Por Antonio Manuel Peña Freire

En ejercicio del derecho que me confiere el art. 20 CE y con el respeto debido, formulo el siguiente voto de un particular, que recoge mi discrepancia con algunos aspectos de la fundamentación de la Sentencia 44/2023 del Tribunal Constitucional que desestima íntegramente el recurso de inconstitucionalidad presentado contra la Ley Orgánica 2/2010 de salud sexual y reproductiva y de la interrupción voluntaria del embarazo.

Los problemas que plantea la STC 44/2023 no se perciben con claridad si se procede a su análisis presuponiendo que se ha reconocido un ‘nuevo derecho’: el derecho de la mujer a la autodeterminación respecto de la interrupción de su embarazo.

En contra de lo que pudiera suponerse, uno puede legítimamente oponerse al reconocimiento de un ‘nuevo derecho’ sin estar cometiendo ningún tipo de felonía moral. Habría que tener una concepción de los derechos muy de trazo grueso para considerar que el otorgamiento de un ‘derecho’ es necesariamente algo que solo puede ser celebrado. Un planteamiento como este solo se explica si va vinculado a una muy elemental concepción de los derechos, real o impostada, que concibe su reconocimiento como un juego de suma cero, donde el beneficio que obtienen los ciudadanos cada vez que son obsequiados con un derecho por un gobernante benevolente se corresponde exactamente con la pérdida que sufren los poderes malvados que ilegítimamente retienen nuestros derechos por puro afán de hacernos padecer.

Cualquiera con una cierta formación jurídica debería saber que un ‘nuevo derecho’ podría no serlo realmente, porque no todo lo que se ofrece como un derecho en verdad lo es. Es necesario, sin embargo, insistir en lo obvio cuando deja de ser manifiesto. Basta una lectura superficial de Hohfeld para llegar a la conclusión de que todo derecho está vinculado a un correlativo deber de otro o que una libertad para hacer algo implica que otros no tendrán derecho a exigirnos que no lo hagamos. Que estos otorgamientos se han de celebrar o lamentar en función del contenido de aquello a los que comprometen o de quiénes son los que quedan afectados por su reconocimiento, también debería ser obvio.

Una vez descartado ese pueril marco es cuando procede analizar el contenido de la STC 44/2023. Los asuntos ventilados en la sentencia son muchos (Algunos han sido brillantemente escrutados por la Magistrada doña Encarnación Metafísica del Entretiempo, en su voto particular a la STC 44/20223, hallado por el profesor Alfonso García Figueroa en la Dark Web, adonde misteriosamente habría llegado desde el universo paralelo en el que doña Encarnación habita desde que fuera abortada en el mundo de acá allá por el año 1986), pero me interesa apenas una derivación del que podría ser considerado su asunto central: el asunto central es el relativo a la constitucionalidad del sistema de plazos para la interrupción voluntaria del embarazo y la derivación va referida la naturaleza del control de constitucionalidad ejercido por el Tribunal Constitucional en la resolución del recurso.

Al respecto del primer asunto, el Tribunal Constitucional o, mejor dicho, la mayoría de sus integrantes considera en su sentencia que el sistema de plazos es plenamente constitucional, no a causa de la incompatibilidad entre el sentido de la ley impugnada y el de la ley fundamental, interpretadas ambas a la luz de los criterios hermenéuticos procedentes, sino porque el sistema de plazos tiene en sí mismo rango constitucional en la medida en que puede considerarse el contenido esencial de un derecho de la mujer a la autodeterminación en relación con su embarazo.

Ya ha sido puesto de manifiesto por algunos de quienes suscriben los votos particulares de la sentencia y también por algunos relevantes estudiosos que esta operación podría suponer que el Tribunal Constitucional se arrogue un poder constituyente que no tiene, pues la mayoría del TC, en lugar de limitarse a resolver sobre la compatibilidad entre la ley impugnada y la Constitución, aprovecha el recurso contra la Ley 2/2010 para dar a luz derechos constitucionales implícitos, que no resultaban evidentes hasta el momento: en esta ocasión, el derecho a la autodeterminación respecto de la interrupción del embarazo que reconoce a la mujer un ámbito de autodeterminación que el legislativo debe respetar.

Digo “en esta ocasión” porque lo mismo ocurrió con la STC 19/2023 que resolvía recurso contra la Ley que reconoce el derecho a la eutanasia o derecho de prestación de ayuda para morir, un derecho que también fue agraciado con el rango constitucional, al considerarlo la mayoría del TC entonces implícito por evolución en los derechos a la integridad física y moral del art. 15 CE.

Lo que nos dice ahora la mayoría del TC es que

la interrupción voluntaria del embarazo, como manifestación del derecho de la mujer a adoptar decisiones y hacer elecciones libres y responsables, sin violencia, coacción ni discriminación, con respecto a su propio cuerpo y proyecto de vida, forma parte del contenido constitucionalmente protegido del derecho fundamental a la integridad física y moral (art. 15 CE) en conexión con la dignidad de la persona y el libre desarrollo de su personalidad como principios rectores del orden político y la paz social (art. 10.1 CE)

y que estos preceptos

exigen del legislador el reconocimiento de un ámbito de libertad en el que la mujer pueda adoptar (…) la decisión que considere más adecuada en cuanto a la continuación o no de la gestación.

La reincidencia en el modo en que se afronta el fondo del asunto sugiere que podríamos hallarnos ante un problema duradero e importante: los integrantes de la mayoría parecen determinados a elevar a rango constitucional lo que debería ser una mera opción legislativa y a atrincherarla en la carta magna, planteando así dificultades a su revisión legislativa en el caso de que otra mayoría con una preferencia distinta lo pretendiese, pues esta preferencia –por ejemplo, la que era ley hasta 2010– es necesariamente inconstitucional a partir de la STC 44/2023 y la preferencia de quien promovió la ley 2/2010 ahora constitucionalmente no podría ser otra. Dicho de otro modo: el problema es que el TC en lugar de deferir al criterio del legislador ha optado por conferir rango constitucional a sus preferencias.

Nuevamente hay que insistir en lo que hasta hace poco parecía obvio: ninguno de los derechos referidos en la Constitución tiene un contenido detallado único que se ve elevado a rango constitucional por la sola mención del derecho en la ley fundamental. Es verdad que los derechos tienen un contenido esencial que podría decirse “auténtico”, pero este contenido es muy limitado y elemental y no presenta el grado de extensión y detalle debería presuponérsele para llegar a la conclusión a la que llega la mayoría de Magistrados que suscribe la sentencia comentada.

Pese a las certezas de los miembros de la mayoría, existen concepciones diversas y enfrentadas sobre prácticamente todos nuestros derechos. Existen, por ejemplo, teorías sobre el fundamento y contenido del derecho a la vida, que, obviamente, se reflejan también en los diversos posicionamientos a propósito de cómo resolver el caso de la mujer que no desea dar continuidad a su embarazo. El punto exacto de equilibrio entre esas posturas no debería ser solucionado del modo en que se ha procedido en la STC 44/2023, pues, siendo esas cuestiones controvertidas, deberían más bien poder ser discutidas públicamente y solucionadas legislativamente de acuerdo con los planteamientos expresados por los ciudadanos en cada momento.

Esto hasta hace poco incluso era considerado deseable en la medida en que el hecho de que los individuos suscribiesen valores plurales y concepciones a menudo contrapuestas de sus propios derechos no era considerado ni un mal necesario ni un defecto a superar bajo la paternal tutela de ninguna jerarquía eclesiástica ni de ninguna luminaria ética.

El pluralismo de valores de Berlin o la diversidad de concepciones de lo bueno de Rawls o los “watershed issues of rights” de Waldron son ejemplos de esos planteamientos.

Ni tampoco, por cierto, bajo el amparo de ningún Tribunal que se considere habilitado a “construir contenidos constitucionales” tras diagnosticar las “mutaciones culturales y políticas que ha vivido nuestro sistema constitucional” debidas, entre otras, “a la evolución y presencia del feminismo en la esfera pública”.

Los entrecomillados corresponden al voto concurrente de la Magistrada María Luisa Balaguer a la STC 44/2023.

De admitirse, estaríamos reconociendo que no se ha conseguido superar la tutela clerical precedente, más allá del hecho poco relevante de que la tutela que antes era paternal, ahora es más bien maternal.

Nada de esto es compatible con el planteamiento de la mayoría del Tribunal Constitucional en la sentencia cuestionada, que parece abrazar las tesis constructivistas que en su día popularizara la Magistrada María Luisa Balaguer, quien advertía que, en ocasiones, consideraba que es su función generar nuevas posiciones en el derecho, lo que la llevaba a querer avanzar más de lo que dice la ley. Al margen de que esa referencia retórica al avance y el retroceso pudiera presumirse tan pueril como la tesis del acaparamiento de los derechos por parte de poderes oscuros, planteamientos como este deberían inquietar no solo a los demócratas, a los que se les supone cierto compromiso con la ley y con su dignidad, sino también a los constitucionalistas, porque la ley en la que generar nuevas posiciones y a la que sobrepasar podría acabar siendo la propia Constitución.

En efecto, lo que dice la Constitución claramente podría un día terminar palideciendo ante la presión constructivista de quienes consideran que se deberían avanzar posiciones más allá. Estos planteamientos no son de un universo paralelo. Se corresponden con expresiones extremas de lo que algunos filósofos del derecho denominan moralismos principialistas, es decir, con teorías que invitan a los jueces a decidir conforme a la concepción de los derechos o valores constitucionales que garantice en cada caso la solución que ellos consideran óptima, no desde el punto de vista de la Constitución, sino desde alguno situado más allá, que no puede ser sino el de la moral que, a juicio del Magistrado, es implícita al texto constitucional o, aún un poco más allá, el de la moral que debería inspirar a la Constitución si fuera perfecta, es decir, si fuera del gusto ético del Magistrado.

Frente a este planteamiento, hay que insistir en que para generar nuevas posiciones están el debate público y el voto y no las sentencias del órgano de control de constitucionalidad. Entiéndase que no se trata de negar a nadie el derecho a ir más allá de la ley y de la Constitución, pero sí de afirmar que ese derecho no forma parte del conjunto de deberes profesionales de los Magistrados del Tribunal Constitucional, que no han quedado investidos con su nombramiento con el privilegio de inocular en la Constitución, a la que también están sometidos, sus propias posiciones sobre el sentido y alcance de nuestros derechos, sino para algo distinto. Porque una cosa es declarar que una ley es incompatible con cualquier lectura de la Constitución o con el contenido esencial por incontrovertible de un derecho y otra muy distinta es señalar cuál es la auténtica lectura de la constitución o el sentido correcto de nuestros derechos, marcando con el estigma de la ilegitimidad constitucional a todos los demás. Entre ambas concepciones del control de constitucionalidad hay un trecho muy largo, que, por cierto, se ve atravesado por algunos otros derechos importantes, como derecho de los ciudadanos a participar en los asuntos públicos por medio de representantes libremente elegidos en elecciones periódicas por sufragio universal.

Después de la lectura de la sentencia uno se queda, entre otras, con la inquietante sensación de que las mutaciones que habrían afectado a la sociedad española desde la promulgación de la constitución, las mismas que justifican que la Constitución sea considerada ‘árbol vivo’, han afectado no solo al sentido elemental de algunos de sus preceptos, sino a su propia naturaleza como norma y, consecuentemente, a la función de control de constitucionalidad. Atrás quedó el tiempo de la STC 11/1981, en la que se afirmaba que “la Constitución es un marco de coincidencias suficientemente amplio como para que dentro de él quepan opciones políticas de muy diferente signo, siempre que no la contradigan” y que “la labor de interpretación de la Constitución no consiste necesariamente en cerrar el paso a las opciones o variantes imponiendo autoritariamente una de ellas”. La mera lectura de esta sentencia y de otras similares, cuya solidez y perspicacia casi invitan a decir aquello de que “pueden volver a sentarse”, deja bien claro que el crecimiento del árbol no ha sido ganancia en todo.

Así las cosa, el asunto cobra un cariz que quizás no estaba entre las inquietudes principales de quienes, desde ámbitos académicos, nos habíamos preocupado en algún momento por la delicada posición que ocupa el órgano de control de constitucionalidad en el marco de nuestras instituciones de gobierno. Muchos temíamos una suplantación judicial del legislador, pero lo que quizás no preocupó tanto fue la instrumentalización de la función de control de constitucionalidad por parte de mayorías políticas coyunturales y el alineamiento de quienes están llamados al ejercicio de esa función con esas mayorías, es decir, la comunión entre quienes aspiran a gobernar como un medio para satisfacer su afán de hegemonía y quienes asumen que la función del Tribunal Constitucional es la de validar con el tampón –entiéndase, el sello– del rango constitucionalidad lo que no dejan de ser preferencias políticas, tan legítimas como coyunturales y quizás efímeras, de quien gobierna. Al final, el problema, más que la juristocracia, podría ser el sectarismo.

Por todas las anteriores razones, considero que la sentencia debería haber sido abortada.


Foto: Martín Gallego