Por Kai Ambos

 

Es sorprendente ver la despreocupación con la que en estos días se informa sobre los asesinatos con drones de EE.UU. en Afganistán. De hecho, parecería que el Derecho internacional no tendría ninguna relevancia en su evaluación. La marginación del Derecho internacional, ya criticada anteriormente (ver aquí), parece seguir ganando terreno. Esto es lamentable, pues Alemania se ve a sí misma – al igual que otros Estados europeos y americanos – como una nación apegada al Derecho internacional y la permisibilidad de este tipo de operaciones militares es todo menos clara.

 

“Guerra” contra el terrorismo y Derecho internacional humanitario

Según la posición oficial estadounidense, esas operaciones se encuentran cubiertas por la (mal) denominada guerra contra el terrorismo del Estado Islámico y los grupos vinculados a éste. Sin embargo, ya es dudoso que aquí se trate de una “guerra” en sentido jurídico –es decir, un “conflicto armado” en el sentido del Derecho internacional humanitario (Derecho de los conflictos armados)-. Esto se debe a que no se trata de acciones militares contra otro Estado, sino contra un actor no estatal, el cual, además, opera de forma transnacional y como una red informal, descentralizada y dispersa.

En principio, los actores no estatales solo adquieren subjetividad internacional (parcial) cuando ejercen un cierto dominio territorial y se convierten por ello en un régimen de facto. Tradicionalmente, esto se ha asumido, por ejemplo, en el caso de los movimientos de liberación colonial que ostentan un correspondiente control territorial. Ello también se aplica a los movimientos locales de insurgencia que, como los talibanes, solo persiguen intereses territorialmente limitados y –antes de la toma real del poder– ejercen un dominio territorial limitado.

Ahora bien, entre esos movimientos y el gobierno correspondiente también puede surgir un conflicto no internacional –en el sentido del Art. 3º común a los Convenios de Ginebra y el Art. 1º, 1º párr. del Protocolo Adicional (PA) II– si el conflicto alcanza cierta intensidad y el actor no estatal se encuentra lo suficientemente organizado como para ser considerado una parte en el conflicto (véase el Comentario del CICR, párr. 456 ss.).

De todos modos, en el caso de los atentados terroristas, es dudoso que se alcance la intensidad requerida; y en el caso de una red terrorista transnacional, es discutible que exista el grado de organización suficiente precisamente por su falta de consolidación territorial. Aunque en el Art. 3º común a los Convenios de Ginebra no se exige un control territorial del actor no estatal (por lo cual, el Art. 1º, 1º párr. del PA II establece requisitos más estrictos al respecto), según ambas disposiciones, un conflicto no internacional debe tener lugar en el territorio de una Alta Parte Contratante. Por lo tanto, la extensión ilimitada de la noción de conflicto no internacional –en el sentido de una guerra mundial contra el terrorismo que no considera en absoluto el nexo territorial– no está cubierta por el Derecho internacional humanitario (véase ya aquí y el Comentario del CICR, párr. 516). La cuestión referida a si una red terrorista –desvinculada de un territorio concreto– posee en general subjetividad jurídico-internacional –lo que significaría para ella la posibilidad de ser atacada– constituye una cuestión compleja. En cualquier caso, los Estados tienen un derecho inherente a la legítima defensa, la cual puede dirigirse también contra actores no estatales (BVerfG [Corte Constitucional Alemana], 2 BvE 2/16, párr. 50 ss.).

De todos modos, este tipo de operaciones extraterritoriales podrían constituir una posible violación de la soberanía del Estado de residencia. Si este Estado, por ejemplo, Afganistán (ahora representado por los talibanes), no hubiera consentido dicho ataque, entonces, esto constituiría una violación del principio de no intervención entre los Estados, el cual se deriva a su vez del principio de igualdad soberana de los Estados (Art. 2 (1) de la Carta de la ONU) (véase CIJ, Sentencia Nicaragua 1986, párr. 202). Además, estas operaciones también podrían derivar en violaciones de la prohibición del uso de la fuerza (Art. 2 (4) de la Carta de la ONU). Por cierto, la soberanía afgana se reconoce explícitamente tanto en el Acuerdo de despliegue de tropas de la OTAN (Art. 4, 2º párr.) como en el Acuerdo bilateral entre EE. UU. y Afganistán (Art. 3º, 2º párr.).

 

¿Legítima defensa?

A pesar de lo anterior, los mismos acuerdos recientemente citados ponen énfasis en el derecho a la legítima defensa. De acuerdo con esta alegación, el Estado que lleva a cabo el ataque (EE.UU.) podría efectivamente invocar ese derecho si, según las normas sobre responsabilidad estatal, la conducta del actor no estatal resulta imputable al Estado de residencia (Afganistán) debido a su control efectivo, o, si el Estado de residencia ofrece protección al grupo terrorista y no quiere o no puede tomar medidas efectivas contra él (cf. nuevamente BVerfG, 2 BvE 2/16, nm. 50 s.). En ese caso, incluso puede surgir un conflicto armado internacional entre el Estado que lleva a cabo el ataque y el Estado de residencia (Comentario del CICR, párr. 511).

En todo caso, es un requisito para invocar la legítima defensa que el uso de la fuerza, contra la cual se pretende defender el Estado mediante una actuación preventiva, supere el umbral de un ataque armado (armed attack) en el sentido del Art. 51 de la Carta de la ONU. Ésta fue precisamente la situación durante el primer gobierno de los talibanes y los ataques del 11 de septiembre de 2001, planeados y dirigidos desde Afganistán (y cubiertos por los talibanes). El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas ha aplicado esta doctrina en varias resoluciones, especialmente, en la Resolución Nr. 1373/2001, cuyo párrafo 2 (b) autoriza a tomar “las medidas necesarias para prevenir la comisión de actos de terrorismo” (véase más detalladamente aquí). En aquel caso, el gobierno de los EE. UU. se amparó con buenas razones en su derecho a la legítima defensa. Pero la situación actual no es comparable, porque, de acuerdo con lo que se sabe, los talibanes no apoyan al “ISIS-K”.

 

¿Quién podría ser atacado?

Si a pesar de estas consideraciones se admitiera la posibilidad de una ‘guerra’ en un sentido jurídico, con ello no se habría respondido a la pregunta respecto a qué personas exactamente podrían ser legítimamente atacadas. ¿Todos los miembros de la red? ¿Solo los líderes y los combatientes activos? Los que defienden una perspectiva amplia, utilizan el criterio de la membresía o pertenencia al actor no-estatal respectivo. Pero este criterio necesita de argumentos adicionales convincentes en relación con la ‘pertenencia’, que debe ser demostrada en el caso concreto. Un argumento a favor de que el ataque debe quedar limitado a determinadas personas se funda en que el Derecho internacional humanitario solo priva a los civiles y, respectivamente, a los no combatientes (formales) de la inmunidad frente a un ataque cuando “participan directamente en las hostilidades” (Art. 51, 3º párr. PA I y Art. 13, 3º párr. PA II). Por consiguiente, tendría que aclararse qué es lo que ha de entenderse como ‘participación’ y si el potencial destinatario del ataque ha intervenido en la forma correspondiente. Además, tendría que distinguirse entre líderes, combatientes directos (por ejemplo, un atacante suicida) y meros colaboradores. Si además de ello se producen víctimas civiles (“daños colaterales”), se plantea la difícil cuestión de determinar cuándo dichos “daños” resultan desproporcionados (véase Comentario del CICR, párr. 514 s.).

 

Derecho internacional en tiempos de paz

Si, por el contrario, se niega la existencia de un conflicto armado, la posible admisibilidad de los asesinatos queda regida por el Derecho internacional en tiempos de paz. Éste autoriza a matar –siguiendo la normativa interna– solo en casos extremadamente excepcionales, por ejemplo, en el caso de la legítima defensa. Fuera de ellos, los supuestos terroristas, como todos los criminales, tienen que ser perseguidos y juzgados con arreglo al Estado de Derecho.

Si bien más allá del ámbito de aplicación del Convenio Europeo de Derechos Humanos resulta posible la imposición de la pena de muerte, ésta solo puede ser aplicada como consecuencia de un proceso conforme al Estado de Derecho que resulta en una condena, y no, por el contrario, con base en simples sospechas provenientes de los servicios de inteligencia. La ya mencionada Resolución antiterrorista 1373/2001, impulsada decisivamente por los EE.UU., sostiene inequívocamente en el párrafo 2 (e) que quienes participan en actos de terrorismo deben ser juzgados con arreglo al Estado de Derecho y no ser ejecutados con base en una sospecha.

 

Conclusión

En realidad, este tipo de operaciones militares se basan en información no transparente proveniente de los servicios de inteligencia y de una fiabilidad más o menos discutible. La veracidad de la sospecha que desencadena un ataque solo puede verificarse ex post facto. Es decir, si la sospecha resulta infundada, será demasiado tarde para las víctimas del ataque. Por lo general, no se realiza una comprobación oficial independiente. Posiblemente puedan existir investigaciones periodísticas o privadas, y, excepcionalmente, investigaciones en el ámbito del derecho penal (internacional). En esencia, se trata de decisiones de tipo ejecutivo-militar para liquidar personas, basadas en una personalización y mera adscripción política (“terrorista”) –aquí ya criticada– que escapa a todo tipo de control democrático o judicial.


El autor agradece al Dr. Matthias Lippold, sus valiosas observaciones.

Traducción del alemán realizada por Sem Sandoval Reyes y Rodolfo González Espinosa; revisión de Gustavo Urquizo y del autor.

Foto: JJBOSE