Por Juan Antonio Lascuraín

 

Silencios

Sería interesante realizar un trabajo serio en torno a la evolución de la fortaleza de las libertades comunicativas en nuestro vigente ordenamiento constitucional. Mi intuición de lector de leyes y de sentencias es la de que arrancamos con gran fuerza libreexpresionista el periodo democrático, desde luego en la jurisprudencia constitucional. Hitos memorables al respecto son las sentencias del accidente aéreo de Sondica (SSTC 171/1990 y 171/1990) o, años después, la que anuló el delito de negación del genocidio (STC 235/2007). Una segunda intuición, que traté de racionalizar en mi entrada sobre “La libertad de expresión y el Código Penal”, es una pérdida clara de fuelle en los últimos años de la libertad de expresión política en las leyes y en la interpretación de las leyes. Respecto a las penales, fue desalentador el efecto de la reforma del Código Penal del 2015, con su ambiciosa redacción de los usualmente (mal) llamados delitos de odio (arts. 510 y ss. CP) o el nuevo tipo de desórdenes públicos consistente en difundir públicamente, a través de cualquier medio, mensajes que sirvan para reforzar la decisión de cometer alguno de los delitos de alteración del orden público (art. 559 CP). Respecto a la jurisprudencia, por seguir con la constitucional, baste con apuntar ya el ATC 213/2006, que inadmitía el amparo de Arnaldo Otegi, condenado por afirmar que el Rey era el responsable de los torturadores, o la STC 177/2015, que denegó el amparo a los condenados por la quema de retratos del Rey y de la Reina. Por ambas decisiones fue condenada España en el Tribunal Europeo de Derechos Humanos (SSTEDH de 15 de marzo de 2011, Otegi Mondragón c. España; de 13 marzo 2018, Stern Taulats y Roura Capellera c. España).

Me preocupa ahora el último hito en esta enervación de la libertad de expresión, que es el marcado por el nuevo artículo 172 quater, que desde el pasado 14 de abril introduce un delito nada republicano, como es el que castiga con hasta un año de prisión no solo a quien intimide o coaccione “a una mujer para obstaculizar el ejercicio del derecho a la interrupción voluntaria del embarazo”, cosa que por supuesto ya constituye un delito de coacciones o de amenazas, sino a quien la “acose” con “actos molestos u ofensivos que menoscaben su libertad (art. 172 quater). Me preocupa el delito en sí, como expondré a continuación, y me preocupa que, si no me equivoco, se haya acogido con cierto silencio en la reflexión académica y en los movimientos pro libertad de expresión, como si la defensa de esta dependiera del cariz de la idea política que se expresa.

 

Primer defecto: insuficiente lesividad

Creo que esta reforma tiene dos defectos. El primero es la insuficiente lesividad del comportamiento ahora incriminado; el segundo radica en que disuadirá del ejercicio de las libertades fundamentales de expresión y manifestación. Para entender el sentido y la dimensión de ambas lacras procede subrayar que estamos ante una reforma penal. Se está creando un delito y ello supone que quien realice la conducta descrita merecerá el oprobio general que lleva aparejada la etiqueta de delincuente y arriesgará a que sus huesos terminen en una celda.

Vamos con el primero. Una de las decisiones más difíciles de los legisladores penales es la de delimitar en qué casos resulta intolerable la presión de unos ciudadanos hacia otros para que hagan o dejen de hacer algo, sea en provecho del agente o en el propio bien del presionado. En nuestra intensa interrelación social organizamos nuestras vidas influyendo en los demás de muchas maneras y en ámbitos muy diferentes: para que nos paguen lo que nos deben, o para que se divorcien, o para que se operen de una grave enfermedad, o para que nos den un puesto de trabajo, o para que mantengan relaciones sexuales con nosotros. Es la vida dichosa o maldita vida social. Esa coordinación de esferas admite diversas técnicas cuando estimamos que debe protegerse al presionado. Como el recurso a la pena es tan intrusivo, utilizarlo para frenar la incidencia de uno en la vida de otros ha exigido clásicamente el comportamiento violento que conforma el delito de coacciones:impedir a otro con violencia hacer lo que la ley no prohíbe o compelerle a efectuar lo que no quiere, se justo o injusto” (art. 172 CP). Para el Tribunal Supremo esta violencia incluye también la amenaza compulsiva (intimidación) o incluso la fuerza en las cosas (el dueño del piso que corta la luz para echar al inquilino).

Modernamente, y se lo debemos a los excéntricos cobradores de morosos y a las exparejas machistas, se ha penalizado también el hostigamiento, que exige “insistencia y reiteración” hacia la misma persona (art. 172 ter CP). También exigen reiteración el acoso inmobiliario y el acoso laboral (con prevalimiento este de un relación de superioridad: art. 173.1 CP). Y está en fin el acoso sexual. La sensatez de esta última adición se basa en la extrema sensibilidad de lo que se demanda del otro y en que se hace en el marco de una relación laboral o docente y provocando “una situación objetiva y gravemente intimidatoria, hostil o humillante” (art. 184 CP).

Es preocupante que ahora se amenace con pena de prisión la realización de conductas que no son violentas, ni de hostigamiento, ni intromisivas en lo sexual. Y que tampoco consiguen la modificación deseada de la conducta ajena. Basta con “actos molestos u ofensivos” y basta con que su resultado sea el “menoscabo” de la libertad ajena.

 

Segundo defecto: la disuasión de libertades políticas

Con todo, no es esta de la insuficiente gravedad la tacha más importante del nuevo artículo, siquiera sea porque el signo irrazonable de los tiempos es el expansionismo penal. Lo más preocupante es que esos actos molestos u ofensivos que ahora se consideran delito constituyen formas de expresión o, en general, de participación política, más o menos razonables, más o menos sensatas, en relación con uno de los temas estrella de interés público, tan actual como longevo y harto enconado: el de la permisión del aborto consentido por la gestante. Un tema que tiene al parecer meditabundo durante largos años a nuestro Tribunal Constitucional y que constituye de nuevo un foco de intensa discusión en Estados Unidos.

En una democracia decidimos por mayoría, y solo sabemos si la mayoría es tal si fluyen libremente las informaciones y las ideas. La tolerancia con las opiniones políticas con independencia de su contenido, o de su carácter más o menos mayoritario, o incluso de su agresividad verbal, constituyen la medula de nuestro sistema democrático. Permitamos hablar plenamente de la organización social aunque “la crítica de la conducta de otro sea desabrida y pueda molestar, inquietar o disgustar a quien se dirige, pues así lo requieren el pluralismo y el espíritu de apertura, sin los cuales no existe sociedad democrática” (Sentencia del Tribunal Constitucional 190/2020). Esta tolerancia no cesa ante las expresiones más estúpidas para la mayoría, como aclaró el Tribunal Constitucional cuando anuló el delito de negación del genocidio (STC 235/2007). Y esta tolerancia tiene una peculiar dimensión para el legislador penal en forma de inacción incluso cuando el que se expresa lo hace con un exceso ilícito. Como se han cansado de recordar el Tribunal Constitucional y el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, la amenaza de la prisión para el discurso político excesivo, cosa esta del exceso siempre difícil de valorar, desalienta el ejercicio de la libertad de expresión. Nadie querrá pasear por la finca democrática (expresarse) si en la misma existen bancos de arenas movedizas (bancos de cárcel) mal señalizados.

Aunque la tesis del efecto de desaliento del ejercicio de derechos fundamentales nace para la protección de la libertad de expresión, su exposición más acabada en nuestra jurisprudencia constitucional tiene que ver con el derecho de huelga, en la STC 104/2011:

“[H]emos declarado en la STC 110/2000, de 5 de mayo, respecto del ejercicio de las libertades de expresión e información [arts. 20.1 a) y d) CE], […] que el Juez al aplicar la norma penal, como el legislador al definirla, no pueden `reaccionar desproporcionadamente frente al acto de expresión, ni siquiera en el caso de que no constituya legítimo ejercicio del derecho fundamental en cuestión y aun cuando esté previsto legítimamente como delito en el precepto penal´ (FJ 5). O, en el mismo sentido, en un asunto relativo a la libertad sindical (art. 28.1 CE): `La dimensión objetiva de los derechos fundamentales, su carácter de elementos esenciales del Ordenamiento jurídico permite afirmar que no basta con la constatación de que la conducta sancionada sobrepasa las fronteras de la protección constitucional del derecho, sino que ha de garantizarse que la reacción frente a dicha extralimitación no pueda producir por su severidad, un sacrificio innecesario o desproporcionado de la libertad de la que privan, o un efecto […] disuasor o desalentador del ejercicio de los derechos fundamentales implicados en la conducta sancionada´ (STC 88/2003, de 19 de mayo, FJ 8 y las en ella citadas sobre el `efecto desaliento´). Trasladada la doctrina de este Tribunal al ámbito del art. 28.2 CE, si la conducta es inequívoca y objetivamente huelguística en atención al contenido y finalidad del acto o los medios empleados, resultará constitucionalmente reprochable la imposición de una sanción penal. […] En definitiva, […] no cabe incluir entre los supuestos penalmente sancionables aquellos que sean ejercicio regular del derecho fundamental de que se trate, y que tampoco puede el Juez, al aplicar la norma penal (como no puede el legislador al definirla), reaccionar desproporcionadamente frente al acto conectado con el derecho fundamental, ni siquiera en el supuesto de que no constituya un ejercicio plena y escrupulosamente ajustado a las condiciones y límites del mismo. Por tanto, la sanción penal sólo será constitucionalmente posible cuando estemos frente a un `aparente ejercicio´ del derecho fundamental, y siempre que, además, la conducta enjuiciada, por su contenido, por la finalidad a la que se orienta o por los medios empleados, desnaturalice o desfigure el derecho y se sitúe objetivamente al margen de su contenido esencial, quedando por ello, en su caso, en el ámbito de lo potencialmente punible” (FJ 6).

 

“No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo”

No está bien, nada bien, perturbar a las mujeres que tratan de realizar un comportamiento amparado por la ley, máxime cuando responde a una difícil decisión vital en una delicada situación emocional. Tampoco me parece bien que se escrache a los políticos cuando salen de sus casas o que se grite “asesino” al torero que entra en la plaza. No pretendo en absoluto comparar los casos ni mi rechazo a todos ellos tiene nada que ver con las causas que en cada caso se promueven sino, como poco, con eso que con denominación un poco rancia se llama urbanidad, y, más allá, con una empatía mínima hacia los derechos ajenos. Pero de ahí a enviar a la cárcel a los ciudadanos que así expresan y manifiestan sus opiniones políticas va todo un mundo, el que nos lleva a las fronteras de lo antidemocrático.

La protección de las mujeres que van a interrumpir legalmente su embarazo no puede pasar ni por el cercenamiento de derechos fundamentales ni por reprimir el exceso no violento en el ejercicio de estos con la porra de la cárcel, y no con medidas policiales de prudente alejamiento o con sanciones administrativas. Si los manifestantes expresan su oposición a la práctica de abortos mediante pancartas, gritos o rezos, y nada de esto es radicalmente injurioso, están en la esfera del ejercicio de sus derechos fundamentales y no pueden sufrir impedimento de su conducta ni sanción alguna por ello. Si lo que hacen es impedir físicamente a las mujeres o a los médicos el acceso a la clínica o la operación de interrupción del embarazo, o intimidar para que ello no se produzca, estaremos ante un delito de coacciones. Entre el ejercicio del derecho y el delito podrán darse comportamientos intermedios que podrán ser objeto de modulación o sanción administrativas, pero no penales, por el efecto disuasorio que comentaba unas líneas más arriba.

El Tribunal Constitucional alemán amparó a un manifestante antiabortista frente a una clínica que, entre otras cosas, trataba de persuadir a las mujeres para que no accedieran a la misma. El amparo lo fue frente a una medida civil de alejamiento a un kilómetro de la clínica. Considera el Tribunal que la libertad de expresión no justifica una prohibición tan amplia como la adoptada, aunque recuerda que el artículo 5.1 de la Ley Fundamental protege las expresiones y no las actividades con las que mediante medios coercitivos se pretenda imponer una opinión a otros, por lo que no estaría constitucionalmente vedado desde esta perspectiva la prohibición de determinadas formas de protesta y la consiguiente interferencia en la relación de confianza entre médico y paciente en casos concretos (BVerfGE de 8 de junio de 2010; 1 BvR 1745/06).

No estoy hablando del debate del aborto, sino de que se pueda debatir sobre el aborto. Mi reflexión lo es en defensa de ese invento tan progresista que es la libertad de expresión, que no solo nos es tan natural como respirar sino que constituye el esqueleto de nuestra democracia. De hecho, si no fuera tan larga la frase, me habría gustado rotular esta entrada con las famosas palabras que se atribuyen a Voltaire: “No estoy de acuerdo con lo que dices, pero defenderé con mi vida tu derecho a expresarlo”. Y quiero terminarla con otras del Tribunal Supremo de los Estados Unidos en su decisión sobre otro caso límite, Snyder v. Phelps (2 de marzo de 2011), por la que ampara a un grupo homófobo que se manifestaba a trescientos metros de la iglesia en la que se celebraba el funeral de un marine y que fue condenado a indemnizar civilmente a los familiares del fallecido:

“La palabra es poderosa. Puede incitar a la gente a actuar, hacerla llorar de alegría o de pena y, como ocurrió en este caso, infligir un gran dolor. En los hechos que nos ocupan, no podemos reaccionar ante ese dolor castigando al orador. Como nación, hemos elegido un camino diferente: proteger incluso los discursos hirientes sobre cuestiones públicas para asegurarnos de no ahogar el debate público”.