Por Irene Navarro Frías*

 

Hablar de sociedades públicas exige comenzar realizando dos precisiones terminológicas.

La primera es que sociedad pública y empresa pública no son sinónimos. Entre ellos se establece una relación género-especie, donde empresa pública sería el género y sociedad pública la especie. La Administración ejercita actividades empresariales a través de empresas públicas distintas de las sociedades, y tanto de Derecho público (v.gr., entidades públicas empresariales) como de Derecho privado (v.gr., fundaciones).

La segunda es que, más correcto que hablar de sociedades públicas lo es hablar de sociedades de capital con participación pública, y ello por la sencilla razón de que estas sociedades no son públicas -su forma es indudablemente privada- aunque exista (al menos) un socio público (son sociedades privadas con socio público). En todo caso, para simplificar el discurso y por ser el término comúnmente utilizado, seguiremos refiriéndonos a sociedades públicas.

Una vez que la Ley 40/2015, de 1 de octubre, de Régimen Jurídico del Sector Público (LRJSP) ha terminado de aportar claridad acerca de qué sociedades pueden ser consideradas públicas –sociedades que cuentan con un socio mayoritario o con un socio de control público (art. 111)-, el problema de estas sociedades sigue siendo su carácter híbrido privado-público. La particular mezcla entre elementos privados y públicos determina que en relación con su régimen jurídico surjan problemas tanto de seguridad jurídica como de justicia (destacando entre estos últimos la nueva regulación de los deberes y la responsabilidad de los administradores de sociedades públicas, a la que luego nos referiremos). Problemas a los que se suma la dificultad de lograr un tratamiento unitario para este tipo de sociedades debido a las diferentes estructuras de su capital (en los extremos, se encuentra la sociedad pública unipersonal y la sociedad mixta) y las diferentes actividades a las que pueden dedicarse (sociedades prestadoras de servicios públicos y sociedades competitivas o de mercado).

En relación con el régimen jurídico aplicable a estas sociedades, la nueva LRJSP respeta el tradicional sistema de tres escalones previsto para estas sociedades: normas administrativas especiales (LRJSP y Ley del Patrimonio de las Administraciones Públicas LPAP), remisión al ordenamiento jurídico privado y cláusula de excepción cuando sea de aplicación la normativa administrativa presupuestaria, contable, de personal, de control económico-financiero y de contratación (art. 113 LRJSP). No nos extenderemos aquí sobre los problemas de imprevisibilidad de la respuesta legislativa que este sistema plantea (baste con decir que el art. 113 LRJSP ha sido puesto como ejemplo de «espacio jurídico en el que reina la indefinición» Chinchilla Marín). Lo que sí queremos subrayar es que si la indeterminación de cuál sea la norma aplicable a un determinado hecho de la realidad supone siempre un problema de seguridad jurídica, ese déficit de seguridad jurídica puede tornarse en antinomia cuando las normas potencialmente aplicables no solo ordenan consecuencias diferentes para los mismos problemas, sino que, además, lo hacen desde concepciones radicalmente distintas acerca del concreto fenómeno que se regula. Y esto es lo que ocurre con las sociedades públicas. El Derecho administrativo y el Derecho mercantil, -el Derecho societario-, parten de puntos diametralmente opuestos en su concepción de las mismas. De manera muy simplificada podría decirse que para el primero las sociedades públicas son meros instrumentos de la Administración (el acento se pone en el carácter público del socio), mientras que el segundo parte de la separación socio-sociedad como principio estructural de las sociedades con estructura corporativa (el acento se pone en el carácter privado de la sociedad). Mientras que desde el Derecho administrativo se  antepone la realidad o sustrato material a la forma y se insiste en que es absolutamente coyuntural que la Administración actúe a través de una sociedad pública (podría haber actuado valiéndose de otras formas jurídicas) y en que ello no debe entorpecer la protección de los derechos de los ciudadanos, desde el Derecho mercantil se sostiene que, precisamente, dado que nada obligaba a la Administración a valerse de la forma de una sociedad de capital, una vez elegida esta, debe someterse a sus normas.

La concepción de estas sociedades que se defiende desde el Derecho administrativo ha llevado a un paulatino proceso de publificación de su régimen jurídico (se habla últimamente del retorno al Derecho administrativo, después de la previa huida del Derecho administrativo que comportaba el recurso a estas personificaciones de Derecho privado), por ejemplo, por lo que se refiere a su responsabilidad contractual y, sobre todo, extracontractual. En todo caso, este proceso se justifica con el argumento de la necesaria protección de los ciudadanos frente a una decisión de la Administración (cumplir sus funciones valiéndose de esta personificación) que, por lo demás, como decisión discrecional, es difícilmente controlable por los tribunales. ¿Por qué habrían de quedar menos protegidos los ciudadanos cuando el servicio público se presta por una sociedad pública que cuando se asume directamente por la Administración? La publificación avanza entonces en la dimensión externa de actuación de estas sociedades y en esta medida quedaría, en principio, justificada. Pero al mismo tiempo ello supone aceptar que la dimensión interna de estas sociedades sería territorio del Derecho de sociedades. Justamente en esta línea en Alemania se habla de la aceptación de un Derecho civil administrativo (Verwaltungsprivatrecht), centrado en la dimensión externa de las relaciones de la sociedad y que desplazaría al Derecho civil, pero de la negación de un Derecho societario administrativo (Verwaltungsgesellschaftsrecht), centrado en la dimensión interna de la sociedad y que desplazaría al Derecho de sociedades. En este mismo sentido nuestro Tribunal Supremo viene negando desde antiguo que la Administración pueda ostentar como socia de la sociedad pública una posición de prevalencia [Sentencia de 24 de marzo de 1987 (Sala de lo contencioso-administrativo)].

El problema que plantea el desorden jurídico que impera en materia de sociedades públicas es que no solo da lugar a incertidumbres respecto a la norma aplicable, sino que favorece la aparición de decisiones legislativas injustas o poco adecuadas. Y así, sucede que con la nueva Ley de Régimen Jurídico del Sector Público se ha aprovechado para publificar no sólo cuestiones que afectan a la dimensión externa de actuación de estas sociedades (v. gr., la responsabilidad extracontractual; art. 35 LRJSP) sino que también se ha tocado la dimensión interna modificando el sistema de deberes y responsabilidad de los administradores sociales, hasta el punto de derogar su deber de independencia. A ello nos referiremos enseguida, pero antes un breve apunte acerca de la dificultad de tratamiento unitario de estas sociedades, en concreto, por lo que tiene que ver con las diferencias en la estructura de su capital.

Las mayores dificultades se plantean, sin duda, en las sociedades mixtas, es decir, en aquellas en las que, junto al socio público, existe un socio privado, que puede ser incluso mayoritario si el control lo ostenta el público. El conflicto surgirá inevitablemente porque el socio público se orientará al interés público de realizar la tarea encomendada a la sociedad (ello debe ser así puesto que la consecución de este interés general es lo único que puede legitimar su participación en una sociedad privada) y el socio privado perseguirá normalmente un fin lucrativo, esto es, el fin de maximizar la ganancia de la sociedad y de acceder a tal ganancia a través del reparto de dividendos. Pues bien: en la solución de este conflicto debemos partir de que, si nada se dice en los estatutos sociales (es decir, si el socio privado no se ha manifestado al respecto), el interés social coincidirá (como en el resto de las sociedades de capital) con la maximización del valor de la empresa social. En este sentido, una mera referencia en los estatutos a que la sociedad tiene por objeto la generación de energía, la eliminación de residuos o el abastecimiento de agua (por poner tres ejemplos relacionados con el servicio público) nunca permitiría deducir un supuesto carácter público del fin que persigue la sociedad. Los elementos objeto social y fin social admiten cualquier combinación entre ellos, de manera que una actividad de abastecimiento de agua como objeto social podría desarrollarse tanto persiguiendo un fin lucrativo como orientándose hacia el interés público (Habersack).

En cuanto al argumento (que suele esgrimirse en contra de lo anterior) de que los socios privados que contratan (en el contrato de sociedad) con la Administración están aceptando tácitamente que el interés social se corresponde en estos casos con el interés general, cabría oponer, primero, que los estatutos se interpretan objetivamente, no subjetivamente; y segundo, que la Administración ha decidido libremente (podría haber optado por cualquier otra forma de las que autoriza el ordenamiento jurídico) constituir o participar en una sociedad de capital y que los ciudadanos pueden legítimamente prever y confiar en que se aplicarán (al menos en la dimensión interna) las normas referidas a la misma. Si la Administración permite el acceso al capital a particulares, ¿no tienen los mismos el derecho a confiar en que la empresa en la que invierten tratará de maximizar el valor de las inversiones (art. 1258 CC y cumplimiento de los contratos de buena fe)? Los efectos en cascada que esta concepción del interés social implica para cuestiones como la relativa a los deberes de los administradores son evidentes.

Volviendo precisamente a la cuestión de los deberes y la responsabilidad de los administradores de sociedades públicas, pese a lo dicho en relación con la aplicación del Derecho de sociedades en la dimensión interna de estas sociedades y a que la OCDE en sus Directrices sobre el Gobierno Corporativo de las Empresas Públicas del año 2015 insiste en la necesaria independencia y responsabilidad personal de los administradores de sociedades públicas, a continuación comprobaremos cómo el camino seguido por nuestro legislador es uno muy distinto. En este punto debemos referirnos a los artículos 115 y 116 LRJSP.

Comenzando por el segundo de los preceptos, en el mismo se prevé que los administradores de sociedades públicas unipersonales a los que, en casos excepcionales, se hayan impartido instrucciones actuarán diligentemente para su ejecución, y quedarán exonerados de la responsabilidad societaria por los daños que se derivaren del cumplimiento de dichas instrucciones. Respecto a este precepto, no hay nada que objetar. En palabras de Paz-Ares,

“(d)ado que su aplicación está limitada a sociedades completamente participadas por el Estado (…) nada hay de exorbitante ni en la autorización al Ministro del ramo para dictar instrucciones imperativas ni en la exoneración de responsabilidad de los administradores”.

El auténtico problema lo plantea el artículo inmediatamente anterior. El artículo 115 LRJSP ha pasado a establecer en su apartado primero que

“(l)a responsabilidad que le corresponda al empleado público como miembro del consejo de administración será directamente asumida por la Administración General del Estado que lo designó”,

disponiendo luego, en su apartado segundo, la posibilidad (no la obligación) de que la Administración repita contra el consejero que ha causado el daño con dolo o culpa grave, con remisión al régimen de la responsabilidad patrimonial de la Administración. En este giro hacia la irresponsabilidad de los consejeros de sociedades públicas el legislador olvida, sin embargo, que cuando se habla de responsabilidad patrimonial de la Administración pública se parte de que el deber de la Administración de reparar el daño depende de que la conducta del autor material pueda entenderse que es de la Administración, lo que ocurre solo si el sujeto se encuentra inserto en la organización administrativa y actúa en el ejercicio de funciones administrativas, y que, en general, cuando se habla de responsabilidad vicaria “el principal tiene la última palabra en todo lo relativo al modo de llevar a cabo la actividad de que se trata” (Salvador Coderch). Frente a ello, la situación de los administradores de sociedades de capital (también de las sociedades públicas, al menos antes de la LRJSP) es justamente la contraria: los administradores de sociedades de capital son independientes y, de hecho, su deber es defender a la sociedad frente a los intentos de injerencia por parte de cualquier tercero, también de los socios [art. 228 d) LSC]. Lo que es, entre otras cosas, presupuesto indispensable para que la sociedad pública pueda beneficiarse de la expertise de sus administradores.

Ahora bien, si enfocamos la cuestión desde la perspectiva del Derecho administrativo nada hay más lógico que la exención de responsabilidad de los administradores de sociedades públicas. Si la sociedad es un mero instrumento controlado por la Administración, si los empleados públicos no están menos sometidos al principio de jerarquía en una sociedad pública que en un Ayuntamiento o en un organismo autónomo y si, al menos, los consejeros designados directamente por la Administración (y esta designación directa solo es posible si el órgano de administración adopta la forma de consejo; razón probable por la que el precepto restringe su ámbito de aplicación a los consejeros) están obligados a obedecer las instrucciones de la misma, el siguiente paso, el de que su responsabilidad sea asumida directamente por su superior (respondeat superior), se muestra casi evidente. Desde esta perspectiva (que no compartimos) se explica tanto el fundamento de la exención como el ámbito de aplicación del precepto (centrado en los consejeros dominicales de la Administración).

El último paso que habría que dar a la vista del artículo 115 LRJSP es el de determinar si la asunción por parte de la Administración de la responsabilidad de su consejero supone negar la independencia de este. Aunque la cuestión se ha planteado normalmente al revés, es decir, allí donde el Derecho impone al consejero una obligación de obedecer, inmediatamente se afirma la obligación de la Administración de asumir la responsabilidad del administrador, aquí debemos plantearnos si la aplicación a los consejeros designados por la Administración pública del régimen de (ir)responsabilidad del art. 115 debe llevar a aplicarles el que podríamos considerar su supuesto de hecho  en la ley (el art. 173.2 LPAP todavía ofrecía, en nuestra opinión, margen para la interpretación): que es la Administración la que toma las decisiones. Hablaríamos además de que la Administración toma las decisiones como una cuestión de estado y no de actividad. Es decir, que cuando efectivamente se imparten instrucciones al administrador, y dándose el resto de requisitos del precepto, se aplicaría el art. 116 y la exención total de responsabilidad (sin vía de regreso) respecto de todos los administradores (aquí no hay una referencia exclusiva a los consejeros), como consecuencia del deber de obediencia del administrador respecto de órdenes no manifiestamente ilícitas. Mientras que en el resto de casos y sobre la base de que la Administración tiene el poder de controlar los actos de sus consejeros, aunque en el supuesto concreto no haya materializado ese poder en concretas instrucciones, debe responder igualmente de los daños causados por los mismos, sin perjuicio de que luego pueda repetir contra ellos (art. 115. 2 LRJSP). Lo cierto es que ante la asunción directa por parte de la Administración de la responsabilidad de sus consejeros no encontramos argumentos que de lege lata puedan llevar a sostener que la derogación del deber de independencia no se ha producido. Lo que sí podemos hacer es reclamar la derogación urgente de este precepto, al menos si la Administración quiere obtener los beneficios de la gestión de la sociedad pública como una auténtica sociedad de capital.


* Esta entrada está extractada del trabajo de la autora titulado “Sociedades públicas: Derecho mercantil vs. Derecho administrativo. En particular, deberes y responsabilidad de los administradores de sociedades públicas estatales”, publicado en la Revista de Derecho de Sociedades, núm. 56, 2019