Por Norberto J. de la Mata y Leyre Hernández

 

Introducción: el menor como víctima en los delitos contra las relaciones familiares

El Título XII del Libro II del Código Penal, relativo a los delitos contra las relaciones familiares es seguramente, junto con el Título VIII, en el que más se atiende al menor como destinatario de la conducta punible y al que más debería atenderse como víctima de ella. Así, aunque en primer término parezca que es la institución familiar lo que desea protegerse, un breve repaso de sus distintos preceptos permite observar que al menor se alude, directa o indirectamente, en los delitos de alteración de la filiación y sustitución de niñas o niños del artículo 220; en el delito de tráfico de menores para su adopción ilegal del artículo 221; en el delito de quebrantamiento de los deberes de custodia de un menor del artículo 223; en el delito de inducción de menores al abandono de domicilio del artículo 224; en el delito de sustracción de menores del artículo 225 bis; en el delito del art. 226 consistente en dejar de cumplir los deberes de asistencia inherentes a la patria potestad, tutela, guarda, custodia o acogimiento familiar o en dejar de prestar la asistencia necesaria legalmente establecida a, entre otros, descendientes necesitados; en el delito de impago de prestaciones económicas a favor de los hijos del artículo 227; en el delito de abandono de menores de los artículos 229 y 230; en el delito de entrega de menores a terceros del artículo 231 y en el delito de utilización, préstamo o tráfico de menores para la mendicidad del artículo 232, se tenga o no, según los casos, algún tipo de vínculo familiar y al margen de que en varios de ellos puedan protegerse también otras personas no menores (cónyuge, ascendientes, etc.).

Se utiliza el concepto ‘menor’ pero también el término ‘menor de edad’ y, en ocasiones, se alude a los términos (dependiendo de los delitos) ‘niño’, ‘hijo’ o ‘hijo menor’. Sea como fuere queda claro quién es objeto (destinatario, al menos) de las distintas conductas. No tanto respecto a quién es sujeto activo de las distintas infracciones, pues la aparente exigencia de “relación familiar” requerida por la rúbrica del Título, se quiebra en varias figuras. Esas referencias descriptivas, ¿conllevan también la consideración del menor como ‘sujeto pasivo’, entendiendo que estamos antes la tutela de un bien jurídico individual, o como víctima si se considera que lo que se protege es un bien colectivo? ¿O simplemente son referencias para explicar en qué modo se tutela la institución familiar (perspectiva formal) o las relaciones o derechos que derivan de ella (perspectiva material)? Téngase en cuenta que si bien es cierto que en delitos del Título, como el de ‘matrimonios ilegales’, la intención legal de proteger al menor puede sólo indirectamente entenderse presente, no cabe negar incluso también aquí la aparición, en algunos supuestos al menos (sea o no consciente el legislador), de posibles dificultades de atribución de paternidad, afecciones psicológicas o consecuencias económicas negativas para menores que en el futuro puedan surgir del posible matrimonio ilegal, que es cierto podrán resolverse en los tribunales, pero con la complicación y prolongación en el tiempo consustanciales a todo procedimiento judicial.

Es evidente que la institución familiar ha ido cambiando en lo que representa, en cómo se configura, en cómo se entiende hoy en día, en definitiva. Ya no es la que existía en 1848 cuando, recogiendo los dispersos delitos de 1822 de bigamia, matrimonios clandestinos, desacato contra la autoridad de los padres, adulterio o esposición [exposición] de niños, entre otros,  el legislador crea el Título dedicado a los delitos contra el estado civil de las personas (manteniendo, sin embargo, en el Título dedicado a los delitos contra la libertad y seguridad, la sustracción y el abandono de niños), pero es que tampoco es la de 1995 cuando surge por primera vez el Capítulo dedicado a los delitos contra los derechos y deberes familiares. Que la importancia de la institución ha ido transitando hacia la del individuo que puede formar parte de la misma se observa ya claramente en la interpretación de los delitos contra la Administración, por ejemplo, y también debe observarse en delitos contra ‘la familia’. En estas líneas, sólo queremos poner de relieve en qué medida puede entenderse presente el peligro para el “correcto desarrollo del menor” en este ámbito.

 

Delitos contra los derechos de filiación del menor

En los delitos relativos a la suposición de parto, la alteración de la paternidad, estado o condición del menor de los arts. 220 a 222 éste se ve afectado sin duda en sus derechos de filiación. Menor que en los supuestos de suposición de parto lo habrá de ser niña o niño recién nacidos o, al menos, lo suficientemente jóvenes como para no tener conciencia aún de las relaciones de familia. También en el caso de las conductas de ocultación o entrega de hijo con el fin de alterar o modificar su filiación parece que el mismo deberá ser lo suficientemente joven como para no tener conciencia de las relaciones de familia. En el apartado 3 del art. 220 se utiliza el término “niño” para penalizar conductas de sustitución de uno por otro, con lo que, y al no referirse el legislador al “hijo”, no estamos ante conductas que deban llevarse a cabo necesariamente por uno de los progenitores o familiares del menor. Además, en principio, se verán afectados los derechos de filiación, no de uno, sino de dos menores, de nuevo sin conciencia aún de las relaciones familiares.

Las previsiones del art. 221, relativo al delito de tráfico de menores con el fin de establecer una relación análoga a la de filiación, pretenden dar cobertura a conductas que no encajan en el artículo precedente por no realizarse por progenitores o que simplemente se consideran más graves, y necesitadas por tanto de mayor penalidad, por mediar compensación económica. En todo caso, conductas de entrega de “cualquier menor”, que puede entenderse que además de afectar a derechos de filiación cosifican al menor al tratarle como “objeto” de tráfico; menor que basta que lo sea de dieciocho años, aun con conciencia de su ya establecida filiación familiar y, por tanto, difícil de entender vulnerada; sí en un pretendido intento de ello, pero no en cuanto a la conciencia de saber quién se es. Este delito, en todo caso, puede ser cometido con menores de corta edad, claro está, pero también (por el dictado del precepto) con los que simplemente estén por debajo de los 18 años, siempre que se den lógicamente las condiciones para ello (y se acredite la antijuridicidad material de la conducta).

Que haya un interés aquí de tutela distinto al de la estricta protección de la filiación puede ser discutible, pero no puede negarse que, al menos en algunas de las conductas del Capítulo (con más claridad en las del art. 221), cierta atención a las condiciones futuras de vida del menor (vinculadas a su identidad, que no sólo a su filiación, e incluso a su seguridad, económica y personal), o incluso a su dignidad (de nuevo en el supuesto de tráfico contemplado en el art. 221), deben estar presentes y creemos que a pesar de la dicción del precepto lo están en el significado de la punición de tales conductas, aunque no quizás en la interpretación que se está dando a las mismas.

 

El delito de quebrantamiento de custodia

La regulación del delito de quebrantamiento de custodia se encuentra en el art. 223 (que hay que poner en conexión con la figura del art. 226) y la del de inducción de menores al abandono de domicilio o del régimen de custodia judicial o administrativo en el art. 224, con una previsión atenuatoria en el art. 225, que permite entender presente en estas figuras la consideración de la integridad física y/o psíquica del menor o, al menos la seguridad personal del menor derivada del normal ejercicio del deber de convivencia de los obligados por ella, además, en su caso, de los derechos derivados del ejercicio de la patria potestad, tutela o custodia. Hablamos lógicamente de menores de dieciocho años no emancipados, ya que la protección de la guarda no tiene sentido si legalmente el sujeto pasivo puede regir sus bienes y su persona y ello es algo que ha de resaltarse en el contexto de estas líneas. La idea de entender presente la seguridad del menor en cuanto a la discusión sobre lo que ha de tutelarse se refuerza entendiendo que la figura del art. 224 no cabe aplicarla cuando el menor ya estaba decidido a abandonar el domicilio o a infringir el régimen de custodia, aunque ello también quiebre la relación familiar, en relación con la cual esta voluntad (consentimiento) poca eficacia debería poder tener.

 

El delito de sustracción de menores

En cuanto al delito de sustracción de menores del art. 225 bis, su objetivo no es otro, según la escueta exposición de motivos de la Ley Orgánica 9/2002 que lo introduce, que el de evitar los efectos perjudiciales para el interés superior del menor que “en supuestos de crisis familiares puedan ocasionarle determinadas actuaciones de sus progenitores”. Este interés superior del menor, que debe estar siempre presente en las relaciones familiares y en la interpretación de los delitos contra las mismas, y que en lo que concierne a los derechos derivados de la patria potestad y de la custodia atribuida por resolución judicial se materializa en el de la posibilidad (obligación) de convivir con el progenitor que tenga atribuida la guarda y custodia, se ha considerado bien jurídico del precepto, añadiéndose en ocasiones la idea de la necesidad de que el mismo se proteja mediante la tutela a su vez de la paz en las relaciones familiares o no acudiendo a las vías de hecho para imponer un régimen de custodia diverso al que se ha establecido en los tribunales. Hay autores que apelan al derecho del menor a mantener una relación regular y contacto con ambos progenitores y quien, creemos que con acierto, también aquí vinculan el bien jurídico a la idea de seguridad y libertad del menor (volviendo con ello, paradójicamente, al siglo XIX).

En relación a la interpretación que del bien jurídico protegido en este delito de sustracción de menores viene realizando la jurisprudencia, lo cierto es que ésta ha sido cambiante y no uniforme, apelándose en unas ocasiones a la idea de seguridad de los menores o al derecho de cada menor a desarrollarse en libertad con sus progenitores y no verse privados de la relación que puedan mantener con ambos y, en otras, manteniendo la idea de que el bien jurídico en estos delitos está vinculado a los derechos derivados de las relaciones familiares y de la guarda y custodia. No obstante, parece que teniendo en cuenta sentencias como la del caso “Juana Rivas”, el Tribunal Supremo quiere mantener, en base a la ubicación sistemática del propio artículo 255 bis del Código Penal y en contra de la normativa internacional que inspiró la LO 9/2002 y de la propia exposición de motivos de ésta, que el bien jurídico no es otro que, en palabras del propio Tribunal, “la paz en las relaciones familiares”; a nuestro juicio, equivocadamente y en base a una algo trasnochada concepción de lo que la familia debe representar.

 

Delitos de abandono

También en los delitos de abandono de los arts. 226 a 228 del Código se atiende la tutela de los menores (o de descendientes o hijos, aunque no lo sean), según las distintas interpretaciones, para garantizar la seguridad de éstos o su libertad y seguridad, aunque varios autores insistan en que lo protegido es el cumplimiento adecuado de los derechos y deberes que legalmente se generan como consecuencia de la relación familiar, económicos o asistenciales, muchos de ellos, en un sentido estricto (como el de recibir una formación integral, el de ser representado o administrado en sus bienes), ajenos a esa idea de seguridad (en su sentido físico más estricto), por mucha amplitud que quiera dársele a la misma, pero que sí inciden “en su supervivencia, desarrollo afectivo, social y cognitivo», también seguridad psíquica y, sin duda, seguridad en la garantía, como antes se decía, de un correcto proceso de formación personal.

La idea de seguridad, concretada en la necesidad de sustento económico, parece ser el referente del art. 227 en concreto o, como mejor se ha expresado, “la integridad personal de los destinatarios de las prestaciones entendidas como el conjunto de condiciones y en el caso concreto de este delito, las condiciones económicas judicialmente reconocidas, que les permiten llevar una vida digna”. Así, la idea de seguridad como bien jurídico en este delito se puede concretar en la garantía de cubrir adecuadamente las necesidades asistenciales de todo tipo que puedan tener los miembros más vulnerables de la familia. Lo que principalmente pretende tutelarse no puede ser otra cosa que la seguridad de los miembros de la familia garantizada con ese sustento económico reconocido judicialmente, seguridad sin duda puesta en peligro ante el impago de las prestaciones debidas. Es más, esta protección de la seguridad de los miembros más débiles de la familia se ve reforzada con la interpretación que la doctrina y jurisprudencia hacen de la naturaleza de las obligaciones económicas de este art. 227. Así, cuando el legislador señala en el número 2 del precepto que también será delito el impago de cualquier otra prestación económica, la interpretación de lo que puede incluirse dentro de dicha prestación económica se hace siempre en clave de atender la seguridad del excónyuge o del descendiente. Es decir, podrá incluirse en ella cualquier obligación de pago, sea del tipo que sea, que de no cumplirse ponga en riesgo la seguridad asistencial de los miembros más vulnerables de la familia.

El resto de delitos del Título, comprendidos en los arts. 229 a 232, son los que más claramente reflejan, en las conductas que describen, una clara afección a la seguridad de los menores. Téngase en cuenta que en las conductas de utilización o préstamo de menores para la mendicidad el hecho familiar ni siquiera tiene por qué estar presente.

En el delito de abandono propio del art. 229 la seguridad personal de los menores está claramente tutelada. Con independencia del concreto peligro que para su vida, salud, integridad física o libertado sexual se genere, lo que conllevará la aplicación del tipo agravado del apartado 3, por supuesto, “sin perjuicio de castigar el hecho como corresponda si constituyera otro delito más grave”. En todo caso el apartado 1, tácitamente, implica un riesgo para la seguridad del menor, al que se sitúa en una situación de desamparo, que, también, aun momentáneamente, debe estar presente en el abandono temporal del art. 230.

En el abandono impropio del art. 231 de nuevo se distingue la penalidad según se haya puesto o no en peligro concreto la vida, salud, integridad física o libertad sexual del menor, aunque en la mayoría de supuestos del tipo básico será difícil atisbar un riesgo, aun lejano, para la seguridad del menor, con lo que el objeto de protección no es tan sencillo de definir en este precepto. Como se señala en los Tribunales, “este tipo delictivo se denomina abandono impropio porque realmente no se abandona al menor […] sino que se da a un tercero para que cuide de él sin un previo control administrativo. El reproche penal que se hace a este comportamiento es que el menor […] se entrega a otra persona o institución sin cumplirse los trámites que la Administración y la Ley establecen para ello”. Precepto más emparentado con lo que es la quiebra de una normativa extrapenal o de un decisión judicial (y, por tanto, quizás, contra el correcto funcionamiento de las Administraciones, pública o judicial), al menos en algunos casos de ausencia de peligro para el menor (claramente en la entrega a instituciones públicas), que obligaría a un más detenido análisis de lo que en realidad significa (ciertamente no sólo de esta figura) para valorar en definitiva cómo rehacer el Capítulo en su conjunto (y el Título XII incluso), seguramente vaciándolo prácticamente de contenido, destipificando algunas conductas y reubicando otras cuantas.

En la descripción de conductas del art. 232, vinculado a la prohibición de la utilización de menores para la mendicidad, como decíamos, el hecho familiar está totalmente ausente (salvo en la previsión penológica de privación de la patria potestad para el supuesto en el que exista dicha relación familiar), pudiendo ser sujeto activo, además de los progenitores o personas con vínculo familiar con la víctima, cualquiera. La definición del bien jurídico del precepto no es sencilla y a ella no ayuda la discusión sobre la relevancia que se ha de otorgar a la posible existencia de un consentimiento que no es fácil de decir si puede o no excluir la relevancia penal de los hechos cuando en otros ámbitos, tan o más sensibles en relación con la correcta formación del menor (ejercicio de libertad sexual), sí puede aceptarse dicha eficacia. Lo que las conductas descritas parecen lesionar o, al menos, poner en peligro, es la formación y educación del menor, su libertad (según se interprete este concepto), quizás su dignidad personal o incluso, no siempre, su salud e integridad.

 

Coda

¿Qué importancia tiene hoy en día la “familia” a la hora de valorar su tutela penal, desde el reconocimiento del art. 39.1 de la Constitución? ¿Tiene algo que ver con la de los “hijos” del art. 39.2? ¿Y con la de los menores, en general? ¿En serio en 2021 nos interesa penalmente la ilegalidad del matrimonio al margen de los perjuicios que para las partes implicadas (más vulnerables) puedan derivarse de ella? ¿Cómo debemos valorar desde un pretendido bien colectivo el consentimiento del menor? ¿Volvemos a estar en tutelas que protegen aunque no se quiera por parte de la “víctima” dicha protección? Fijémonos más en los menores (no necesariamente de 18 años), en lo que necesitan, requieren, demandan, y a partir de ahí configuremos tutelas penales actualizadas y no trasnochadas.


Foto: JJBOSE