Por Jesús Alfaro Águila-Real

Nos quitarán hasta el nombre: y si queremos conservarlo deberemos encontrar en nosotros la fuerza de obrar de tal manera que, detrás del nombre, algo nuestro, algo de lo que hemos sido, permanezca… Me llamo 174517; nos han bautizado, llevaremos mientras vivamos esta lacra tatuada en el brazo izquierdo.

Primo Levi, Si esto es un hombre

 

Introducción

Para lo que sigue he utilizado sobre todo, Áurea Suñol, El conflicto entre signos distintivos y denominaciones sociales, Almacén de Derecho 2020; Áurea Suñol, Denominaciones sociales y signos distintivos, Almacén de Derecho 2021; Jesús Alfaro, Denominación social y signos distintivos, Almacén de Derecho 2015; Luis Fernández del Pozo, La denominación social de las sociedades de capital. Revisión crítica del estado de la cuestión, LA LEY mercantil, nº 65, Enero 2020; V., Andrea Büchler, Die Kommerzialisierung von Persönlichkeitsgütern: Zur Dialektik von Ich und Mein, AcP, 206 (2006), pp. 300-351; James C. Scott, Seeing like a State, 1998, p 64 ss.

Según James Scott, (Seeing like a State, pp 64 ss.), el uso de apellidos en los que se sucede por vía paterna es relativamente reciente y tiene que ver con la necesidad del Estado de poder identificar a los ciudadanos a efectos tributarios, militares etc. De modo que nace con el individualismo. Hasta la Edad Moderna en Europa sólo se usaba el nombre de pila con los añadidos necesarios para identificar al portador. P. ej., Alonso, vecino de Tolosa, o hijo de Sancho, etc. Pero estos añadidos no se heredaban. En principio, había que contar con la resistencia de la gente a dejarse “apellidar” ya que eso significaba mayor control por parte del Estado. Pero una vez que “le habían obligado a pagar el impuesto, era en su interés, ser identificado correctamente para evitar tener que pagar dos veces”. En Filipinas (p 69), el gobernador español estableció un catálogo de apellidos que debían imponerse a todos los filipinos; y cualquier inmigrante a los EEUU recibía un apellido a la entrada si no lo tenía. Como concluye Scott, el uso universal de un apellido permitió a los Estados controlar mejor la vida de los ciudadanos pero, a la vez, supuso un paso importante en su individualización, ‘solos frente al Estado’. La centralización suponía gobierno directo del Estado sobre los ciudadanos individuales, a diferencia del  Antiguo Régimen en el que las relaciones con el Estado eran, normalmente, colectivas y se articulaban a través de la corporación: (p 77)

«El gobierno indirecto sólo requería un aparato estatal mínimo, pero se apoyaba en las élites locales y en las comunidades que tenían interés en que el centro no tuviera la información que le permitiera apoderarse de los recursos locales. El control directo por parte del Estado central provocó una resistencia generalizada y requirió negociaciones que a menudo limitaron su poder, pero por primera vez permitió a los funcionarios del Estado conocer y acceder directamente a una sociedad hasta entonces opaca«.

 

El nombre como bien de la personalidad

Es tentado caer en la analogía y afirmar que la denominación social es, a las personas jurídicas, lo que a los seres humanos sería el nombre. Pero esta analogía es incorrecta. Las personas jurídicas no tienen un nombre en el sentido que lo tienen los individuos.

El art. 50.1 de la Ley del Registro Civil dice, correctamente, que “Toda persona tiene derecho a un nombre desde su nacimiento”. La Ley de Sociedades de Capital (LSC) no dice nada parecido. Se limita a obligar a las sociedades a incluir en sus estatutos una denominación acompañando la indicación del tipo societario y a establecer una prohibición de identidad en la denominación social (arts. 6, 7 y 23 a) LSC).

El “nombre (de los individuos) es objeto de un derecho subjetivo, protegido contra terceros”, un ‘bien de la personalidad’ porque todos tenemos derecho a ser identificados ya que, ser identificados es lo que nos permite ser considerados como un individuo ‘único’ distinto de los demás. En la misma línea, el nombre de los individuos está protegido por la Ley Orgánica de Protección del Honor, de la Intimidad y de la Propia imagen. V., la STJUE 22-XII-2010, Asunto c-208/09, ECLI:EU:C:2010:806 § 52

el apellido de una persona es un elemento constitutivo de su identidad y de su vida privada, cuya protección está consagrada por el artículo 7 de la Carta de los Derechos Fundamentales de la Unión Europea, así como por el artículo 8 del Convenio Europeo para la Protección de los Derechos Humanos y de las Libertades Fundamentales. Aunque el artículo 8 de dicho Convenio no lo mencione expresamente, el apellido de una persona afecta a su vida privada y familiar al constituir un medio de identificación personal y un vínculo con una familia.

Véase también, la STJUE 2-X-2014, C‑101/13, ECLI:EU:C:2014:2249 sobre la inclusión en el pasaporte del apellido de nacimiento de una persona (cuando las mujeres cambian éste y adoptan el de su marido al casarse). Y la STEDH Garnaga vs. Ukraine, de 16-V-2013:

la negativa a permitir que una persona adopte un nuevo nombre no puede considerarse necesariamente como una injerencia. Reafirma que si bien el objeto del artículo 8 es esencialmente la de proteger al individuo contra las injerencias arbitrarias de los poderes públicos, no sólo obliga al Estado a abstenerse de tales injerencias, puede haber, además, obligaciones positivas inherentes al respeto efectivo a la vida privada y familiar… Dado que las autoridades no han ponderado equilibradamente los intereses relevantes en juego (al negar al solicitante la posibilidad de modificar su apellido), no han cumplido con su obligación positiva de garantizar el derecho de la demandante al respeto de su vida privada”.

 

El derecho al nombre es un derecho subjetivo,

pero no es un ‘derecho real’ ni tiene un contenido monopolístico, es decir, no incluye en su contenido el derecho al uso exclusivo del mismo como ocurre con los signos distintivos (marcas, nombres comerciales…) aunque actúa como un límite a estos. A diferencia de otros bienes de la personalidad, sin embargo, el nombre de los individuos puede ser objeto de negocios jurídicos que permitan a su titular obtener rentas del mismo, esto es, ‘comercializarlo’ dentro de los límites derivados del orden público. Este carácter ‘comercializable’ del nombre, ocupó ya a los neoescolásticos. Cuenta Jesús Lalinde, Anotaciones historicistas al iusprivatismo de la segunda escolásticaQuaderni Fiorentini, 1[1972], p 313) que los escolásticos del siglo XVI (Soto) consideraban «la existencia de tres géneros de bienes entre los que se encuentran la vida y los bienes temporales en los extremos y la fama y el honor como intermedios». Esta clasificación es señal de la perspicacia de la Segunda Escolástica: el honor es patrimonio del alma pero tiene o puede tener valor económico. No es extraño que lo consideraran un «género intermedio de bien» Como dice Büchler, (AcP, 206 (2006), pp. 300-351), el nombre de los individuos es objetivamente idóneo para ser utilizado por terceros y, por tanto, para que su titular ceda el uso de su nombre a cambio de una remuneración. En el Derecho Suizo se reconoció un “derecho general a los bienes de la personalidad” en virtud del cual si alguien los lesionaba antijurídicamente (que equivalía a decir, sin consentimiento del titular), el ordenamiento ofrecía al titular remedios indemnizatorios y acciones de prohibición y cesación y enriquecimiento injusto (v., art. 32 Ley de Competencia Desleal). Que no pueda configurarse el derecho sobre el propio nombre como la propiedad de una cosa mueble no significa que el nombre y otros bienes de la personalidad “estén excluidos del tráfico jurídico”. La institución que lo hace posible es, por ejemplo, la autorización y el contrato de licencia.

 

No hay derecho subjetivo de contenido patrimonial sobre la denominación social

Las denominaciones sociales no son comercializables porque no constituyen un derecho subjetivo de las personas jurídicas ni, por supuesto, un derecho real análogo al derecho de marca. No tienen valor patrimonial. La denominación social es un requisito legal para que se reconozca personalidad jurídica a un patrimonio (v., art. 56.1 d LSC sobre las causas de nulidad: no expresarse la denominación de la sociedad en los estatutos).  De modo que nada impediría que cada sociedad anónima o limitada se denominara con un código alfanumérico pero sería evidentemente inconstitucional que la Ley del Registro Civil asignara un nombre a cada recién nacido con forma de código alfanumérico.

La denominación social tiene una mera función identificadora. Es un signo lingüístico que nos permite identificar al patrimonio; indicar a qué patrimonio dotado de agencia nos referimos. Nos permite ‘referirnos’ y ‘dirigirnos’ a ese patrimonio dotado de agencia e indicar a quién le imputamos los efectos patrimoniales.

La denominación social no tiene la función de distinguir bienes, productos o servicios en el mercado por su origen empresarial. Es profundamente erróneo afirmar que la denominación social se ha ‘industrializado’ porque sea muy frecuente que el mismo signo lingüístico que se utiliza como denominación social se utilice también para distinguir productos o servicios. Eso no ‘fusiona’ el régimen jurídico de las denominaciones sociales y los signos distintivos. Si la denominación social no es un derecho subjetivo, es también erróneo decir que tiene “valor… desde la perspectiva patrimonial como expresión ‘condensadora’ del prestigio social” y más todavía sostener (Miranda) que la denominación social es per se un signo distintivo y que “cumple una función diferenciadora de las prestaciones que el ente colectivo ofrece al mercado en el ejercicio de las actividades constitutivas de su objeto social”. La finalidad “individualizadora” se logra con que cada persona jurídica tenga un nombre, no es necesario que cada una tenga un nombre distinto. Nadie sostendría que llamarse María Pérez García no ‘individualiza’ porque haya cientos de miles de Marías Pérez García. Y en cuanto al inventado “derecho de terceros a conocer con quién se relaciona”, no se me ocurre un ejemplo más simpático de la inflación de derechos. No hay un derecho a conocer con quien se relaciona uno. Ese derecho sólo puede verlo alguien que se dedica profesionalmente a explicar a otros con quién se relacionan.

La denominación social no es, pues, un derecho con contenido patrimonial. Por eso no puede transmitirse. Puede modificarse, pero la modificación no tiene ningún efecto patrimonial (v., arts. 416 RRM que, correctamente, se refiere al “cambio voluntario” de denominación; 419 RRM, la denominación social queda libre para ser adoptada por otra persona jurídica una vez que se cancela la inscripción de la sociedad que tenía tal denominación). Si lo tuviera, habría que considerar que el artículo 416 RRM o el art. 419 RRM que prevén la ‘caducidad’ de la denominación constituye un acto de ‘expropiación’ por parte de la Administración de un derecho subjetivo del particular titular del capital social de las sociedades que modifican su denominación o que se cancelan en el Registro. Y nadie sostiene tal cosa (v., art. 412 RRM que prevé que si la denominación no se ‘usa’ en seis meses, caduque y se cancele de oficio en la Sección de Denominaciones del Registro Mercantil Central).

 

La prohibición de identidad formal y de identidad sustancial

Naturalmente, decir que no es un derecho patrimonial es compatible con que la asignación de las denominaciones sociales concretas se rija por el criterio de prioridad temporal (prior tempore) determinado por el orden de la solicitud al Registro Mercantil Central (v., art. 408.2 RRM) y con que se prohíba la inscripción de una sociedad con un nombre idéntico a otra (arts. 407 y 408 RRM).

El primero dice, en lo que interesa, que «no podrán inscribirse en el Registro Mercantil las sociedades o entidades cuya denominación sea idéntica a alguna de las que figuren en la sección de denominaciones del Registro Mercantil Central». Según el art. 408 RRM dos denominaciones sociales son idénticas cuando hay «coincidencia total y absoluta» entre ambas (la denominaré identidad formal) y también cuando en ambas se utilicen las mismas palabras «en diferente orden, género o número»; o se añadan a idénticas palabras, «términos o expresiones genéricas o accesorias o… artículos, adverbios, preposiciones, conjunciones, acentos, guiones, signos de puntuación u otras partículas similares, de escasa significación» y cuando se utilicen «palabras distintas» pero «que tengan la misma expresión o notoria semejanza fonética» (la denominaré identidad sustancial o material).

La prohibición de identidad formal de denominaciones sociales (que no existe en el caso de los nombres de personas) protege el funcionamiento eficaz del Registro. Si se permitiera que estén inscritas simultáneamente dos sociedades con idéntica denominación, el Registro no podría funcionar. El Registrador no sabría en cuál de las dos hojas debería realizar las inscripciones que se le presentan o qué sociedad ha nombrado o destituido al administrador etc.

La ratio de la prohibición de identidad sustancial o material es distinta. Aquí se trata de proteger a la sociedad inscrita frente a perturbaciones en su actividad en el tráfico causadas por la existencia de otras personas jurídicas que se denominan de forma tan semejante que sería difícil para los terceros identificar a su contraparte. La mecánica registral no se ve perturbada. Al Registrador le es siempre posible comprobar que no se trata de la misma sociedad ya que las denominaciones no son idénticas. Es éste, pues, un interés particular de la sociedad inscrita y, naturalmente, como cualquier interés particular, disponible. Se explica así que el art. 408.2 RRM establezca que en caso de identidad sustancial pero en ausencia de identidad formal, la nueva sociedad puede inscribirse con la denominación sustancialmente idéntica siempre que lo autorice la sociedad afectada: Volenti non fit iniuria. 

Para una aplicación de las consecuencias de la distinción entre identidad formal e identidad sustancial v., la RDGSJFP 16-I-2023.


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