Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz
Sobre A. García Figueroa, Olvidanza y atrevimiento, Editorial Círculo Rojo, 2019
Por las librerías circula desde hace unos meses un libro breve, firmado por Alfonso García Figueroa (Profesor Titular de Filosofía del Derecho en la Universidad de Castilla-La Mancha, Facultad de Ciencias Jurídicas y Sociales de Toledo), con el título -inspirado en Alfonso X el Sabio, nada menos- de Olvidanza y atrevimiento (“dos cosas que facen a los omes errar mucho”) y un subtítulo que, por contraste, nos pone sobre la pista: “Un campus sembrado de bufones, sicarios y chaperos”. En la contraportada se añaden otros detalles: Olvidanza y atrevimiento comienza con su sangriento desenlace para luego narrar retrospectivamente la conspiración urdida contra el rector Hipocasto en su propia corte de mandarines de bragueta floja, mendaces compulsivos, paletos con ínfulas, nacionalistas acharnegados, onanistas mentales, tiralevitas de pasillo, petimetres de riñonera y feministas paniaguadas”.
Es, en efecto, un libro (de ficción, si es que acaso tal calificativo significa algo) escrito por un universitario y con el propósito, no precisamente disimulado, de explicar al lector, sea del oficio o no, la realidad, nada gloriosa, de la institución. El narrador se expresa en primera persona y concede el protagonismo al Rector, el tal Hipocasto, aunque en realidad los importantes son los que en terminología de Hollywood se pudieran llamar actores de reparto, la corte de los milagros, que diría Valle Inclán: los cortesanos, sí, en los que lo mezquino de su conducta llega al grado de la sordidez. Que, al modo de lo que sucede en “La fiesta del chivo” con Trujillo, acaban siendo los que matan al jefe. La zanahoria -siempre o casi siempre, unas bufandas miserables en términos de cuantía- que éste les ha ido dispensando para tenerlos bajo su dominio termina resultando indigesta.
El libro resulta delicioso, para empezar, porque está muy bien escrito. Diríase preciosista en las descripciones, al modo, un poner, de un Eduardo Mendoza: del autor puede afirmarse que, como se dice de los toreros en días de gloria, se gusta. Se recrea en la ironía hasta el grado de la crueldad más refinada, por ejemplo, a la hora de retratar a los que él llama Sassoferrato y Rebolledo (páginas 29 a 38). Es, segundo dato positivo a resaltar, persona de cultura jurídica hondísima y hoy inusual: las referencias a los clásicos no son abundantes pero sí certeras. Y se trata, tercero, de un hombre de su tiempo y de su sitio: la novela no resulta inteligible al margen de la época en la que vivimos, con el catalanismo y el feminismo como las religiones oficiales -obligatorias, como todas ellas- de esta época y de este lugar. Pero sin que se deje de señalar de manera expresa que estamos ante males que no son privativos de los Pirineos para abajo: del retrato que se hace de Oxford, como cifra y suma de la excelencia de lo anglosajón, no sale precisamente bien parada aquella ciudad. En las páginas 55 a 73 (sobre todo, las dos últimas), se acumulan las referencias para denostarla e incluso ensañarse. García Figueroa, en efecto, no deja títere con cabeza, aunque siempre, se insiste, empleando esa arma tan mortífera que es la ironía. El humor, en suma.
Es hombre sentencioso, al modo de Séneca y, más aún, de Gracián. Por ejemplo: “Al principio los doctorandos se sorprendían por la falta de sofisticación teórica de Hipocasto, pero poco a poco comprendían que las limitaciones intelectuales carecen de importancia en la Universidad y que al propio Hipocasto le importaban un pimiento” (página 24); “Hace tiempo que en la Universidad nadie trabaja para la ciencia. Ya sólo trabajamos para la burocracia” (página 51); “Pensar es lo último que hay que hacer en esta venerable institución” (página 52); “(…) la verdad nunca preexiste a quien la impone y eso demostraba que la verdad no es otra cosa que un ejercicio de poder al que no se le ha opuesto suficiente resistencia. Toda post-verdad es siempre una pre-verdad convenientemente administrada” (página 146); “No por casualidad, después de práctico, el adjetivo más laudatorio que conoce nuestra era turbocapitalista y pop no es otro que increíble y mucho antes la Iglesia siempre ha sido consciente de que es mucho más eficaz consolidar dogmas totalmente irracionales que releven al cliente de todo esfuerzo intelectual, antes que transitar por la vía tortuosa de la búsqueda de la razonabilidad. En definitiva, la gente prefiere mil veces aceptar irreflexivamente lo imposible que cavilar aparatosamente sobre las posibilidades de lo improbable” (página 147).
¿Cuáles son los lugares, aparte de Oxford, donde se sitúan los hechos? Cataluña, más que eso, representa una suerte de (nada grato) telón de fondo: “el problema más acuciante de mi propio idioma es la extendida creencia en mi país de que el castellano es la lingua franca, o sea la lengua del General Franco, y por eso a quienes defendemos la libertad de su uso en nuestro propio país nos llaman fachas, fascistas” (página 70), por ejemplo. Particularmente agudo en ese contexto (agudo hasta el grado de que el objeto de la narración resulta delirante) son las páginas 93 a 105, encabezadas como “Hiena roja, Mariona Pi y el trilema feminista”.
Sitios, lo que se dice sitios en el sentido geográfico más estricto, son Aranjuez y en segundo lugar Granada. En la ciudad del río Tajo coloca el autor la segunda residencia del Rector y el lugar del crimen. La define mediante una sucesión de contrastes: “Río y meseta. Palacio y plebe. Magnolio y zarzal. Abanico y toga. Faisán y torrezno. Aldabón y junco. Malaquita y carbón. Falúa y barcaza. Tiorba y mortero. Valle y barranco” (página 129). Granada, por su lado, aparece como lugar de emigrantes. Para empezar, a la propia Cataluña. La confesión avergonzada de la inefable Mariona Pi i Castells en página 122 merece la reproducción íntegra:
“Mira, el Departament d’assumptes surenyus, una rama de la Conselleria d’assumptes exteriors de la Generalitat me ayudó a cambiarme el nombre siendo yo muy joven. Yo me llamaba María del Pino Castillo. Mi padre era de Albolote y mi madre de Purchil, provincia de Granada; pero pude alegar problemas psicológicos graves para que me autorizaran el cambio de nombre en el Registro Civil: De María del Pino Castillo a Mariona Pi i Castells” (página 122).
Y también había granadinos que se habían ido a Argentina y que igualmente ocultaban sus orígenes:
“(…) durante unas vacaciones de esquí por Sierra Nevada, Cuqui descubrió en íntimo encuentro con un fornido monitor que su marido en realidad se llamaba Pérez Chumillas y que, para más inri, ni tan siquiera era argentino; sino que provenía de Alhendín, el municipio granadino que vio nacer a Picio, el arquetipo de la fealdad. Se trataba, en fin, de un revés del que nunca podría recuperarse ni el corazón, ni la dignidad de la pobre Cuqui” (página 202).
Siendo un libro sobre el medio universitario (la “tribu”, en la feliz expresión de Alejandro Nieto), apenas hay menciones a la actividad docente (salvo alguna mención tangencial, por ejemplo, en página 154), lo que contrasta con lo que sí aparece muchas veces y, por supuesto, para resultar objeto de diatriba, ahora singularmente ácida: la tarea de evaluación del profesorado, encomendada a lo que el autor llama la FANECA (“siglas de Falacia, Nepotismo y Excremento de la Calidad Académica”: página 153).
En fin y para terminar (se trata de incentivar la lectura del libro, no de ser un spoiler que lo que al final produzca sea el efecto contrario), hay que indicar que el sexo -el sexo entre profesores jóvenes, sobre todo- ocupa un lugar casi permanente en el relato. Una lectura en diagonal llevaría a la conclusión de que de eso es de lo que va la cosa. En un grupo humano tan absorto y casi monacal como suele ser ese gremio, no resulta exagerado afirmar -ahora no es García Figueroa quien lo sostiene, sino este cronista- que ahí se encuentre el punto de conexión con la vida real: la única ocasión en que lo platónico se reconcilia con lo aristotélico, si se quiere explicar así. La metafísica más evanescente e inútil y la física más carnal y práctica, para entendernos. Con la conspiración para asesinar al Rector -siempre tiene que haber un fallecido, sea por una acción específica o, como ha sucedido con Álvarez Conde en la Rey Juan Carlos, por un hecho de guerra sin autor identificable- es el otro hilo conductor del libro. Eros y Tánatos, una vez más.
Lo expuesto ha de bastar: una obra, en suma, en la que (al igual que la “Novela ácida universitaria” de otro jurista, aunque más veterano, Francisco Sosa Wagner, con la que prácticamente ha coincidido en el tiempo) se huye a la ficción para denunciar una realidad en la que bajo el cartón piedra de los títulos y los horrores más vanos se embosca la nada o incluso algo peor. Pero el lector termina llegando a la conclusión de que en el fondo no todo puede ser tan rematadamente malo y este mismo libro puede servir de ejemplo: si en la Universidad española (en una de sus decadentes Facultades de Derecho, en singular) hay gente con la profundidad de análisis (y la capacidad literaria) de un Alfonso García Figueroa -aunque se emplee precisamente para denunciar que, por debajo de las apariencias, lo que sucede es que le roi est nu- es que, a pesar de todo, a la cosa le queda mucha vida.