Por Jesús Alfaro Águila-Real

Sé muy poco de Cajal y ni siquiera he leído todo lo que escribió de carácter no científico, así que las palabras que siguen tratan de decir algo sobre la meritocracia y el mercado tomando a Cajal como ‘santo patrón’, no como objeto de una biografía intelectual.

¿Qué pensaba Cajal de la meritocracia y del mercado? No lo sé, pero bastará recordar que se refirió a España como “país clásico de la rutina y del favoritismo” y el favoritismo es lo contrario del reconocimiento del mérito. Alguien que es partidario de asignar las cátedras y los cargos públicos de acuerdo con el mérito (incluido el patriotismo como veremos), es un ferviente defensor del mercado. Porque el mercado, como la meritocracia, no es más que un sistema de asignación de recursos y tareas. Gracias a los precios, los mercados asignan los recursos a aquellos que más los valoran y gracias a la competencia, los mercados asignan las tareas de producción de bienes y servicios al que puede proporcionárnoslos a menor coste.

O dicho de otra forma, los recursos en una Economía y los puestos, cargos y gasto públicos son intrínsecamente escasos. Para asignar los primeros hay que recurrir al mercado, porque es lo que garantiza la eficiencia de la asignación y para asignar los segundos hay que recurrir al mérito y la capacidad porque es lo que asegura que cuando vayamos a clase en la Universidad o nos vayan a extraer el apéndice o nos traslademos por carretera a Salamanca, recibamos una buena clase; salgamos curados del quirófano o lleguemos con bien a esta maravillosa ciudad, la más innovadora del mundo occidental en el siglo XVI. Como dice Scott Alexander:

Si tu vida depende de una operación difícil, ¿prefieres que el hospital contrate a un cirujano que haya aprobado con matrículas de honor la carrera de medicina o a uno que haya tenido que haya sacado las asignaturas en sexta convocatoria? Si prefieres lo primero, eres meritocrático con respecto a los cirujanos. Si generalizas un poco, ahí está el argumento para ser meritocrático en todas partes”

Y, como dicen Price y Johnson, si queremos lograr una Sociedad “justa” en la que reine el “altruismo competitivo”,

los que más contribuyen deberían cosechar mayores beneficios y, por lo tanto, deberían ser favorecidos con respecto a los que contribuyen menos. De esta manera, los miembros de la sociedad competirán con los demás para ser vistos como los que más contribuyen a los objetivos del grupo

y se maximizará el bienestar social.

Nadie de mérito querrá dedicarse a servir al público si los criterios de selección no le benefician y, en tal caso, el sector público se llenará de mediocres cuyo mayor mérito, valga la redundancia, sea su capacidad para la sumisión.

Pero no olvidemos: la meritocracia es un sucedáneo del mercado. Donde no deba regir el mercado, tampoco debe regir el mérito (Goodhart). No hay que repartir las prestaciones sociales meritocráticamente ni hay que decidir las plazas de Medicina por unas centésimas de diferencia. Podemos recurrir al sorteo entre todos los que han sacado más de un 13 en selectividad. Pero no podemos permitirnos el lujo de prescindir del mercado y de la meritocracia. Sobre todo porque cuando se comparan alternativas, es muy importante que el que rechaza el status quo argumente no sólo que la alternativa es mejor sino que la alternativa realmente disponible es mejor. Si la alternativa a que Kunkel explique Derecho Romano es que un piernas indocumentado explique Derecho Mercantil, los estudiantes estarán sin duda mejor estudiando Derecho Romano aunque sea mucho más razonable que estudien Derecho Mercantil en una facultad de Derecho del siglo XXI. Pues bien, con la meritocracia ocurre algo parecido: la alternativa-realmente-disponible frente a la meritocracia no es una distribución de los recursos y de los puestos basada en la igualdad y la “diversidad”, sino el nepotismo y el clientelismo.

El nepotismo tiene otros costes. El favorecido sin mérito es alguien vulnerable. Deberá ocultar su mediocridad durante todo su mandato y, sus carencias acabarán revelándose sus insuficiencias o, lo que es peor, descubriéndose las trampas que hizo para llegar a donde llegó.

Y ahora las dos citas de Cajal que, creo, tienen algo que ver con lo que se acaba de exponer.

Casi todos los que desconfían de sus propias fuerzas ignoran el maravilloso poder de la atención prolongada. 

Cajal dice que no hace falta ser un genio para realizar descubrimientos científicos. Que los avances en el conocimiento humano de la Naturaleza no están sólo al alcance de los Newton o Darwin o… Cajal. Cajal nos recuerda que cualquier humano normal puede lograr grandes cosas gracias al “poder de la atención prolongada”. Ser un genio no tiene mérito, como ser guapa. Descubrir y describir las neuronas tiene un mérito estratosférico. Como ser una gran actriz. Cajal nos consuela a los mediocres: ‘no sabes de lo que serías capaz si te concentras’. Este mensaje no parece muy pertinente en el mundo de la ‘distracción’ ubicua y constante en el que vivimos. Pero Cajal tiene razón: los humanos no hemos perdido capacidad de concentración. Lo que hemos perdido son los incentivos para concentrarnos. Porque, como cualquier animal que minimiza el consumo de energía, somos de natural ‘distraídos’ y no buscamos ocupamos con problemas difíciles, esos que, parece, sólo atraen a los ‘grandes cerebros’. Sólo los problemas difíciles requieren concentración y solo las soluciones a los problemas difíciles proporcionan una recompensa a la altura del esfuerzo.

De manera que estoy seguro de que Cajal pensaría, si hoy estuviéramos en 1924, que es una gran desgracia que hayamos convertido la educación reglada y los grados universitarios en una fabulosa papilla de harina de cereales sin grumos ni tropezones, sin nada difícil de tragar. ¿Quién sino un animal inferior necesitaría concentrarse en lo que está haciendo cuando le suministran cucharadas y cucharadas de gachas? ¿Cómo podemos pretender que nuestros niños y jóvenes presten “atención prolongada” a unos contenidos que carecen de dificultad y de interés intelectual?

Y fuera de la educación, en la conversación pública, la producción y distribución masiva de papilla se repite. ¿Quién con dos dedos de frente va a prestar “atención prolongada” a lo que dicen nuestros políticos?

La segunda cita:

¡Cuán desconsolador para un corazón de patriota es, después de cuarenta y nueve años, reconocer que todavía buena parte de nuestros militares, empleados y hasta próceres políticos siguen entregados al saqueo del Estado! Y es que para muchos españoles el Estado es pura entelequia, vacuo ente de razón. Estafarle equivale a no estafar a nadie. ¡Singular paradoja, creer que no se roba a nadie cuando se roba a todos!… Perdido el sentimiento religioso, que antaño contuvo algo inveteradas codicias, no hemos sabido substituirlo con el patriotismo, la religión fuerte y moralizadora de las naciones poderosas.

Cajal menciona a los militares, sin duda, como una referencia a la enorme corrupción que generaron las campañas africanas del ejército español en el primer tercio del siglo XX y se refiere al “patriotismo” como sucedáneo del “sentimiento religioso” que mantenía a la gente moral en su conducta. Y lo hace porque Cajal creía (como hoy creen los antropólogos) que la gente sólo se porta bien y hace lo que debe si tiene ese ‘policía interior’ que es la religión o, su sustituto, la moralidad y, en relación con los asuntos públicos, el patriotismo. Se requieren elevadísimas dosis de religión – las que dominaban la vida del mundo pre-contemporáneo – o de patriotismo para conseguir que los políticos y los funcionarios públicos no nos roben a todos. Cajal se da cuenta de que la Ley no es suficiente para asegurar que no se producirá el “saqueo del Estado”. Como dolorosamente estamos viviendo estos últimos años, muy poco puede hacer la Ley para disciplinar a los políticos que no quieren someterse voluntariamente a ella. Un siglo después, podemos lamentarnos con Cajal de la falta de patriotismo de nuestros políticos.

El mercado elige a los más eficientes. Los votantes debemos elegir a los más patriotas, los que teniendo mérito y capacidad para gestionar los asuntos públicos, son, a la vez, fervientes creyentes en la Ley y el Derecho. Porque sólo prosperan las sociedades que disfrutan de mercados competitivos y asignación meritocrática de los cargos y puestos en la vida pública.


* Este texto fue leído en Salamanca en el Homenaje a Cajal