Por Eduardo Pastor Martínez

 

“(…) la complejidad de la realidad social y económica de nuestro tiempo y su repercusión en las diferentes ramas del ordenamiento aconseja avanzar decididamente en el proceso de la especialización”.

LO 8/2003, de 9 de julio, para la Reforma Concursal, por la que se modifica la LO 6/1985, de 1 de julio, del Poder Judicial, Preámbulo.

 

 

El Congreso de los Diputados tramita actualmente un proyecto de reforma de nuestra legislación concursal (PL 121/000084), que pretende una revisión profunda de nuestro sistema de insolvencia. Todo bajo el pretexto de la necesidad de transposición de la Directiva sobre reestructuración e insolvencia (D UE 2019/2013), las exigencias derivadas de la delicada situación de nuestro país y obviando, muy difícilmente, que esa legislación fue objeto de revisión y ampliación mediante la reciente elaboración de un Texto Refundido, que entró en vigor el 1 de septiembre de 2020. La legislación concursal española se perpetúa de este modo como una obra inacabada, donde lo único cierto tras cada reforma es la promesa de otra venidera.

Esta perenne inquietud legislativa responde, de manera evidente, a la complejidad de un Derecho de significado económico y a la transcendencia social de sus instituciones. Eso y a la convicción de que los resultados conseguidos con su renovada aplicación nunca son los esperados. Si cada una de sus reformas, anunciadas con la solemnidad de las cosas que prometen ser muy importantes, es el penúltimo eslabón de una cadena sin solución de continuidad, cabe preguntarse si el problema de la legislación concursal española no será tanto uno normativo como de praxis.

 

Ley

El Derecho Concursal español es uno intensamente judicializado porque está inspirado en la desconfianza y en el desapoderamiento del deudor y de sus acreedores. Es cierto que la reforma que se avecina pretende cambiar esas cosas. Pero si el curso de un río siempre puede alterarse con ahínco e ingeniería, resulta inimaginable variar su hecho más natural: siempre nace en alguna montaña, desemboca en el mar y nunca sucede al revés. El acento de la legislación concursal española es irreversible. Por eso el Derecho Concursal español seguirá siendo uno intensamente judicializado. Máxime si se consideran las contradicciones de nuestro legislador: para la generalidad de casos se busca la reducción del concurso a un proceso de formularios, se prescinde generalmente del desempeño del administrador concursal y se dificulta el recurso a entidades privadas capaces de cooperar eficazmente con la tarea de la enajenación de activos empresariales. En este contexto, la importancia de lo que sucede en el juzgado se acrecentará y será mayor su peso en el impulso y dirección del proceso. Sea cual sea el resultado final del trámite legislativo, el concurso de acreedores seguirá siendo, en esencia y para la generalidad de casos, algo parecido a lo que ya es entre nosotros: un fenomenal atasco. Mientras tanto, la reestructuración empresarial es un fenómeno que podría explicarse antes mejor desde el Derecho de Contratos que desde el Concursal, con o sin simultánea participación de los acreedores públicos.

 

Praxis

La modernización del Derecho Concursal mediante la publicación de la Ley Concursal en el año 2003 fue acompañada de un intento equivalente de innovación de la jurisdicción civil española, por la creación de una red provincial de juzgados doblemente especializados: los juzgados mercantiles. Primero, porque se concentrarían allí los procesos de esa clase. Segundo, por la previsión de que sus jueces fueran igualmente especializados a través de un sistema selectivo y que garantizase una formación y madurez profesionales adicionales a las generales de cualquier juez civil. Pero se previó igualmente que en esos juzgados se concentraría la competencia objetiva respecto de materias adicionales al concurso de acreedores, por asimilación de las normas de reparto de asuntos que ya se aplicaban en la Sección 15ª de la Audiencia Provincial de Barcelona. Ese fue el auténtico germen de la especialización mercantil entre los jueces: societario, propiedad industrial e intelectual, transporte, competencia, consumo. Solo después, el concurso de acreedores.

Sin embargo, las exigencias del concurso de acreedores han centrado la atención de nuestros juzgados mercantiles y de sus jueces, de manera que es bastante habitual que esta materia consuma el esfuerzo y recursos que allí se disponen. Lamentablemente, la consecución de sus objetivos se ha visto lastrada por la capacidad de nuestra propia infraestructura judicial, que es limitada. Si el concurso es un proceso y el proceso es una solución acusadamente judicializada, el juzgado es una unidad administrativa que no ha sido concebida para satisfacer los mismos principios ni alcanzar los mismos objetivos que comprometen el funcionamiento de cualquier empresa. Ocurre que, según el confesado propósito de nuestro infatigable legislador concursal, el concurso debería servir para la conservación directa o indirecta de la viabilidad empresarial: negociar convenios de acreedores o fomentar la compraventa de empresas en funcionamiento. Si el juzgado mercantil no funciona bien, se imposibilita satisfacer ese propósito. Mientras tanto, si el funcionamiento de un juzgado mercantil queda esencialmente condicionado a la llevanza de concursos de acreedores, la solución adecuada del resto de los procesos atribuidos al conocimiento del juzgado mercantil queda en un segundo plano.

Ni el Texto Refundido de la Ley Concursal, ni su proyecto de reforma, ni las enmiendas formuladas por los grupos parlamentarios conceden atención suficiente al funcionamiento de los juzgados mercantiles. A modo de juego de suma cero, únicamente se prevé la extensión de su competencia objetiva para el conocimiento novedoso de algunas materias -todas las clases de concurso- y la simultánea inhibición de otras. Este es el factor que verdaderamente condicionará la concreta aplicación de las instituciones concursales, sea cual sea el sesgo que se les quiera imprimir en cada reforma.

Por eso, al igual que sucediera en el año 2003, si verdaderamente se ambiciona una modernización del Derecho Concursal español debería afrontarse, al mismo tiempo, una reforma de la infraestructura judicial que está llamada a aplicarlo. ¿Cómo podría hacerse eso? De la misma manera que se organiza cualquier estructura compleja: profundizando en su especialización. En los juzgados mercantiles debería ser posible separar el concurso de la litigación mercantil, mediante el diseño de dos circuitos orgánicos independientes.

Eso daría lugar a la creación de unidades judiciales específicamente destinadas a satisfacer las necesidades que plantea la tramitación de un concurso de acreedores, que tienen mucho más que ver con la organización y la eficiencia en la prestación del servicio que con la sofisticación de sus instituciones jurídicas. De lo que se trata es de que un juez especializado pueda dedicarse exclusivamente a eso. Porque el gran reto del concurso de acreedores en España es conseguir un auténtico control sobre el proceso durante la fase de liquidación concursal, que es su desenlace normal. El juez del concurso debe tener herramientas y capacidad reales para garantizar una tramitación eficaz del proceso y la rendición de cuentas del resto de profesionales implicados en él y del propio deudor. Las instituciones concursales precisan de un soporte administrativo específico y adecuado. Es un problema de profesionalización, dentro y fuera del juzgado. Por ejemplo: diseñar una red de cooperación eficaz con colectivos empresariales, la creación de servicios comunes especializados en las labores de comunicación con acreedores y registros públicos, el diseño de mecanismos adecuados para garantizar la transparencia y maximización del valor en la liquidación de los activos concursales, la evaluación real del desempeño del administrador concursal cuando se produzca, la implementación de protocolos frente a la insolvencia transfronteriza o la creación de una red de colaboración con agentes a quienes incumbe prestar asistencia social a las personas físicas en concurso.

Otras unidades judiciales podrían dedicarse, alternativa y exclusivamente, al estudio minucioso del resto de materias atribuidas a la competencia objetiva de los juzgados mercantiles. Concurso frente a litigación. Es en estos casos donde no se plantean problemas esenciales de tramitación y gestión procesal, fuera de los nuevos escenarios de litigación masiva que bien podrían solucionarse con una audaz transposición de la Directiva de acciones colectivas (D UE 2020/1828). Por el contrario, esta litigación exige de una delicadeza y precisión en el conocimiento del Derecho aplicable, sus instituciones, jurisprudencia comunitaria y comparada y desarrollos doctrinales que igualmente justifican una vuelta de tuerca más en la especialización de nuestros jueces mercantiles, de modo que puedan convertirse en auténticos expertos en este complejo ámbito. Y este tipo de unidades judiciales, porque exigen de un trabajo burocrático menor, podrían dotarse con perfiles profesionales auxiliares distintos para el apoyo de la labor jurisdiccional: letrados asistentes, documentalistas, economistas, informáticos. Los actuales juzgados mercantiles se quedan en medio de ninguna parte: no responden apropiadamente ni a las necesidades del concurso de acreedores, ni a las exigencias de esa litigación compleja.

Mientras tanto, los vicios habitualmente atribuidos a un exceso de especialización entre los juristas bien podrían remediarse para nuestros jueces mediante el funcionamiento colegiado de los órganos de primera instancia, distinguiendo secciones concursales y de litigación mercantil en cada partido judicial donde fuera posible implementar una especialización de este tipo. Se rechazaría la creación de órganos nacionales centrales, conservándose una distribución territorial próxima a los puntos de conexión de cada litigio. Así nunca se pondría demasiado poder en pocas manos, que es el origen de la deformación del carácter de un juez. Después, la conservación de la estructura actual de las Audiencias Provinciales, donde se integrarían jueces mercantiles procedentes de una y otra sección de primera instancia, garantizarían la creación de jurisprudencia menor desde una visión más general y compartida del Derecho Mercantil. Puesto que los magistrados del Tribunal Supremo son extraídos de entre los miembros de las Audiencias Provinciales, este itinerario profesional permitiría que los futuros especialistas mercantiles  integrantes de la Sala Primera poseyeran un bagaje plural: desde la consolidación de conocimientos muy específicos en una primera etapa de su vida profesional, hasta el desarrollo de habilidades y conocimientos más amplios durante su madurez, precisamente cuando están en mejores condiciones para hacerlo.

Ahondar en la especialización de nuestros jueces mercantiles provocaría la creación, en el medio plazo, de circuitos profesionales tan concienzudamente especializados que podrían competir, en condiciones de igualdad o incluso de ventaja, con las jurisdicciones más representativas en Europa, produciéndose quizás un efecto inverso al actual en aquellos sectores precisamente más exigentes: la atracción de litigación extranjera o, al menos, la conservación de toda la nacional. Ese sería un buen punto de partida para el florecimiento de una economía española de servicios legales mucho más rica que la actual.

Lo que no parece razonable es que se afronte el enésimo intento de reforma de nuestra legislación concursal sin considerar antes la idoneidad de la infraestructura judicial que, sea cual sea la Ley resultante, está llamada a aplicarla.


foto: Julio Miguel Soto