Por Gonzalo Quintero Olivares
Con ocasión del grotesco espectáculo de la aparición y fuga de Puigdemont en Barcelona se han producido declaraciones que dan una idea de los niveles a los que ha llegado la vida política española. El citado Puigdemont manifestó, una vez llegado a Bélgica, que mintió a sus seguidores cuando les dijo que acudiría al Parlamento de Cataluña. Frente a la afirmación de que los Mossos tenían un dispositivo perfectamente organizado para detener al personaje, miembros de ese Cuerpo policial han manifestado que eso no era verdad y eran muchos los implicados en el plan de fuga. En relación con el suceso, y a la vista del silencio del Gobierno, se ha dicho que el programa de aparición y huida era conocido por el Gobierno, aunque lo niegue, y, finalmente, desde el Tribunal Supremo se ha rechazado dar credibilidad a las explicaciones tanto de los Mossos como del Ministerio del Interior.
Es de imaginar la satisfacción con que Ápate, diosa del engaño y del fraude habrá contemplado los acontecimientos, a agregar a la larga lista que comenzó hace años con las promesas de Pedro Sánchez que no iba a cumplir, aunque, eso sí, fue porque cambió de opinión o porque cayó en la cuenta de que haber prometido una cosa no era óbice para hacer otra, si lo hizo “para el bien de los ciudadanos”, o sea, su propio interés.
Lo cierto y real es que es “normal” el pisoteo de la verdad, llamándolo aclaración o cambio de criterio, o, sin dar explicación alguna dejando que las mentiras campen libremente. Y el españolito observa y calla, o mira para otro lado, a la vez que cada vez que va perdiendo interés por lo público.
¿A dónde hemos ido a parar? Un 28 de agosto, de 1648, fallecía en Madrid Diego de Saavedra Fajardo, y si evoco ese acontecimiento, para muchos tan desconocido como la misma figura de Saavedra, es para recordar sus ideas sobre el uso de la mentira en la política. Para él, la mentira era la mayor aberración en que podía caer un “príncipe cristiano”. Bien es cierto que sus escritos eran los propios de un alto funcionario y embajador de España, al servicio de Felipe IV, y por lo mismo no pueden ser transportadas sus reflexiones al valorar los comportamientos de los políticos de nuestro tiempo. Pero hay algún aspecto de su obra que merece ser destacado, especialmente, su discrepancia con Maquiavelo, para muchos el iniciador de la ciencia política, cuya obra El Príncipe apareció en 1513, casi siglo y medio antes que la Idea de un príncipe político cristiano, representada en cien empresas, de Saavedra, que vio la luz en 1640.
Para Maquiavelo la verdad es un bien deseable moral y jurídicamente, pero es obligado reconocer la importancia y utilidad de la mentira política para quien detenta el poder si con ella pueda conseguir el bien común, y por ello son muchos los pensadores que en la historia la han justificado. La idea no era nueva, y tiene su noble antecedente en Platón, que aprobaba el uso de la mentira cuando el gobernante recurre a ella para lograr el mayor provecho para los ciudadanos.
La tesis de Saavedra es, en esencia, que Maquiavelo rompió el orden moral, como en un excelente estudio expone Francisco Vivar ( en Verdad y política en las Empresas de Saavedra Fajardo, USC, 2008). Saavedra no desconoce la malicia, pues no es un ingenuo sino un observador privilegiado de la política de su tiempo, pero no puede admitir que en nombre de las necesidades de un momento o de una empresa se pueda legitimar el recurso a la mentira. En línea similar, pero con grave pesimismo, se manifestaba su coetáneo Baltasar Gracián, que escribió
“…la mentira es siempre la primera en todo, arrastra necios por vulgaridad continuada. La verdad siempre llega la última, y tarde, coxeando con el tiempo; resérvanle los cuerdos la otra metad de la potencia que sabiamente duplicó la común madre. Es el engaño mui superficial, y topan luego con él los que lo son. El acierto vive retirado a su interior para ser más estimado de sus sabios y discretos…” (aforismo 146 del “Oráculo manual y arte de prudencia”, 1647)
El rotundo rechazo a la mentira lo defenderá Kant mucho tiempo después, para quien el deber de no mentir, ni en política ni en las relaciones humanas, es una ley moral inviolable pues la mentira genera desconfianza entre las personas y la confianza es una condición esencial para la vida en sociedad.
Críticamente se ha dicho que no es justa una condena frontal y radical a la posibilidad de aceptar en ocasiones la mentira como un medio para alcanzar un bien mayor, como salvar una vida o evitar una tragedia, y a eso no hay que oponer objeciones. Pero la exigencia ética de la verdad como regla intangible es una idea inconcebible en nuestro tiempo, dominado por la utilización sistemática de la mentira en la política con la sola explicación de que se hace por el valor superior del interés común y la búsqueda de las mejores soluciones para la paz pública.
Hay una consecuencia bien conocida y es que, a diferencia de lo que pudiera ocurrir en el siglo XVII, la posibilidad de que la mentira se descubra es mucho mayor, y el efecto de descrédito para la clase política es inevitable. Recuérdese, y es solo un ejemplo, la conmoción que produjo en Estados Unidos la publicación por parte del Washington Post de los informes secretos que rebelaban la verdad de lo que estaba sucediendo en la guerra de Vietnam frente a las falsedades de las versiones oficiales.
Las sociedades actuales no se parecen en nada a las de los siglos XVII, XVIII o XIX, a su vez muy diferentes entre ellas. Hoy se defiende, con base constitucional, el derecho a la participación política, pero no es posible configurar una sociedad “informada”, en el sentido en que el TC proclamó el derecho a recibir información veraz como condición necesaria para la formación de la opinión y el funcionamiento material de la democracia. Es imposible conciliar esos derechos de los ciudadanos con el reconocimiento “filosófico” del derecho a mentir de los gobernantes.
La ciudadanía se aclimata en la convivencia con la mentira. En España es fácil comprobar que en el sentir medio de la gente “todos los políticos mienten”, o, más aún, creen que la mentira es consubstancial a la actividad política, como si se tratara de un instrumento obligado, que hay que aceptar resignadamente y sin darle mayor importancia. La aceptación de la mentira es una lluvia fina que va calando en todos los ámbitos. Yendo fuera del terreno de la política: hace bastantes años un periodista que cubría tribunales me comentó que era sorprendente la casi inexistencia de procesos penales por falso testimonio en comparación con la abrumadora cantidad de testigos que no decían la verdad en sus declaraciones. Recuerdo que le contesté “indirectamente”, diciéndole que faltaba un dato sin el cual no era posible evaluar la entidad del problema, y que sería el saber cuántos de esos testimonios falsos habían tenido realmente influencia en el fallo, y si se hacía esa operación, se comprobaría que muchos de ellos habían sido simplemente irrelevantes, esto es, no habían sido tomados en consideración por el tribunal, y eso da lugar a dos consecuencias: la irrelevancia para el fallo, lo que supone que el problema “no es tan grave” y, en segundo lugar, la atipicidad de la conducta del testigo falso, pues condición necesaria para que una falsedad sea castigada es que sea verosímil.
La anécdota podría repetirse hoy, y eso nos conduciría a aceptar que el deber de decir la verdad no cala en lo más hondo de quienes acuden a declarar en calidad de testigo, de lo que muchos derivan no tanto una falta de respeto a la verdad como una falta de respeto a la justicia y a los demás conciudadanos, que además no recibe el repudio que debiera. La indiferencia ante la mentira se traduce en los comportamientos de la clase política española. A diferencia de lo que ha sucedido en otros países, en España no se conocen dimisiones de altos cargos o de parlamentarios por haber sido pillados con una mentira ya se refiera a hechos, a acciones o al currículo profesional. No forma parte de las costumbres patrias.
Otro fenómeno patético es el desprecio por la verdad utilizando las llamadas “posverdades”. Las posverdades son, según parece, lo que va después de las verdades, y son, han de ser, diferentes de la verdad, pues de no ser así sobraba el nuevo nombre. Por lo tanto, el espacio intelectual que en un momento ocupó la verdad pasa a ser ocupado por otra cosa distinta de la verdad, sea información manipulada o deformada o abiertamente falsa, y la consecuencia es que la aceptación o imposición de una posverdad es el triunfo del engaño, o, simplemente, de la mentira.
Quienes han estudiado el tema concluyen que no se debe identificar la imposición del engaño con la victoria de la mentira, pues la mentira, al fin y al cabo, deja incólume a la verdad – otra cosa es que cueste llegar a ella – mientras que la posverdad, y de ahí su dañosidad para la convivencia, sustituye a la verdad para que ésta nunca sea conocida. Aplicada la idea a la política da lugar a la sustitución de la verdad no por otra verdad, sino por el sentimiento, solo que la información así concebida se presenta como la verdad y no como un “deseo de que las cosas fueran así”. En ese terreno son insuperables los independentistas catalanes cuando trasmiten sus ideas sobre la política del Estado hacia Cataluña, deformando la realidad al solo objeto de cultivar el sentimiento independentista, que se superpone a la verdad. Pero lo grave es que en esa tarea desinformativa participan profesionales de la información y medios de comunicación directa o indirectamente costeados o subvencionados con dinero público.
En una línea parecida de degeneración se puede inscribir al descaro con que se legitima la utilización de las llamadas fake news, arguyendo que se trata de un recurso periodístico legítimo en orden a despertar el interés de la opinión pública. Del uso de noticias falsas en las guerras no hace falta hablar, y, por referirme solo a un caso que afectó a España directamente, recordemos cuando Aznar, obedeciendo a Bush y a Blair, aseguró que Saddam Hussein escondía armas de destrucción masiva, lo cual, como luego se supo, era falso. Como es lógico, la velocidad y capacidad de extensión de las redes de comunicación hacen que el recurso a fake news sea cada vez más incontrolable, más peligroso e impune. Algunos Estados intentan, en la medida de su capacidad jurisdiccional, salir al paso del problema, y así, por ejemplo, Alemania y Francia imponen multas a las plataformas que publiquen, entre otras cosas, noticias falsas, y que no las eliminen después de ser requeridos para ello. En España tenemos la Ley Orgánica 3/2018 de 5 de diciembre de Protección de Datos Personales y Garantía de los Derechos Digitales. El problema, no obstante, es que esa legislación solo alcanza a los ataques y noticias falsas lanzados contra una persona física o jurídica, quedando fuera de su alcanza la falsedad en la información general, a pesar del mucho daño social y político que puede causar.
Mentiras, posverdades y engendros similares son la munición utilizada en nuestra convivencia – si es que esa palabra puede usarse – por la clase política, y no solo por ella, aunque eso sea lo más grave, y, frente a esa realidad, el único magro consuelo es que, como señala agudamente Antonio Jiménez-Blanco, comparando nuestro tiempo con el de Saavedra, ahora hayamos alcanzado la inmunidad de rebaño (A. Jiménez-Blanco, recensión al libro de Francisco Ayala El pensamiento vivo de Saavedra Fajardo. Athenaica Ediciones 2021).
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