Por Jesús Alfaro Águila-Real

Los países desarrollados han alcanzado la igualdad sexual

Los dos rasgos psicológicos en los que hombres y mujeres presentan más diferencias en promedio son la actitud ante el riesgo y el grado de competitividad. Las mujeres son más aversas al riesgo y son menos competitivas que los varones. No son menos – ni más – inteligentes ni son menos – ni más – cooperativas.

La explicación evolutiva de estas diferencias psicológicas parece sencilla: si se trata de maximizar las posibilidades de transmitir sus genes a la siguiente generación, las mujeres han de ser más aversas al riesgo y más propensas a autoprotegerse y a evitar los conflictos porque han de conservarse vivas hasta que sus hijos lleguen a la edad reproductiva. El varón ‘maximizador’ de la transmisión de sus genes, por el contrario, ha de arriesgarse y competir con otros varones para maximizar el número de encuentros sexuales con el mayor número de mujeres posible.

Contra lo que se podría pensar, las diferencias psicológicas entre sexos aumentan con el desarrollo económico y la igualdad. Los hombres y las mujeres son más diferentes psicológicamente hoy que hace dos mil años. Y esta ampliación de las diferencias se refleja en las preferencias reveladas, por ejemplo, cuando se trata de elegir una actividad laboral. La razón parece ser que, conforme desaparece la discriminación, las mujeres expresan libremente sus preferencias. Y los varones prefieren trabajar con cosas y las mujeres con personas de modo que, conectados ambos hechos, observamos que hay menos proporción de ingenieras en Noruega que en la India.

La igualdad jurídica ha conducido a la desaparición de la discriminación sexual en los países desarrollados. La única que resta es la anudada a la maternidad y aun ésta parece estar desapareciendo. El feminismo 1.0 ha logrado todos sus objetivos.

La participación de la mujer en instituciones sociales tradicionalmente masculinas ha obligado a modificar las reglas y la cultura organizativas de estas instituciones. El ejército es un buen ejemplo pero el fútbol es mejor: las reglas escritas y no escritas (la ‘cultura’) que ‘organizan’ y ‘coordinan’ la conducta individual en la milicia o en el fútbol están adaptadas a los rasgos físicos y psicológicos masculinos: se exige determinada velocidad, fuerza, potencia y se premia la asunción de riesgos, el autocontrol emocional y el ‘ardor guerrero’.

Grupos mixtos y grupos segregados: el caso del fútbol

Sería un milagro que la incorporación masiva de las mujeres a ámbitos de la vida social largamente articulados por los rasgos físicos y psicológicos masculinos pudiera hacerse sin dificultades. De hecho, en muchos ámbitos, como el deportivo, hemos comprobado la imposibilidad de los equipos mixtos y las competiciones se mantienen segregadas porque se ha comprobado que hacerlas mixtas reduciría el bienestar social. Pero los deportes son la excepción porque las diferencias relevantes entre sexos son físicas y, por tanto, visibles fácilmente. En el resto de la vida social y económica, hemos procedido a la ‘desegregación’ forzosa (todas las actividades sociales que se realizan en grupo han de realizarse por grupos mixtos formados por hombres y mujeres) porque se ha considerado imprescindible para asegurar la vigencia efectiva de la igualdad sexual.

Y la cuestión es que esta estrategia de política jurídica tiene unos costes muy elevados en términos de bienestar social.

Para demostrarlo, puede recurrirse de nuevo al ejemplo del fútbol ¿por qué no ‘desegregamos’ los equipos de fútbol? ¿por qué no obligamos a que cada equipo de fútbol tenga al menos 5 jugadoras? Porque podemos anticipar el resultado. Los varones mandarían a la enfermería a las mujeres en mayor proporción que al revés y, en poco tiempo, no habría una “guerrera” con ardor suficiente para querer jugar al fútbol con hombres.

Se me podría responder que estoy incurriendo en una falacia. Se me podría decir que lo que habría que hacer, al tiempo que imponemos los equipos mixtos, es ¡cambiar las reglas del juego! suprimiendo todas aquellas que ‘benefician’ a los hombres y ‘perjudican’ a las mujeres. Por ejemplo, podríamos reducir el tamaño del campo y de las porterías; castigar como falta cualquier roce corporal; poner más peso en las zapatillas de los varones… A la vez serían necesarias nuevas reglas en materia, por ejemplo, de acoso sexual dadas las enormes diferencias al respecto entre hombres y mujeres (un ‘pico’ de celebración es acoso pero tocar los testículos a un jugador del otro equipo no lo es). Si lográramos vencer esas dificultades y conseguir la verdadera ‘igualdad’ con reforma de las reglas del juego tradicionales, la consecuencia sería el sacrificio de todo lo que hace atractivo el fútbol para miles de millones de personas.

Una política jurídica por la igualdad de sexos que reconozca las diferencias psicológicas entre hombres y mujeres

Generalizando, la política jurídica en materia de igualdad de sexos no debería incluir como herramienta ni como objetivo la ‘desegregación’ forzosa, esto es, la participación paritaria de mujeres y hombres en los grupos a través de los cuales se desarrollan actividades sociales que, tradicionalmente, se desarrollaban segregadamente (aunque sólo fuera porque las mujeres no participaban en muchos ámbitos de la vida social y, por tanto, los grupos eran de composición exclusiva masculina). El derecho a la igualdad sexual exige que las mujeres puedan acceder a cualquier puesto, profesión, actividad, tarea, cargo etc sin tener que soportar barreras que no deban soportar los hombres. Pero el derecho a la igualdad sexual no tiene como contenido el de que las actividades sociales se realicen necesariamente en grupos que incluyan, paritariamente, a hombres y mujeres. Las mujeres deben poder ser jueces. Pero no debe ser obligatorio que en cada tribunal haya un número parejo de hombres y mujeres.

La productividad de esos grupos ‘mixtos’ puede ser inferior a la de los grupos ‘segregados’ porque se pierdan ventajas de la especialización y división (sexual) del trabajo. Los grupos segregados – de hombres o de mujeres – pueden sufrir menores costes de coordinación y, por tanto, ser más productivos. Tal ocurrirá no sólo cuando en la actividad se vean implicadas habilidades físicas respecto de las que haya diferencias relevantes entre hombres y mujeres como la fuerza, velocidad, potencia y puntería (pero también, la precisión, la flexibilidad muscular o la capacidad para la multitarea) y esas cualidades sean relevantes individualmente (es decir, el éxito del grupo dependa de que todos sus miembros las tengan en gran medida), sino también cuando sean relevantes rasgos psicológicos respecto de los que hay diferencias significativas en promedio entre hombres y mujeres como la actitud ante el riesgo o la competitividad. Porque en ambos casos, si la homogeneidad física o psicológica reduce los costes de coordinación (la eficiencia de las reglas que organizan el trabajo en equipo será mayor porque son más sencillas de formular y efectivas en su aplicación), el grupo mixto será, ceteris paribus, menos productivo. Sospecho que en el ámbito de la investigación científica y, en general, en el de la innovación, es donde los grupos de trabajo segregados (hombres trabajando con hombres y mujeres con mujeres) pueden ser más productivos que los grupos ‘mixtos’. Simplemente porque, como en la milicia y en el deporte, se trata de actividades que requieren una coordinación muy intensa entre los miembros del grupo.

Naturalmente, esto no implica que el Estado deba imponer la segregación. Significa sólo que el Estado no debe prohibirla cuando la segregación sea voluntaria. Los costes de desegregar pueden no verse compensados por los beneficios aparejados a la ‘diversidad’ en la composición del grupo. Sólo cuando la segregación por sexos impida el acceso de las mujeres a una actividad o, porque no haya beneficio alguno de la segregación, suponga denigrar a uno de los sexos (‘separate but equal’), estaría justificada la desegregación por obra de la ley.

Y el Estado tampoco debería promover activamente la desegregación de profesiones o actividades sociales. Hay que dejar de ocuparse y preocuparse porque las mujeres quieran ser maestras y no mecánicas de aviación o porque las más listas y preparadas de las juristas no se presenten a las plazas del Tribunal Supremo en la misma proporción que los hombres. Insistir en el objetivo de tener un 50 % de magistradas del Tribunal Supremo (o un 80 % si atendemos a las nuevas promociones de jueces) es tan absurdo como insistir en tener un 50 % de ingenieras informáticas o un 90 % de mujeres entre los capataces de obra. Si los hombres son más competitivos y más arriesgados en promedio, será normal que pongan más ahínco que las mujeres en llegar a los puestos de dirección de la institución en la que trabajan. Las políticas de desegregación corren el riesgo de terminar en una pésima asignación del talento. Porque si los rasgos psicológicos de hombres y mujeres son diferentes y no tenemos razones para pensar que las mujeres, en una sociedad avanzada, no expresan en sus decisiones sus verdaderas preferencias, estaremos dando ventajas en los puestos de mayor rango y remuneración a las que menos se lo merecen .

Una coda sobre las diferencias sexuales en la política

Existen ámbitos de la vida social en los que la segregación voluntaria por sexos no es posible. Simplemente porque no se trata de una actividad ‘divisible’. Me refiero a la política. Las elecciones agregan las preferencias de los ciudadanos y hombres y mujeres no eligen a sus diputados por separado.

¿Sería deseable que los hombres eligieran a 175 diputados y las mujeres a 175 diputadas? La pregunta no es un disparate. Piénsese que, arrumbada la legitimidad de insistir en la relevancia (genética o jurídica) de la raza o el color de la piel, la diferencia más esencial entre unos seres humanos y otros es su sexo. 

En la política, las consecuencias dañinas para el bienestar social de las diferencias psicológicas entre hombres y mujeres debería llevarnos a insistir en la bondad del ‘voto popperiano’ frente al realmente practicado, que es el voto ideológico o identitario. El voto – como dice Popper – es el instrumento del que dispone una sociedad para derribar pacíficamente a los malos gobiernos. Si, por el contrario, el voto se convierte en un ‘acto expresivo’ de la propia identidad, el riesgo de que el mal gobierno se perpetúe se eleva, porque su desempeño no es decisivo para ganar o perder las elecciones. Lo decisivo es que las palabras y los actos del gobernante apelen a la identidad del votante.

Las mujeres votan en mayor medida que los hombres por partidos de izquierda. Sostengo que esto ocurre porque el voto es identitario. Las mujeres expresan su identidad (su mayor aversión al riesgo y su menor competitividad) cuando votan haciéndolo por el partido de izquierdas. Las mujeres votaban históricamente por la derecha porque eran más religiosas que los varones. Hoy, la religiosidad ha descendido mucho y los grupos conservadores no han creado una religión laica que sustituya a las religiones trascendentales y que pudiera atraer a las mujeres. La izquierda, sin embargo, no ha dejado de producir concepciones sociales (ideologías) totalizadoras sustitutivas de la religión. Dicho de otro modo: las mujeres han sustituido religión por ideología al decidir su voto en mayor medida que los hombres (porque eran más religiosas en primer lugar). Y la izquierda representa mejor que la derecha los valores que mejor se compadecen con los rasgos psicológicos más acusados entre las mujeres. La aversión al riesgo y al conflicto se traducen en preferir la igualdad sobre la libertad; la redistribución sobre los resultados asignativos que produce el mercado y el pacto y la cesión sobre la derrota del rival. De manera que si las mujeres siguen concentrando sus votos en la izquierda en mayor medida que los hombres, cabe esperar un futuro más igualitario pero más pobre y menos innovador en el que el fiat del Estado reducirá el ámbito de los intercambios y la cooperación voluntaria a través del mercado.