Por Juan Antonio Lascuraín

 Prisión y provisional

“Prisión provisional” y “prisión preventiva” son las dos expresiones con las que denominamos una de las instituciones jurídicas que más cuesta encajar en un ordenamiento jurídico de legitimación democrática. Las dos transmiten certeramente dos de sus esencias y, con ellas, lo dificultoso de su legitimación. Se trata de encerrar a alguien, cosa ya difícil de digerir en un sistema que sitúa en su frontispicio el valor de la libertad, sin la cobertura justificativa que procura la constatación de que ese alguien ha cometido un delito. Con la prisión provisional resulta que el encierro es fácticamente el mismo que con la pena, pero sin la precedencia de una declaración firme de culpabilidad penal. No se trata de afligir intencionadamente y por imperiosas necesidades preventivas a quien ha resultado probadamente autor de la consciente quiebra de una norma esencial de convivencia, sino, permítaseme la provocadora expresión, de privar de libertad a una persona jurídicamente inocente y de hacerlo “por si acaso”: porque se trata de un imputado – de un posible culpable – y tenemos miedo de que huya y no podamos juzgarle, o de que destruya pruebas y no podamos investigar lo sucedido, o de que vuelva a delinquir – rectius: de que delinca como sospechamos que lo ha hecho en el pasado -.

Lo anterior suena ciertamente extraño a una moral democrática. La prisión provisional tiene una sed intensa de legitimación porque cuestiona dos de los pilares básicos del Estado democrático: la libertad y la presunción de inocencia. El primer pilar establece una regla que sólo puede ser quebrada en aplicación de una previsión legal que responda a criterios de proporcionalidad: por estrictas razones de salvaguarda ventajosa de otros valores y bienes constitucionales. El segundo pilar impone, en su vertiente material, por razones que se remiten en última instancia a la dignidad de la persona, que no pueda tratarse como culpable a una persona inocente.

La contradicción expresada no puede ventilarse sin más renunciando a la prisión provisional y con ello eludiendo el cuestionamiento anterior. Resulta fácil aventurar que la desaparición de esta institución y de las funciones que quizás sólo ella pueda desplegar es insoportable para el sistema. El ordenamiento jurídico necesita la prisión provisional para la protección directa de importantes bienes jurídicos (para la evitación de la nueva comisión de delitos por parte de un sujeto que parece altamente peligroso porque parece que ha cometido un delito grave) y para la protección indirecta, con la realización de la justicia penal (para que puedan enjuiciarse conductas sospechosas de ser delictivas). ¿Podemos acaso renunciar a la prisión preventiva del peligroso sujeto sólidamente imputado por una agresión sexual? ¿Podemos acaso renunciar a la prisión provisional del acaudalado narcotraficante cuya presencia voluntaria en el juicio parece ilusoria? ¿Podemos renunciar a la justicia más básica en un Estado de Derecho?

Prisión provisional decente

Como sucede sin ir más lejos con la pena, estamos ante una institución tan necesaria como antipática. Y como sucede con cualquier medida pública de restricción de derechos, de lo que se trata es de proceder a una conformación de la misma que más allá de ciertas cautelas formales necesarias, devenga materialmente en una institución ventajosa – que ganemos con ella más que lo que perdemos y que a la vez sea una medida más útil que las alternativas funcionales disponibles – y respetuosa con el núcleo duro de los derechos que necesariamente socava.

Empleando una expresión usual para la pena, podemos decir que la prisión provisional es una amarga necesidad y que, porque es amarga, el Estado democrático queda obligado a reducirla a lo imprescindible, a hacerla previsible para los ciudadanos, a rodearla de plenas garantías: a hacerla decente. Y así, si no podemos evitar que recaiga sobre inocentes, habremos de procurar al menos que recaiga sobre personas probablemente culpables. Y si no podemos evitar su intenso contenido aflictivo, sí habremos al menos de procurar tanto que tal aflicción se reduzca al máximo en su dimensión penitenciaria, como que sólo se produzca cuando sea estrictamente necesario para la preservación, directa o indirecta, de un bien importante. Y si nos resulta difícilmente pensable un ordenamiento eficaz sin prisión preventiva, estaremos al menos obligados a pensarla como una institución exclusivamente legal, de administración únicamente judicial, y de imposición sólo cuando venga precedida de un proceso con plenas garantías de defensa y de corrección.

La decencia de la prisión provisional, su soportabilidad democrática, pasa, expresado ahora con más rigor, por el tamiz que procuran los principios que condicionan la justificación de la actividad pública de restricción de derechos fundamentales. Y esos principios son, en lo material, el de legalidad y el de proporcionalidad; y, en lo procedimental, las garantías de judicialidad, imparcialidad, oralidad, contradicción y motivación. Al análisis de las exigencias que dichos principios dirigen a la prisión provisional y a la posibilidad de una prisión provisional acorde a los mismos – a la posibilidad de una prisión provisional democrática – es a lo que se van a dedicar las siguientes reflexiones.

Prisión provisional proporcionada: fines

La demanda principial más intensa que en lo sustantivo – no en lo procedimental – se dirige a la regulación y a la interpretación de la prisión provisional es la demanda de proporcionalidad. Deben recordarse de nuevo los esenciales componentes negativos de la institución – que es privativa de libertad y que no presupone culpabilidad -, que hacen de la misma un cuerpo extraño en el sistema de libertades; un cuerpo a disminuir e incluso, en el horizonte, a expulsar, que se tolera sólo, precisamente, por su utilidad para otros bienes fundamentales, por su utilidad para la libertad. La prisión provisional sólo es así legítima si es una institución duplex: si a sus naturales efectos negativos suma mayores efectos positivos. Mientras que una de las caras de este peculiar Jano es naturalmente coactiva y quizás injustamente coactiva, la otra debe legitimarse por su servicio a la libertad.

Pues bien: en estos casos de actividades públicas restrictivas de derechos en pos de la libertad, en estos casos de instituciones a la vez positivas y negativas en términos de valor, el análisis racional de legitimación es el que procura el principio de proporcionalidad. Partiendo de esta naturaleza de norma duplex, la prisión provisional será legítima si es positiva (si persigue realmente fines legítimos y de un modo posible), si es imprescindible su concurso, y con ello su nocividad para alcanzar tales loables fines – si no es sustituible por la fianza, la retirada del pasaporte o el arresto domiciliario, por ejemplo -, y si además es mayor su cara positiva que su cara negativa (si es ventajosa).

En relación con los fines que legitiman la prisión provisional la jurisprudencia constitucional española, en convergencia con las recomendaciones del Consejo de Europa, ha sostenido la validez del aseguramiento de la comparecencia del imputado a juicio, de la evitación de la obstrucción de la investigación penal y de la evitación de la reiteración delictiva. Dicho de otro modo: la prisión provisional se legitima si persigue conjurar uno de estos tres riesgos: la fuga, la destrucción de pruebas, la comisión de delitos.

En todos los casos la prisión se justifica por tales riesgos y mientras esos riesgos existen. Eso es especialmente importante para el caso de la obstrucción de la instrucción penal, riesgo que, referido a la destrucción de archivos o documentos, en papel o informáticos, o a la coacción a testigos, suele concurrir, cuando concurre, sólo en los momentos iniciales de la indagación. No se trata, por cierto, como a veces se ha pretendido, de que estemos ante una medida ilegítima en cuanto contraria al derecho de defensa. No se trata con este tipo de prisión de obligar al sujeto a declarar o a aportar pruebas contra sí mismo, en una sutil forma de tortura (“o hablas o no sales”), sino de evitar que impida que él o su entorno sea investigado. El derecho de defensa comporta el derecho a no declarar y a no aportar pruebas contra uno mismo, pero no comporta el derecho a no soportar ser investigado. Si en cada caso concurren las garantías necesarias en la adopción y ejecución de la medida, el imputado no puede negarse a ser fotografiado, o a que se le tomen huellas dactilares, o a que se le extraiga una muestra de su sangre.

Los fines legítimos de la prisión provisional pueden resumirse en la prevención directa o indirecta del delito: evitando la comisión de delitos por parte del imputado y posibilitando la administración de la justicia penal.

Dos precisiones se tornan necesarias al respecto. La primera es que la prisión provisional que evita el riesgo de fuga y la destrucción de pruebas es una medida cautelar, una medida dirigida al aseguramiento del proceso. En cambio, la prisión provisional que evita la reiteración delictiva tiene una naturaleza bien distinta: es una medida de seguridad. Una medida de seguridad penal que muestra, a mi juicio, que existen medidas de seguridad predelictivas legítimas, por mucho que la predelictividad sea aquí sui generis: la medida es anterior a la constatación judicial firme de un delito, pero posterior a la comisión probable del mismo. Expresado de otro modo: no se impone a un condenado, pero sí a un imputado.

La segunda precisión es que, dado lo que cuesta en términos axiológicos la prisión provisional, sólo puede utilizarse si es muy útil: sólo para la prevención directa o indirecta de delitos y sólo de delitos de cierta gravedad. En tal sentido no cabía la prisión provisional legítima por la comisión de una de las antiguas faltas ni cabe hoy por la comisión de un delito leve. Este corolario tiene que ver, en rigor, con el tercer nivel de proporcionalidad: con que la prisión provisional sea, amen de legítima en su fin y necesaria para alcanzarlo, ventajosa o estrictamente proporcionada.

La preocupación por una prisión preventiva proporcionada ha llevado a dos directrices en torno a su duración. Ha conducido, en primer lugar, a la exigencia de que el plazo sea “razonable”, razonabilidad que parece tener que ver con dos ideas: con la necesidad de la prisión y con su finalidad. Lo razonable es, en primer lugar, lo imprescindible para el cumplimiento del fin que persiga la prisión (evitar la fuga, la obstrucción de la investigación, la reiteración delictiva), pues su mantenimiento “es un acto de auténtica tiranía cuando cesan las mencionadas razones” (Carrara). En este baremo ha de tomarse en cuenta peculiarmente la complejidad de la causa, porque la prisión no es sólo razonable porque, por ejemplo, perviva el riego de fuga y no se haya celebrado aún el juicio, sino porque esa falta de celebración del juicio – con el coste correspondiente en moneda de libertad para el imputado – sea a su vez “razonable”: con que se trate de un tiempo necesario para el adecuado desarrollo del procedimiento.

La razonabilidad tiene que ver también con la finalidad: con la prevención que se busca con la realización de justicia. Si la prisión preventiva es un medio auxiliar para la resolución de un conflicto penal que, en el peor de los casos para el acusado, se va a saldar con una pena privativa de libertad de cinco años, no parece sensato, como muy poco, que la prisión preventiva supere en duración, o iguale, o se acerque, a dicha pena.

Los no fines

Si de los fines pasamos a los no fines, a las metas que no legitiman la prisión provisional, debemos comenzar con los fines punitivos. La prisión provisional no es una pena ni puede servir para penar. Los fines de prevención general y especial que persigue la pena sólo pueden perseguirse racionalmente mediante la aflicción del sujeto que ha realizado probadamente el hecho delictivo, pero no mediante la aflicción del sospechoso.

La punición no es un fin legítimo de la prisión provisional, como tampoco lo es la mitigación o eliminación de la alarma social que ha generado el hecho delictivo. La inquietud que genera un hecho delictivo no se contrarresta con cualquier castigo infligido a cualquier persona, sino únicamente con la sanción impuesta a aquel cuya autoría y culpabilidad respecto a aquel hecho han quedado fehacientemente probadas. No en vano se acentúa cada vez más en la doctrina penal la relevancia de la pacificación de la conciencia jurídica, la confianza en el Derecho y su vigencia, como fin propio y primordial de la pena. Baste en este punto la cita de Jakobs respecto a cuál es la misión del Derecho Penal: “la resistencia a la frustración de las esenciales expectativas normativas”. Dicho de otro modo: calmar la alarma social es un fin muy legítimo que sólo puede alcanzarse con la pena. Es uno de los fines de la pena de prevención general positiva.

¿Y evitar la alarma que generaría la libertad del imputado?

Ciertamente el Tribunal Europeo de Derechos Humanos ha mostrado cierta comprensión con esta finalidad de la prisión preventiva cuando lo que está en juego es un peligro grave de disturbios sociales. Este placet resulta discutible. La alarma social que genera una libertad justificada – justificada porque no hay una imputación sólida, o porque no hay riesgo de fuga, ni de destrucción de pruebas, ni peligrosidad criminal – es una alarma irracional que se combate con pedagogía política, al igual que los disturbios irracionales, que exigirán también medidas policiales. Lo que no podemos permitirnos es combatir la alarma y los disturbios con la prisión de un inocente que no sirva además para evitar su fuga o su reiteración delictiva. No podemos utilizar la libertad de un ciudadano para combatir los riesgos que generan otros. Acaso “¿conviene que muera un hombre por el pueblo?”.

Prisión provisional justa

El argumento anterior nos conduce a otra de las características de la prisión provisional democrática, que es su justicia. La prisión provisional ha de ser legal y proporcionada, pero también ha de ser justa en el sentido de ajustada al criterio de justicia que inspira el principio de culpabilidad.

Aquí los matices se revelan necesarios. Ciertamente no le es aplicable en rigor a la prisión provisional el principio de culpabilidad, que se refiere a un presupuesto de la sanción, de la pena: sólo cabe sancionar a alguien por lo que él mismo hace en el uso normal de su libertad. Pero el valor de la dignidad de la persona que está detrás del principio de culpabilidad hace que la prisión provisional demande una imputación sólida en el preso – si se me permite la expresión: que sea un “probable culpable” – y que sólo se imponga al sólidamente imputado – y no por ejemplo a la madre del imputado para compeler al imputado a que acuda a juicio -.


Foto: Belle de Jour, Luis Buñuel