se limita a rubricar lo que el Consejo de Ministros le pone a la firma.

La norma legal es todavía la de 1870 -18 de junio-, o sea, en la primera etapa del sexenio revolucionario (el Presidente de las Cortes era Manuel Ruiz Zorrilla), cuando ya no reinaba Isabel II pero aún quedaban varios meses para que, en enero de 1871, llegase Amadeo de Saboya. La veteranía de la disposición resulta estremecedora: Manuel Alonso Martínez, nacido en 1827, apenas estaba empezando su carrera política -para el Código Civil habría de esperarse casi dos décadas- y Vicente Santamaría de Paredes, de 1853, no pasaba de ser un adolescente.

Cierto que, en nuestra época, la Ley de 1870 ha tenido dos modificaciones. La primera de ellas, la de la Ley 1/1988, de 14 de enero (una norma por cierto sin Preámbulo ni Exposición de Motivos, lo que pone de relieve que a los políticos hablar de estos temas les da yuyu), fue nada feliz, porque, entre otras cosas, eliminó del Art. 30 la exigencia expresa de motivación del correspondiente Decreto. Pero lo cierto es que en varias ocasiones se emplean las palabras “justicia, equidad o utilidad pública” como posibles causas del indulto. Así, el Art. 11: “El indulto total se otorgará a los penados tan sólo en el caso de existir a su favor razones de justicia, equidad o utilidad pública, a juicio del Tribunal sentenciador”. O Art. 16: “Podrán, además, imponerse al penado en la concesión de la gracia las demás condiciones que la justicia, la equidad o la utilidad pública aconsejen”. El Art. 2 sustituye esto último –utilidad– por conveniencia pública, aunque el alcance de la cláusula es muy reducido: partiendo de la regla de que los reincidentes no son indultables, se exceptúa la hipótesis de que (de nuevo “a juicio del Tribunal sentenciador”, no del Gobierno) hubiera “razones de justicia, equidad o conveniencia pública para otorgarle la gracia”.

Estamos, sin duda, ante una materia muy delicada: la potestad de indultar (en el caso de los políticos catalanes de 2017, especialmente) constituye un polvorín, cuyo manejo pone en riesgo la vida del artista. La división de poderes e incluso las bases mismas de la convivencia política (y social) pueden verse sacudidas. Y en la historia de España se encuentran ejemplos escabrosos, sobre todo en la República. Azaña perdonó a dos golpistas, el Sanjurjo -que había sido condenado a muerte- de agosto de 1932 y el Companys de octubre de 1936, con la pregunta contrafactual que aún está sobre la mesa. ¿Se habría producido insurrección el 18 de julio, y luego guerra civil durante tres años, si no se hubieran adoptado esas decisiones? Y lo que es más grave: ¿de verdad la clemencia es siempre hija de la buena fe, de suerte que, si luego se acredita objetivamente errónea, debe verse disculpada? Como todo pertenece al reino de la conjetura, cuando no de la pura elucubración, carece de sentido ofrecer una respuesta a punto fijo.

Lo endiablado del asunto lo vio muy claro hace menos de diez años la Sala Tercera del Tribunal Supremo, o sea, la de lo Contencioso-Administrativo. La Sentencia (del Pleno, que resulta algo muy infrecuente) de 20 de noviembre de 2013, Ponente Rafael Fernández Valverde, analizó, a instancias de las víctimas, el Real Decreto de indulto de quien se conoce como el kamikaze, identificado con el nombre (falso) de Ezequiel. Los hechos se explican así en el Fundamento de Derecho Segundo:

“En síntesis, y exclusivamente por lo que a los efectos de este recurso interesa, de los hechos declarados probados en la Sentencia de precedente cita resulta que el condenado condujo el día 1 de diciembre de 2003 a gran velocidad por la Autovía A-7 colisionando varias veces por la parte trasera con el vehículo que le precedía, continuando su marcha como si nada hubiese sucedido. Posteriormente, accedió a la Autopista de peaje AP-7 donde tras circular en el sentido de la circulación, efectuó una maniobra de cambio de sentido desde el arcén derecho y comenzó a circular a gran velocidad, entre los dos carriles de circulación y en sentido contrario a la misma, aproximadamente durante unos cinco kilómetros, en los que se cruzó con varios vehículos que lograron esquivarlo, hasta que colisionó frontalmente con el vehículo conducido por don Juan Antonio (hijo de los aquí recurrentes), que falleció como consecuencia del impacto. La conducta del condenado también causó lesiones a la persona que acompañaba al conductor fallecido, a algunos de los conductores que encontró a su paso, y, en fin, daños materiales a sus vehículos de diversa consideración. La sentencia rechaza que el condenado actuara al tiempo de cometer los hechos bajo una crisis epiléptica, y aprecia la atenuante de dilaciones indebidas.

Por su parte, la sentencia de la Sala Segunda de este Tribunal Supremo de 27 de diciembre de 2011 desestimó íntegramente el recurso de casación interpuesto contra la anterior por el condenado. Cabe destacar de la misma el rechazo de los alegatos del propio condenado sobre el padecimiento de epilepsia a la fecha de los hechos.”

Por Real Decreto 1668/2012, de 7 de febrero, la pena privativa de libertad de doce años (la pendiente de cumplir, que era casi toda, porque el ingreso en prisión había tenido lugar sólo el día 2 del mismo mes) se conmutó por la muy liviana de dos años de multa, a condición, eso sí, de abonar las responsabilidades civiles. El órgano judicial y el Ministerio Fiscal habían informado en contra. Y el Gobierno no se dignó a ofrecer justificación alguna: si tomó la medida fue “porque yo lo valgo”, como suele decirse.

La Sentencia contenciosa (con votos particulares, tanto discrepantes como concurrentes) terminó anulando el indulto por insuficiencia de motivación, en los términos exigidos con carácter general en la legislación de procedimiento administrativo. El sentido (y el limitado alcance) del control judicial se explicó así en el Fundamento Jurídico Octavo:

<<Por tanto, se insiste, entre la intocable decisión de la concesión —o denegación— de un indulto, tras el seguimiento del procedimiento establecido (en el que ha de constar la solicitud de los preceptivos informes y los demás elementos reglados), y la especificación en el Acuerdo de concesión de las «razones de justicia, equidad o utilidad pública» —variadas y sin posibilidad de discusión desde una perspectiva jurisdiccional— , se nos presenta como exigible un proceso lógico que no puede resultar arbitrario, y del que ha de desprenderse que las expresadas razones no son una construcción en el vacío.

Se trata, pues, de un control meramente externo, que debe limitarse a la comprobación de si el Acuerdo de indulto cuenta con soporte fáctico suficiente —cuyo contenido no podemos revisar— para, en un proceso de lógica jurídica, soportar las razones exigidas por el legislador, pudiendo, pues, examinarse si en ese proceso se ha incurrido en error material patente, en arbitrariedad o en manifiesta irrazonabilidad lógica. Lo que podemos comprobar es si la concreta decisión discrecional de indultar ha guardado coherencia lógica con los hechos que constan en el expediente, pues, ha sido el propio legislador el que ha limitado la citada discrecionalidad a la hora de ejercer la prerrogativa de gracia, materializada en el indulto, estableciendo las razones a las que ha de responder el mismo, las cuales deben constar en el Acuerdo de concesión.

Tales razones han de ser explicadas y han de ser deducidas de lo actuado en el expediente (informes preceptivos, estos sí, motivados, alegaciones, certificaciones, aportaciones sobre la vida y conducta del indultado, etc.), pero, una vez verificada la realidad de tales hechos —que habremos de aceptar y que no podemos revisar— la revisión jurisdiccional, en ese espacio asequible al que tenemos acceso, debe valorar si la decisión adoptada guarda «coherencia lógica» con aquellos, de suerte que cuando sea clara la incongruencia o discordancia de la decisión elegida (basada en las expresadas razones legales de «justicia, equidad o utilidad pública» ), con la realidad plasmada en el expediente y que constituye su presupuesto inexorable, «tal decisión resultará viciada por infringir el ordenamiento jurídico y mas concretamente el principio de interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos — art. 9º.3 de la Constitución —, que, en lo que ahora importa, aspira a «evitar que se traspasen los límites racionales de la discrecionalidad y se convierta ésta en causa de decisiones desprovistas de justificación fáctica alguna» ( STS de 27 de abril de 1983 ).

Recordando estos clásicos conceptos hemos se reiterar que para no incurrir en arbitrariedad la decisión discrecional «debe venir respaldada y justificada por los datos objetivos sobre los cuales opera» (STS de 29 de noviembre de 1985), ya que en los actos discrecionales «al existir en mayor o menor medida una libertad estimativa, resulta de gran trascendencia el proceso lógico que conduce a la decisión» ( STS de 7 de febrero de 1987 ). Ello obliga a la Administración a «aportar al expediente todo el material probatorio necesario para acreditar que su decisión viene apoyada en una realidad fáctica que garantice la legalidad y oportunidad de la misma, así como la congruencia con los motivos y fines que la justifican» ( SSTS de 22 de junio de 1982 y 15 de octubre de 1985 ); motivos y fines que, en el ejercicio del derecho de gracia, son las conocidas «razones de justicia, equidad o utilidad pública”>>.

Pues bien:

<<En el supuesto concreto del indulto ( STS 20 de febrero de 2013 ) nos acercamos a dichas consideraciones al señalar que «El indulto no es indiferente a la Ley, muy al contrario es un quid alliud respecto de la Ley, y, por tanto, no puede ser ajeno a la fiscalización de los Tribunales, pues en un Estado constitucional como el nuestro, que se proclama de Derecho, no se puede admitir un poder público que en el ejercicio de sus potestades esté dispensado y sustraído a cualesquiera restricciones que pudieran derivar de la interpretación de la Ley por los Tribunales».

En fin, que la lógica jurídica en dicho proceso de decisión administrativa se nos presenta como el parámetro exterior de contención de la arbitrariedad, proscrita para todos los Poderes Públicos en el artículo 9.3 de la CE, ya que, al fin y al cabo, la actuación arbitraria es la contraria a la justicia, a la razón o a las leyes, y que obedece a la exclusiva voluntad del agente público. Lo que en dicho precepto constitucional se prohíbe es la falta de sustento o fundamento jurídico objetivo de una conducta administrativa, y, por consiguiente, la infracción del orden material de los principios y valores propios del Estado de Derecho. Y tal exigencia también ha de reclamarse cuando del derecho de gracia se trata, aunque en el marco de la mayor discrecionalidad de que la misma está investida.>>

Y Noveno, ya aplicando la doctrina al caso:

<<Pues bien, el Real Decreto impugnado lo único que señala es lo siguiente: «Visto el expediente de indulto … en el que se han considerado los informes del Tribunal sentenciador y del Ministerio Fiscal, a propuesta del Ministro de Justicia y previa deliberación del Consejo de Ministros …, Vengo en conmutar…».

En consecuencia, el citado Real Decreto no señala las «razones de justicia, equidad o utilidad pública» , exigidas por el legislador, y que han de ser determinantes del indulto; desde otra perspectiva, la única fundamentación que el mismo contiene — esto es, la referencia a los dos citados informes— no podemos situarla en el terreno de la lógica jurídica, excluyente de la arbitrariedad, ya que, por una parte, el Ministerio Fiscal señala que «se opone a la concesión del indulto por la naturaleza y gravedad de los hechos, por la oposición de casi todos los perjudicados y por estimar que no concurren razones suficientes de justicia, equidad o conveniencia pública», y, por otra parte, el Tribunal sentenciador informa en el sentido de que » … NO PROCEDE la concesión del indulto».

Irremisiblemente ello nos lleva a la anulación del Real Decreto impugnado, con devolución del mismo al órgano de procedencia, para que, en su caso y si a bien lo tiene, su decisión de indultar —que no podemos revisar— sea adoptada en los términos expresados en el texto de la presente sentencia.>>

En suma, que, cuando la decisión de indultar se separa de lo indicado en los Informes (del órgano sentenciador, en particular) hay que tomarse la molestia de motivarla: tal fue la novedad de la Sentencia. Habrá a quien le guste -como a Tomás Ramón Fernández: otro que añadir al olimpo- y a quienes le disguste. Pero lo cierto es que, en la más que centenaria historia de nuestra jurisdicción contenciosa, llena de pronunciamientos anodinos y con una tendencia congénita al servilismo hacia el político de turno (si hay algo que a Sus Señorías les ha resbalado es la lucha contra las inmunidades del poder: ellos han solido estar a otras cosas), nos encontramos ante un verdadero hito. Y confieso que yo formo parte de quienes lo aplauden. Entonces, en 2013, y más aún vistas las cosas con ojos de hoy.

Entre los votos particulares hay uno (concurrente, no discrepante: dato muy esencial), el de Luis María Díez-Picazo Jiménez, que merece verse transcrito, a saber:

<<En el presente caso, los informes del Tribunal sentenciador y del Fiscal eran de signo negativo y el Real Decreto 1668/2012 no explica en absoluto por qué se separa del parecer de aquéllos. Todo lo que dice a este respecto es que «se han considerado los informes del Tribunal sentenciador y del Ministerio Fiscal». La conclusión es, así, que no se ha observado el deber de motivación impuesto por el art. 54.1.c) LRJ-PAC.>>

Y, entrando en la que desde Aristóteles es la gran división, la forma y la materia:

<<Dicho esto, es importante no quedarse en un razonamiento puramente formal. Es jurisprudencia clara y constante que la motivación no requiere una extensión o un formato predeterminados. Lo crucial es que del acto se desprendan las razones por las que ha sido adoptado. Pues bien, cuáles son las razones por las que se aprobó el Real Decreto 1668/2012 no sólo no se infieren del texto del mismo, sino que son difícilmente imaginables para un observador externo y desapasionado. La enorme desproporción entre la pena impuesta (trece años de prisión) y la pena por la que aquélla se conmuta (dos años de multa) impiden afirmar, al menos a primera vista, que hay atendibles razones de equidad o justicia material detrás de la gracia acordada. Más aún, en la sentencia condenatoria -por un delito de homicidio, en concurso ideal con otro de lesiones y dos faltas de lesiones y daños- se afirma expresamente, como hecho probado, lo siguiente: «No consta sin embargo que en el momento de ocurrir los hechos padeciera cualquier tipo de crisis que, durante el desarrollo de los hechos antes descritos, le hiciera conducir de forma automática, privado totalmente de conciencia y voluntariedad.» Este hecho no puede ser válidamente puesto en duda, ni puede ser obviado a la hora de ejercer el derecho de gracia. Dadas las circunstancias del caso, además, no son imaginables razones ajenas a la equidad o la justicia material; es decir, no cabe pensar que el indulto haya sido concedido por consideraciones políticas de interés general. Todo ello quiere decir que el indulto otorgado por el Real Decreto 1668/2012 estaba particularmente necesitado de una explicación, que el Consejo de Ministros no ha dado.>>

Y, además:

<<Cuanto se acaba de exponer no queda enervado por el carácter graciable del indulto, con la consiguiente imposibilidad de someter el contenido del acto de otorgamiento o denegación de aquél a control jurisdiccional. La motivación es, sin duda, un elemento relevante a la hora de verificar en sede jurisdiccional si un acto se ajusta a derecho. Pero ésta no es su única función. La motivación está también al servicio de la transparencia; es decir, de la rendición de cuentas ante la opinión pública, incluso si la decisión a motivar no puede ser cuestionada ante los Tribunales. Ello no es sólo una exigencia del correcto funcionamiento de la democracia, sino que tratándose del ejercicio del derecho de gracia viene, además, impuesto por la propia Ley del Indulto: el art. 30 de ésta -precisamente el precepto donde se suprimió el inciso «Decreto motivado» en 1988- establece que los reales decretos de concesión de indulto se insertarán en el Boletín Oficial del Estado. No tratándose de disposiciones de carácter general, este deber de publicación sólo puede entenderse como un reconocimiento del legislador de que el acto de indultar no es algo que afecte únicamente al beneficiario -y, en su caso, a las personas perjudicadas por el delito-, sino que interesa a toda la sociedad.

No hay que olvidar, por lo demás, que esta Sala ha afirmado ya que la existencia de un deber de motivación no va necesariamente ligada a la posibilidad de control jurisdiccional sobre el contenido de los actos. En las conocidas sentencias de Pleno de 27 de noviembre de 2007 (rec. 407/2006) y 7 de febrero de 2011 (rec. 343/2009), se sentó la doctrina de que los nombramientos discrecionales del Consejo General del Poder Judicial han de ser motivados aun cuando dicho órgano constitucional goza de libertad para elegir al candidato que estime más idóneo y, por ello, su decisión no sea materialmente susceptible de control jurisdiccional.>>

Y para concluir así:

<<Para comprender plenamente el alcance del deber de motivación de los reales decretos en materia de indulto que se separen del parecer de los órganos que deben ser oídos (Tribunal sentenciador, Fiscal y Jefe del Establecimiento penitenciario), no es ocioso hacer una reflexión adicional. Los recurrentes alegan, junto a la falta de motivación, la arbitrariedad del acto impugnado. Esta alegación no puede ser acogida, siendo importante distinguir entre deber de motivación e interdicción de la arbitrariedad.

Que la interdicción de la arbitrariedad, proclamada en el art. 9 CE , rige para todos los poderes públicos es algo que no puede ser seriamente puesto en duda; y, por tanto, también los «actos políticos» están sometidos a dicho principio. Ahora bien, estos actos -entre los cuales, como quedó dicho más arriba, se hallan el otorgamiento y la denegación del indulto- se caracterizan por ser susceptibles de control jurisdiccional únicamente en lo atinente a «los elementos reglados», tal como dispone el art. 2 LJCA . Ello significa que el remedio frente la eventual arbitrariedad de un acto de esta índole no puede ser buscado en los Tribunales. Es más: la idea misma de arbitrariedad -es decir, de decisión mediante pura voluntad y sin sujeción a regla alguna- sería difícilmente aplicable, en términos de razonamiento jurídico, a los actos graciables; y ello porque graciable es precisamente lo que puede darse o negarse de manera libérrima. Así las cosas, el control social -que no jurídico- del derecho de gracia por parte de la opinión pública es especialmente necesario, para evitar un ejercicio excesivo o abusivo de aquél.>>

Hasta aquí, los puntos a considerar. Después de esa Sentencia -dictada, por cierto, apenas dos meses después del fallecimiento de Eduardo García de Enterría: casualidades de la vida- ha habido otras en el mismo sentido y que igualmente han concluido con un veredicto anulatorio del indulto que constituía el objeto de la impugnación. Pero ahora no es la ocasión de detenerse en ello.

Sí hay que completar el recordatorio de los preceptos constitucionales a considerar. El primero es el Art. 25.2, que, entrando en el debatido asunto de los fines de las penas privativas de libertad (¿la prevención general? ¿la especial? ¿la retribución?), pretende zanjar la controversia con un argumento de autoridad normativa afirmando que “estarán orientados hacia la reeducación y reinserción social”. La vieja y progresista idea de, cuando alguien delinque, es que lo que ha empezado por fallar es la escuela.

En fin, tenemos el Art. 102, que pone de relieve la desconfianza hacia quienes, por estar en el Gobierno, manejan el derecho de gracia y pueden estar tentados de utilizarlo en su propio beneficio: “la prerrogativa real de gracia no será aplicable a ninguno de los supuestos del presente artículo”, o sea, “traición o cualquier delito contra la seguridad del Estado”. De los miembros de los Gobiernos de las Comunidades Autónomas, por el contrario, no se habla: una desconfianza, por tanto, selectiva.

Así pues y para resumir este tercer punto: que nuestra jurisdicción contenciosa, de ordinario no precisamente batallona con los poderosos, ha empezado a girar. Y justo en lo relativo al control de los indultos.

 

Cataluña, 2017. La Sentencia de 2019. La opinión de la gente

Pero es hora de pasar de las musas al teatro, poniendo el ojo en lo que de verdad nos concierne: los hechos de Cataluña de septiembre y octubre de 2017. No sólo el referéndum; también la prisión provisional de algunos de los gerifaltes y la huida de otros; la causa especial 3/20907/2017; la Sentencia 459/2019, de la Sala de lo Penal del Supremo, de octubre de 2019, con condenas por sedición y malversación; el demoledor “Informe de indulto” del pasado 26 de mayo; y, en fin, la necesidad del Gobierno -el surgido de la mayoría parlamentaria de las elecciones generales del mes siguiente a la Sentencia-, acuciado por una aritmética parlamentaria que no le alcanza para casi nada, de tragarse el marrón (con lo cual, dicho sea de paso, no hace sino continuar con la política sistemática que se lleva desde 1978, incluidos los períodos de mayoría absolutísima del mismísimo PP, que ahora, siguiendo el guion, se rasga las vestiduras), aunque, eso sí, dando al asunto un ropaje que resulte más o menos presentable. Y ello no tanto ante la opinión pública, que, por mucho que se la masajee, está al cabo de la calle de la realidad y no se va a dejar embaucar, sino sobre todo ante la otra Sala del Supremo, la Tercera, en caso de recurso contra la decisión gubernamental. La doctrina de la Sentencia del kamikaze pende como espada de Damocles.

El Gobierno ya ha anunciado su decisión y ahora está a la búsqueda del relato, el celofán. Los Nogaret de turno -se trata de un genus– no lo tienen sencillo y de ahí el título de este trabajo: su magín está siendo sometido a una situación límite, un test de stress agobiante. Pero, luego de varios tanteos, todo parece estarse basando en el argumento de que, al parecer, y según encuestas, la mayoría de la sociedad catalana vería con buenos ojos la medida de gracia. Sobre todo, que los presos -todos en Lledoners, una curiosa cárcel, dicho sea de paso, con puertas giratorias de día y de noche- pudieran salir de manera definitiva y sin necesidad de los engorrosos paripés que requieren los permisos penitenciarios.

Que las decisiones políticas se basen en la demoscopia -o sea, que el gobernante sondee la opinión antes de resolver si tirar por este camino o el otro- no resulta infrecuente ni escandaloso. Antes bien, es lo propio de las democracias de audiencia, o de opinión, en las que vivimos: de ahí los globos sonda que los Ministerios suelen lanzar cuando están rumiando una propuesta sobre cuya popularidad albergan dudas. Y ninguna razón concurre para que no suceda lo mismo aquí, sobre todo porque, tratándose de indultos, o incluso de la previa condena, el recurso a conocer lo que piensan los destinatarios es mucho más antiguo. Baste recordar, en los cuatro Evangelios (sobre todo, en los tres primeros, los sinópticos), lo siguiente:

Mateo, 27, 15-26:

“15 Ahora bien, en el día de la fiesta acostumbraba el gobernador soltar al pueblo un preso, el que quisiesen.

16 Y tenían entonces un preso famoso llamado Barrabás.

17 Reunidos, pues, ellos, les dijo Pilato: ¿A quién queréis que os suelte: a Barrabás, o a Jesús, llamado el Cristo?

18 Porque sabía que por envidia le habían entregado.

19 Y estando él sentado en el tribunal, su mujer le mandó decir: No tengas nada que ver con ese justo; porque hoy he padecido mucho en sueños por causa de él.

20 Pero los principales sacerdotes y los ancianos persuadieron a la multitud que pidiese a Barrabás, y que Jesús fuese muerto.

21 Y respondiendo el gobernador, les dijo: ¿A cuál de los dos queréis que os suelte? Y ellos dijeron: A Barrabás.

22 Pilato les dijo: ¿Qué, pues, haré de Jesús, llamado el Cristo? Todos le dijeron: !!Sea crucificado!

23 Y el gobernador les dijo: Pues ¿qué mal ha hecho? Pero ellos gritaban aún más, diciendo: !!Sea crucificado!

24 Viendo Pilato que nada adelantaba, sino que se hacía más alboroto, tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de la sangre de este justo; allá vosotros.

25 Y respondiendo todo el pueblo, dijo: Su sangre sea sobre nosotros, y sobre nuestros hijos.

26 Entonces les soltó a Barrabás; y habiendo azotado a Jesús, le entregó para ser crucificado.”

 

Así pues, el consultado fue “el pueblo” (todo él, “la multitud”), bien que persuadido por “los principales sacerdotes y los ancianos”.

 

Marcos, 15, 6-15:

“6 Ahora bien, durante la fiesta, Pilato ponía en libertad a uno de los prisioneros. El que salía libre era aquel a quien el pueblo pidiera. 

Había un hombre llamado Barrabás que estaba en prisión con los rebeldes. Estos habían cometido un homicidio en una revuelta. 

La gente comenzó a pedirle a Pilato que pusiera en libertad a uno de los prisioneros como era costumbre.

Pilato preguntó: —¿Quieren que les ponga en libertad al rey de los judíos?

10 Pilato hizo esa pregunta porque estaba seguro de que los jefes de los sacerdotes habían entregado a Jesús por envidia.

11 Pero los jefes de los sacerdotes incitaron a la multitud para que pidieran la libertad de Barrabás y no la de Jesús.

12 De nuevo Pilato preguntó a la gente: —Entonces, ¿qué quieren que haga con el que ustedes llaman el rey de los judíos?

13 Y la multitud respondió gritando: —¡Crucifícalo!

14 Entonces Pilato preguntó: —¿Por qué? ¿Qué ha hecho de malo? Y la gente gritaba aun más fuerte: —¡Crucifícalo!

15 Pilato quería quedar bien con el pueblo, así que puso en libertad a Barrabás. Ordenó a los guardias que azotaran a Jesús y luego lo entregó para ser crucificado.”

Más o menos parecido: “el pueblo”, “la gente”, “la multitud”. Aunque, de nuevo, con incitación por “los jefes de los sacerdotes”.

 

Lucas, 23, 17-25:

17 Y tenía obligación de soltarles un preso en cada fiesta.

18 Pero todos ellos gritaron a una, diciendo: ¡Fuera con éste, y suéltanos a Barrabás!

19 Este había sido echado en la cárcel por un levantamiento ocurrido en la ciudad, y por homicidio.

20 Pilato, queriendo soltar a Jesús, les volvió a hablar,

21 Pero ellos continuaban gritando, diciendo: ¡Crucifícale! ¡Crucifícale

22 Y él les dijo por tercera vez: ¿Por qué? ¿Qué mal ha hecho éste? No he hallado en El ningún delito digno de muerte; por tanto, le castigaré y le soltaré.

23 Pero ellos insistían, pidiendo a grandes voces que fuera crucificado. Y sus voces comenzaron a predominar.

24 Entonces Pilato decidió que se les concediera su demanda.

25 Y soltó al que ellos pedían, al que había sido echado en la cárcel por sedición y homicidio, pero a Jesús lo entregó a la voluntad de ellos.”

La cosa se define de manera aún menos precisa: “ellos”. Y finalmente

 

Juan, 18, 39-40:

“39 Pero vosotros tenéis la costumbre de que os suelte uno en la pascua. ¿Queréis, pues, que os suelte al Rey de los judíos?

40 Entonces todos dieron voces de nuevo, diciendo: No a éste, sino a Barrabás. Y Barrabás era ladrón.”

Así pues, “vosotros”, “todos”. No hay manera de saber de quienes en concreto se está hablando. Recuérdese que en aquella sociedad cohabitaban muchos grupos. Según las explicaciones de Flavio Josefo, casi contemporáneo de Jesús (nació en Jerusalén en el año 37 d.C.), “en esa época había entre los judíos tres sectas que tenían opiniones diferentes en relación con los asuntos humanos: una, la llamada de los fariseos; otra, la de los saduceos; y la tercera, la de los esenios”. Y sucede que “Judas Galileo fue el fundador de la cuarta secta”, de la que se predica que “conviene en todo con la doctrina farisea, con la excepción de que tienen una pasión incontenible por la libertad; convencidos de que el único Señor y amo es Dios, tienen en poco someterse a las muertes más terribles y perder amigos y parientes con tal de no tener que dar a ningún mortal el título de Señor”.

En síntesis, cuatro grupos dentro de una misma sociedad, cada uno de ellos de su padre y de su madre en las ideas sobre el destino y la divinidad. Y siempre sabiendo que ese tipo de clasificaciones sólo pueden entenderse como la simplificación de una realidad sin duda más compleja y en la que los compartimentos no son estancos. Con lo que -dando por cierto, de entrada, que la escena de la consulta popular de Poncio Pilatos respondiese a la verdad, que esa es otra- no sabemos a ciencia cierta quienes fueron los que opinaron: el perímetro, como se dice ahora, de la población que tuvo oportunidad de pronunciarse. Su número y su composición. Hace dos mil años las encuestas debían estar muy poco tecnificadas. No como ahora, donde existen institutos, públicos y privados, que -salvo el CIS, que está para otras cosas- son capaces de cuantificar el peso de las opiniones con todas las desagregaciones que se le antojen al cliente, o sea, a quien, antes de tomar tal o cual medida, quiera saber el terreno que está pisando y por tanto las reacciones previsibles. Es lo propio de la ciencia desde finales del siglo XIX: si no puedes medir, no puedes conocer (Lord Kelvin).

Y eso sin contar con el Art. 3.1 del Código Civil: entre los criterios de interpretación de las normas está el de “la realidad social del tiempo en que han de ser aplicadas”, mandato que acaba convirtiendo a todo aplicador del derecho en algo parecido a un sociólogo de campo.

Síntesis de este cuarto punto: que lo de consultar a la gente antes de tomar una decisión está muy bien y se lleva haciendo desde tiempo inmemorial.

 

El perímetro del demos: los resultados dependen de eso

El problema de la demoscopia, cuando la opinión se encuentra dividida por territorios – verbigracia, si se trata de opinar sobre el trasvase del agua del Tajo al Segura-, tiene poco misterio, porque el resultado depende de cuál sea el demos: el perímetro de la gente a consultar, porque el que hace la pregunta es el primero que sabe a ciencia cierta que los toledanos le van a decir una cosa y los murcianos la contraria. Al terminar un partido de fútbol, los fans del equipo A dirán que el árbitro les ha perjudicado y los del equipo B sostendrán (en ambos casos con idéntica convicción) que las víctimas han sido ellos. O, por poner otro ejemplo, ahora dentro de una misma ciudad: si se trata de pulsar opiniones sobre las corridas de toros, no hace falta gastarse el dinero en una encuesta para constatar que los asociados de la Real Maestranza de Sevilla van a responder de manera diferente que los miembros de la Sociedad Protectora de Animales, también en la capital de Andalucía. Es de cajón.

Quinto de los puntos: que todo depende de quién sea la gente a la que se pregunte. El que formula la consulta es el primero que lo sabe y, por tanto, si tiene la decisión tomada, buscará anticipadamente un foro que vaya a pronunciarse por lo que él quiera escuchar.

El Art. 3.1 del Código Civil habla, sí, de la realidad social del tiempo de aplicar las normas: el cuándo. Pero nada dice sobre el espacio: el dónde.

 

Cataluña y (el resto de) España: Marte y Venus

Una observación inicial: el indulto del que estamos hablando es formalmente sólo un acto administrativo, categoría jurídica humilde donde las haya. En realidad, se le percibe como una reforma de la Constitución. Y es que las apariencias engañan.

Por un momento concedamos que, a la hora de motivar el indulto de los políticos catalanes condenados por los hechos de 2017 (de soltar de manera definitiva a los presos de Lledoners, para decirlo claro), el Gobierno pudiera basarse en ese tipo de consideraciones: los datos de apoyo ciudadano de Cataluña y del conjunto de España se parecen como la noche y el día, o sea, nada. En el primer escenario arrojan una abrumadora mayoría, siendo así que en el segundo círculo se quedan en muy poco.

No hace falta decir que eso obedece a planteamientos que anidan en los más recónditos repliegues del inconsciente colectivo, en el sentido de Jung. La sociedad catalana se siente, dentro de España, agraviada: una víctima. Por el contrario, en Sevilla, en Oviedo o en Badajoz se considera que lo suyo constituye -y ha constituido desde tiempo inmemorial- un trato de privilegio. En el fondo de todo se embosca, por supuesto, el supremacismo, por no decir abiertamente racismo: el fet diferencial de los habitantes del noreste se basa en sentirse de mejor condición y su malestar -la dolencia, das Unbegahen, para emplear la conocida palabra alemana que popularizó Freud-, se debe a que no se ven suficientemente reconocidos por los demás. De acuerdo con ese matrix, Junqueras y los demás presidiarios son percibidos desde allí como un Mandela, mientras que, al sur y al oeste del cauce del río Ebro en su tramo final, lo que se piensa es que estamos (dicho sea sin ofender a nadie) ante la versión amable de quien, si no se le sujeta, podría llegar a degenerar en un Dr. Mengele, o al menos un Botha, el último Presidente surafricano del apartheid. El antecesor de De Klerk, el reconciliador.

Y con una diferencia tan radical en los puntos de partida, las consecuencias se manifiestan en todo y también, claro está, en la visión de los hechos de septiembre y octubre de 2017 y en la opinión que merece su enjuiciamiento por el Tribunal Supremo. La diferencia emocional (e intelectual) resulta tan grande que lo milagroso es que, a estas alturas, sigamos juntos. Sólo cabe, como dijo Ortega en las Cortes republicanas en 1932, conllevarse. Y gracias, porque, si acaso se intenta forzar la situación, el empeño puede resultar contraproducente y hacer que todo salte por los aires de una vez por todas y fatalmente.

El divorcio -una verdadera sima- tiene raíces antiguas -de España intervertebrada del propio Ortega se cumple ahora un siglo- y sobre él se han escrito bibliotecas enteras. Ni que decir que un asunto tan intrincado no se puede resumir en pocas palabras, pero tal vez sirva para orientarnos el recordatorio del hecho de que, en los ochenta años largos transcurridos desde 1940, por poner una cifra redonda, Cataluña ha vivido dos grandes sacudidas: la primera, durante el franquismo, cuando tres millones de españoles de otros lugares se fueron allí en busca de mejores oportunidades, superando así la capacidad de absorción de aquella sociedad y generando la reacción xenófoba que en ese tipo de situaciones está cantada; la segunda, a partir de la Constitución de 1978 y el primer Estatuto de Autonomía (1979), cuando las clases dirigentes españolas –Madrid, como dicen ellos- se mostraron convencidas de que la democracia resultaba indisociable de la autonomía, la cual, a su vez, tenía en lo lingüístico su eje: los emigrantes (a esas alturas, ya los hijos y los nietos) tendrían que aculturizarse -lengua propia había, como religión verdadera, sólo una- y por tanto que someterse en las escuelas a la famosa inmersión: el nacionalismo obligatorio, para entendernos. Como igualmente era de prever, ante esa tesitura los hubo que colaboraron y otros que por el contrario se resistieron, para decirlo con las dramáticas  palabras del París ocupado de 1940-1944.

El resultado lo vemos donde hay que verlo, en las elecciones, la última de ellas en marzo de este mismo año. La participación fue escuálida -ni tan siquiera alcanzó el 52 por ciento- pero, dentro de los que sí se tomaron la molestia de votar, las fuerzas están, tomando el conjunto de las cuatro provincias, divididas por mitades. Pero, eso sí, no son dos mitades simétricas. La una es la que, después de cuarenta años de esta segunda etapa del ciclo total de ochenta ha devenido independentista, lo que hablando en plata significa antiespañolistas (España y democracia se presentan como conceptos antitéticos) y, en segunda derivada, alérgica a todo lo que tenga que ver con el derecho. Tiene el absoluto dominio y ha conseguido imponer su marco mental a la otra.

Cuando uno, que no vive allí ni ha interiorizado sus esquemas, habla con quienes forman parte de este segundo grupo, percibe en ellos un fortísimo síndrome de Estocolmo. Es el típico discurso que -con toda la buena fe, supongamos- empieza con eso de “yo no soy independentista, pero …”. A partir de ahí –“pero …”- lo que puede uno escuchar es cualquier cosa.

En ese contexto, revestido de apelaciones al diálogo y a la solución política a un problema político, no resulta de extrañar que allí -y es la clave de todo- las cifras de apoyo a los indultos superen con mucho el radio de la mitad que está por la secesión. Félix Ovejero, el líder intelectual de la resistencia (y además el pensador político mejor dotado de España: el Ortega y Gasset de nuestros días, para decirlo de una vez) lo ha explicado el 5 de junio en un artículo en “El mundo”: Si Junqueras es Mandela, nosotros somos …” (sus carceleros, se entiende). El contexto intelectual es el mismo desde la transición (“hagamos concesiones a cambio de que no cumplan su amenaza de saltarse la ley”). Y “en su variante actual el guion sostiene que el indulto quita razones a los independentistas. Un relato al cual Ovejero no se resigna y replica con contundencia:

Para no darles excusas, les damos la razón. Y no olvidemos en qué les damos la razón; se resume en cinco palabras: España no es una democracia. Las condenas serían el último ejemplo: el Estado vengativo, recuerden”.

En fin, el autor también se alza contra los que, desde fuera de Cataluña, afirman que es justo el método para que no crezca aún más el porcentaje de apoyo a la ruptura con España:

“Si para que no se opte por la independencia mañana lo único que se me ocurre es ofrecer concesiones (la independencia a plazos), el inexorable resultado será la independencia”.

Y es que, para concluir con la exposición de ese planteamiento tan crítico hacia la continuidad de las políticas de apaciguamiento -políticas en las que está, se insiste, buena parte del segmento de la sociedad catalana que no se muestra partidaria de romper con España-, ahora mediante los indultos: “(…) la solución para los problemas no es la solución para quienes alimentan los problemas y los rentabilizan”.

Pero Ovejero, por aplastante que resulte su lógica -que la solución se encuentra, en primer lugar, en el cumplimiento de las leyes, lo cual sigue inédito desde hace cuarenta años- clama en el desierto, al menos desde el punto de vista estadístico, salvo que, por supuesto, las cifras sean del todo falsas, que no lo parece.

Ese es el sexto de los puntos de este trabajo: que la sociedad catalana es muy suya. Como todas, por supuesto, pero más aún.

Si el derecho emana del espíritu del pueblo, como explicaba Savigny, se convendrá en que en realidad pueblos tenemos dos: ellos (los catalanes) y nosotros (el resto de los españoles).

Desde fuera de Cataluña, se insiste, las cosas se ven de otra manera: una vez más, la observación cambia el objeto observado, como indicó Werner Heisenberg. No se está hablando del establishment madrileño, que, según se ha indicado más arriba y ahora recoge Ovejero, lleva más de cuarenta años contemplando aquello con estupefacción y sin tener otra ocurrencia que ir cediendo trozos de una piel de zapa a la que, como la de la novela de Balzac, cada vez le queda menos -y los autores de las solicitudes de indulto lo saben, como lo prueba el hecho de que su formulación está basada en considerar al Gobierno como una suerte de instancia judicial por encima del Supremo-, sino de la sociedad -el pueblo soberano- del resto de España, que, así voten al PSOE o al PP, cada vez va interiorizando más que el problema no tiene solución o que, si acaso lo tiene -o sea, si de verdad se quiere reducir el porcentaje de votos secesionistas-, no consiste en continuar haciendo lo que ha llevado a que esas cifras, que hace cuarenta años eran insignificantes, hayan crecido a los límites -patológicos, ciertamente- que hoy tienen.

De ahí que, con toda probabilidad, el partido del Gobierno que tome la decisión de indultar vaya a pagar peaje en votos –vistas las cosas desde Jaén, el de Granollers no es una víctima, sino un matón y además un chulo-, por mucho que, en un curioso requiebro, intente revestirse de la bandera rojigualda: “aquello puede estar perdido a medio plazo y para mantener a España unida no hay más remedio que aceptar el indulto”.

Puede suceder que, a estas alturas y después de cuarenta años de concesiones que sólo han servido para agravar el problema, el razonamiento no resulte del todo descabellado, al grado de que este nuevo gesto sirve milagrosamente para que al menos las cosas no se enconen aún más. Pero todo entra en el terreno de la futurología, en el cual vamos a tientas.

Los estudiosos del contencioso saben que, si acaso hay un tipo de decisión gubernamental difícil de controlar son los llamados actos de pronóstico, que por cierto no resultan nada infrecuentes. Con tal o cual concentración de empresas, ¿cómo va a evolucionar la competencia en el sector? ¿qué sucedería si no hubiese fusión? Y lo mismo o parecido con los peajes de acceso a las redes de la electricidad o el gas, que se calculan en previsión de la demanda y por tanto de los ingresos del sistema. Nadie tiene una bola de cristal para vaticinar, por ejemplo, cuántos turistas van a venir.

Pero, dejando al margen los vientres de las ocas -la renuncia de Junqueras a la vía unilateral el 7 de junio merece la credibilidad que le queramos dar-, y volviendo a poner los pies en el suelo, lo cierto es que, a la hora de que el espíritu del pueblo valore el indulto, las cosas son muy distintas para unos y para otros. El Art. 15 de la Ley de 1870 habla de las “condiciones tácitas de todo indulto” y menciona en primer lugar la de que “no cause perjuicio a tercera persona o no lastime sus derechos”. Una vez más, caben (desde Aristóteles) las dos interpretaciones que conocemos, una formal  -¿únicamente quién ha sido parte en el proceso penal? ¿el Estado está representado mediante su Abogacía propia o por el contrario mediante el Ministerio Fiscal?- y otra material, en cuyo caso quedarían comprendidos la mayoría abrumadora de los españoles y también, pese a que no lo reconocerían de manera abierta, algunos catalanes. El derecho tiene (como la economía) un fortísimo componente emocional, en el que los juristas nos cuesta mucho reparar.

Aunque con una puntualización, porque siempre hay coincidencias: que, como se indicó más arriba, el mal llamado indulto significa en realidad una reforma constitucional es algo en lo que todo el mundo -unos para aplaudir y otros para llorar, eso sí- está de acuerdo. Nunca un acto administrativo tuvo tanta enjundia. Otto Mayer no se lo podría creer.

 

Ganas de profetizar

¿Va a bajar -o, al menos, no seguir subiendo- el porcentaje de secesionistas? ¿Mejor con indulto o sin él?

Mucho depende -se supone, aunque nunca se sabe- de la evolución económica de aquella tierra, cuyos datos son cada vez peores: Barcelona ya ha perdido -en pro de Málaga- la capitalidad cultural y museítica del mediterráneo occidental y lo siguiente sin lo que se va a quedar es, probablemente, y en favor de México, la centralidad de la edición de libros en la lengua de Cervantes. Hay quien, desde posiciones constitucionalistas, piensa que ese hecho -los renglones torcidos de Dios- puede acabar haciendo recapacitar a aquella gente, sobre todo el empresariado, pero vuelve a ser un wishful thinking: si de esa burguesía, en su día dizque emprendedora, todo lo que hay que esperar es manifiestos como el paupérrimo papelito del pasado día 3 para la ampliación del Aeropuerto de El Prat, habrá que decir aquello del Dante en el infierno: abandonad toda esperanza. Parecen gente esmirriada, ellos que tanto prometían.

No es una sociedad aquella que, sea cual fuere la suerte que le depare su conducta, permita albergar grandes expectativas de cambio: es la conclusión, nada brillante, de ese punto séptimo. Del Titanic barcelonés anunció su hundimiento Félix de Azúa hace casi cuarenta años, pero probablemente se quedó corto, porque la realidad ha sido aún más catastrófica.

 

La opción por lo uno o lo otro

Ahora se trata sólo de formular un juicio en derecho (un derecho poco puro, en el sentido de lo que le habría gustado a Kelsen) sobre el que parece inminente acto de indulto a cargo del Consejo de Ministros. Y no de vaticinar sobre la evolución de la sociedad catalana, aunque nadie ignora que la propia oportunidad del Decreto depende en buena medida del pronóstico que se haga sobre esa evolución en el escenario de acordar la medida de gracia o (caso improbable) de no hacerlo. De lo que se trata ahora de opinar es únicamente de la conformidad con el ordenamiento de esa medida, a apreciar, en caso de recurso judicial contencioso, por la Sala Tercera del Supremo, que, tal y como están las cosas, se va a encontrar en buena medida condicionada por la motivación -el relato, sí- que los legistas de las covachuelas monclovitas busquen para encontrarle un ropaje a la medida. No les arriendo la ganancia: el informe de 26 de mayo de la otra Sala, la Segunda, les deja poco margen.

No resulta ilógico que, curándose en salud, busquen completar la decisión con una reforma del Código Penal -una ley orgánica, o sea, necesitada de mayoría absoluta en el Congreso de los Diputados, pero ya sin tener que contar con los jueces, que son unos tiquismiquis y además todos de derechas- que aligere las penas de la sedición y también, para que el pack sea completo, de la malversación. Emplear ese cauce por el legislador podría quizá entenderse tanto como incurrir en desviación de poder, o en fraude de ley (o en abuso de derecho), pero ya se sabe que el control de constitucionalidad, en base a la prohibición de arbitrariedad del Art. 9.3, se muestra al respecto cada vez más encogido o incluso raquítico.

Para indultar, el único portillo que resta es, así pues, el de la utilidad pública (o la conveniencia con el mismo apellido) y emplear datos demoscópicos -siempre que sean confiables, o sea, que el CIS, por favor, no tenga arte ni parte- resulta lo más natural del mundo. Pero el truco, por lo que se ha indicado, está en lo que se entienda por demos: si Cataluña o toda España. Ahí se embosca la gran decisión.

Para el Gobierno, decidido a cualquier cosa con tal de indultar, lo primero es lo que le ayuda, por supuesto. Pero ojo porque ahí es donde puede agazaparse la mayor cacicada. Dejar a los catalanes lo que sin duda nos afecta a todos los españoles significa, ahora ya sin duda, venderse al discurso del enemigo: en eso consiste el (mal llamado, aunque a la fórmula le haya sonreído el éxito) derecho a decidir, que, lejos de cualquier pretensión de democracia, más bien es el derecho a decidir quien decide, o sea, el derecho a excluir. Una especie de sufragio censitario, sólo que ahora no por criterios de riqueza inmobiliaria, sino por estrictas razones geográficas o de empadronamiento: sufragio censal o, si se prefiere, catastral. Si la finca, grande o pequeña, la tienes (y tú con ella) en Alcanar, te asiste el derecho de voto. Pero si bajamos un poco y entramos en Vinaroz o Benicarló, ya provincia de Castellón, no. Y si a donde nos vamos es a Cádiz, olvídate del todo: te separan casi mil kilómetros de la frontera de los derechos, por muy noble que se antoje el recuerdo de 1812. Y, para decirlo todo, por importante que hubiese sido allí la participación de un tal Ramón Lázaro de Dou y Bassols (Barcelona, 1742-Cervera, 1832), nada menos que Presidente de aquellas Cortes.

Pero ojo: para el habitante promedio de Granollers eso está muy claro y si algo le subleva es que el de Jerez de la Frontera ose discutirlo. Tal es la razón por la que, al de Jerez de la Frontera, el de Granollers le resulta no ya delirante, sino incluso tan raro como un perro verde. Un marciano, incluso. Alguien mucho más remoto que, por poner un ejemplo casi grotesco, un noruego de esos que se encuentra uno en los chiringuitos de la Costa del Sol, que miran con indiferencia el pescado y tienen la ocurrencia de un filete con ketchup y… coca-cola.

En suma, ojo a la decisión sobre el perímetro de los consultados a la hora de buscar una coartada para el indulto. De eso, una coartada, se trata, como en general para las Sentencias explica Alejandro Nieto con cinismo: le roi est nu. Ahí está la madre del cordero -si sólo Cataluña o por el contrario todos- si se pretende justificar bien la medida y luego avizorar la suerte del recurso contencioso. Excluir a más del 80 por ciento de los españoles es algo que hay que justificar muy bien. Se confirma que los legistas de esta hora les espera sufrimiento: un verdadero, sí, test de stress.

Conclusión del octavo y penúltimo punto de este largo texto, pero que puede servir como resumen de todo: decidirse por buscar el aplauso fácil (“actuar ante mi público”, como dicen las folklóricas) es una decisión gubernamental comodona pero que, vistas las cosas con los parámetros judiciales sobre la arbitrariedad, nace con un rejón clavado. Quod omnes tangit …

 

Final

A lo largo de este texto, y aparte de los padres Manuel Alonso Martínez y Vicente Santamaría de Paredes (y por supuesto Eduardo García de Enterría), se han mencionado a Alejandro Nieto y a Tomás Ramón Fernández, de Palencia uno y de Burgos el otro, ambos en plena madurez creativa en este 2021. Esto del derecho es una carrera de largo aliento y todo va sumando.

Pero faltan por cerrar dos círculos que habían quedado abiertos. Uno, sobre la España invertebrada de Ortega y Gasset: fue allí donde el maestro se pronunció sobre la sensación de victimismo que arrastran los catalanes y dijo eso tan conocido de que era injustificada (a su juicio) pero -punto clave- sincera. Lo llevan clavado en lo más profundo y han acabado por creérselo, pese a lo que duró el arancel (hasta 1960), la decisión de Franco de llevar la SEAT a la zona franca, la rendición ante la inmersión lingüística de las últimas décadas y, dicho ya por anticipado, lo que nos espera en el futuro, porque los indultos son sólo el aperitivo.

Y ya de verdad lo último: ¿quién se esconde bajo el nombre del tal Cesáreo Parada González al que se aludió al inicio de todo? Es hora de desvelar el misterio: así se llamaba el kamikaze -Ezequiel, según la Sentencia- de la A7. Sin su fechoría al volante -que causó una víctima mortal: otros renglones torcidos- no habría habido condena ni por ende se le habría dispensado el 7 de febrero de 2012 el Decreto disparatado y grosero (sobre todo, grosero) que conocemos. Con lo cual no tendríamos la Sentencia del Tribunal Supremo de 20 de noviembre de 2013 -insolente, en cierto sentido- en cuya doctrina tantas expectativas hay depositadas.

Es esa Sentencia la que para los sufridos escribidores de Reales Decretos de indulto constituye una auténtica cruz. Un calvario, incluso. Les ha salido un grano si quieren justificar eso tan arduo de que el ámbito territorial de la opinión sobre la utilidad pública -en un delito de sedición y malversación- sean sólo los catalanes y no todo el mundo. Si Poncio Pilato acabó saliendo airoso -de ahí que se lavara las manos- es porque no se vio en una tesitura tan ardua.


Foto: JJBOSE