Por Manuel de Cueto, Antonio Jiménez-Blanco y José Luis Pérez-Serrabona

Es una sensación muy profunda la que se experimenta cuando se ve en el periódico la esquela de un maestro y más aún si se trata de una sorpresa, en el sentido de que, aunque hace años que uno dejó de verlo, le sigue guardando reconocimiento infinito por las enseñanzas que de él recibió. Esa sensación consiste en una mezcla de pena personal —el sentimiento en el que se acompaña a las familias del fallecido cuando les damos el pésame— y también de nostalgia por lo que significó aquella época de juventud, en la que se incardina la figura del docente.

Los autores de este artículo fueron alumnos de la Facultad de Derecho de Granada entre 1974 y 1979. Sufrimos un gran desgarro en mayo de 2017 cuando conocimos la noticia de la muerte de José Manuel Pérez Prendes, nuestro inolvidado Catedrático de Historia del Derecho. Y ahora, en septiembre de 2025, ha sucedido lo propio con Antonio Gullón, el profesor de Civil durante los últimos cuatro años de la Licenciatura y, en el primero de ellos, el curso 1974-1975, el Decano.

En el curriculum vitae que aparece en la web de la Universidad Carlos III constan los datos: nacido en 1933, se licenció en Derecho en Sevilla en 1954 y allí emprendió carrera académica de la mano de Alfonso de Cossío, doctorándose con una monografía sobre el derecho real de subhipoteca. A la Cátedra accedió en 1963, es decir, con apenas treinta años, coincidiendo en la oposición con Luis Díez-Picazo (discípulo de Federico de Castro) y dando así lugar a una pareja que se consolidaría con el celebrado Sistema de Derecho Civil de cuatro volúmenes. A Granada llegó en 1965 y se hizo cargo del Decanato entre 1968 y 1975. Permaneció hasta 1980, cuando pasó a Alcalá de Henares. Luego fue Subsecretario de Justicia (en la última etapa de UCD, entre 1981 y 1982) y, a partir de 1991, Magistrado del Tribunal Supremo. Llevaba jubilado desde 2004, es decir, hacer más de veinte años.

Pero esos datos son, como siempre sucede, muy fríos: una trayectoria de primera división, sí, pero solo eso.

Para profundizar más hay que retrotraerse a lo que fue el curso 1974-1975 (hace cincuenta años, que se dice pronto) y, por encima de todo, la sociedad española de la época. Todavía estábamos en el franquismo, que se debatía entre los resabios represivos (en el mundo académico, tan díscolo desde 1956, el cierre de las Universidades —así, como suena— por el Ministro) y, en otras ocasiones, la aceptación de que la sociedad había cambiado. Se hablaba mucho, a veces con tono apocalíptico, de la masificación de la Universidad (con lo que ello exigió de correlativo incremento del número de docentes y la aparición de los PNN’s: en eso consistió, entre otras muchas cosas, la Ley Villar Palasí de 1970), quizá sin caer en la cuenta de que entre las causas del fenómeno estaba el hecho de que, durante los años sesenta, las mujeres se habían puesto a estudiar: solo con ello el número de alumnos se duplicó. Y, en efecto, en la Granada de 1974, en aquella Facultad, el número de féminas ya superaba al de varones. En fin, y dicho para terminar de poner las cosas en el que era su contexto, recuérdese que fue precisamente en 1975, el 2 de mayo para más inri (Franco aún vivía, aunque ya estaba en su final), se aprobó una reforma del Código Civil para posibilitar que la mujer casada tuviese plena autonomía en su vida económica. Lo que venía pidiendo Mercedes Fórmica (una falangista que devino feminista) terminó viéndose recogido en el BOE.

Como suele suceder en los períodos finales de todo régimen político, y más aún si es de los del tipo caudillista o al menos personalista, los Gobiernos no saben a qué carta quedarse: ¿permanecer fieles a sí mismos o por el contrario anticiparse a lo que a todas luces se ve venir? Y, en efecto, en las Universidades del tardofranquismo, que estaban muy politizadas (en realidad, eran ellas las que constituían la oposición), esas contradicciones se vivían de manera especialmente aguda. Granada no era una excepción y además los Decanos jugaban un papel clave. Antonio Gullón supo estar en todo momento en su sitio y nosotros, entonces con menos de veinte añitos, lo pudimos ver muy de cerca y apreciar en todo su valor.

Luego, entre 1975 y 1979, al estudiar los cuatro cursos de Derecho Civil (precisamente con el Sistema del que era coautor), tuvimos ocasión de disfrutar de su sapiencia (y su capacidad didáctica) y aprender muchísimo.

Era de personalidad muy marcada. Nada superficial ni, para decirlo todo, simpático. Al revés, un hombre por así decir reconcentrado. Con pocas palabras y llamando al pan pan y al vino vino, sin importarle no quedar bien. Casi un Fernando Fernán Gómez, pudiera decirse. Lo menos parecido a lo que se supone que debe ser un político. No se lo imagina uno en una Subsecretaría, cargo que, por cierto, entonces era importantísimo: se mandaba mucho, aunque, eso sí, teniendo que emplear, se supone, la mano izquierda que exige ese oficio.

Aunque, según con quién y cuándo (era muy selectivo), podía mostrarse cercano e incluso cariñoso. Quizá todo era cuestión de timidez.

Nosotros tuvimos tres profesores sevillanos: Javier Lasarte en Financiero, Andrés Ollero en Filosofía del Derecho y el ahora homenajeado (por desgracia, el llorado Juan Antonio Carrillo, en Internacional Público, ya se había ido de Granada). Los tres magníficos, dicho sea en su honor. Gullón era, por los rasgos de su carácter, el menos sevillano de los tres, cosa que decimos sin que eso signifique un elogio ni tampoco un reproche, porque cada uno es cada uno. Lo cierto es que, en Granada, y en aquella Granada, Gullón no desentonaba: ya se sabe cómo nos las gastamos los de esa tierra.

Sí, la sociedad española era muy distinta a la actual (piénsese, por ejemplo, que los partidos políticos tenían prestigio, porque Franco, a fuerza de prohibirlos, lo había conseguido: visto con ojos de hoy, un empeño sobrehumano). Distinta, para lo bueno y para también, ¡ay!, lo malo. Lo uno, lo bueno, lo encarnaba como nadie Antonio Gullón. Se ha merecido descansar en paz a sus 92 años porque deja una memoria que sus alumnos de Granada nos honramos, con mucho gusto, en proclamar.