Por Jesús Alfaro Águila-Real
Si se tiene en cuenta nuestro fortísimo instinto coalicional, la inmediatez con la que nos organizamos en torno a un fin común, la natural conformidad de los humanos hacia las normas sociales y las ventajas de intensificar la cooperación para la supervivencia del grupo y del individuo, se comprenderá fácilmente que la psicología humana atribuyera a los grupos propiedades y estados mentales propios de los individuos. Forma parte de la cognición humana la tendencia a antropomorfizar a los grupos y esta tendencia permite entender mejor por qué los juristas han calificado los patrimonios no individuales como “personas jurídicas” esto es, como semejantes o análogas a los individuos. La evolución ha configurado la mente humana para vivir en sociedad y esta psicología “vale” no sólo para la vida en pequeños grupos sino en sociedades compuestas de millones de individuos, esto es, la psicología de los cazadores-recolectores era “escalable”, en el sentido de que permitía sostener la cooperación social en grupos mucho más grandes, sedentarios y dedicados a otras actividades económicas. Esta psicología debía incluir muchas manifestaciones de extraordinarias habilidades para cooperar con otros miembros del grupo en comparación con las que presentan otras especies de animales incluyendo, sobre todo, la capacidad para coordinarse con extraños, esto es, con individuos con los que no estás emparentado.
Lo que se acaba de exponer explica la funcionalidad de personificar a los grupos: aumenta la eficacia de la acción colectiva. Se facilita la coordinación al expresarse los objetivos comunes como objetivos de un individuo, esto es, de alguien que “actúa” como un individuo: la antropomorfización del grupo permite hablar de los “fines comunes” y de los medios disponibles para alcanzarlos como si fueran los de un individuo.
La forma por excelencia de las personas jurídicas es la corporación. La atribución de personalidad jurídica a los grupos humanos constituidos intuitu personae – a las sociedades de personas – es un ‘invento’ muy posterior (de la Codificación francesa). Desde Roma, sin embargo, – y probablemente antes – se reconocía la analogía entre las corporaciones y los individuos, esto es, se reconocía a las corporaciones personalidad jurídica.
En este contexto, Weingast dice (resumiendo su libro en coautoría Violence and Social Orders) que las corporaciones con vida eterna pueden acumular capital e invertirlo en aventuras de largo plazo; permiten actuar como aseguradoras de los riesgos a los que están sometidos los individuos integrados (como titulares mediatos en el caso de la sociedad anónima y como beneficiarios en el caso de las corporaciones que tienen carácter fundacional) y pueden celebrar – ser parte – de contratos a largo plazo, Weingast, Barry R., The Medieval Expansion of Long-Distance Trade: Adam Smith on the Town’s Escape from the Violent and Low-Growth Feudal Equilibrium (June 2, 2016). A estas funciones sociales de las corporaciones hay que añadir que, como “escuela”, la corporación permite el “aprendizaje social” de las habilidades y conocimientos necesarios para producir los bienes o servicios que constituyan el objeto social de la corporación (y que están destinados a ser intercambiados en el mercado con terceros), v., para lo que sigue, Francisco Brahm/Joaquín Poblete, The Evolution of Productive Organizations, 2018, resumido aquí. Las corporaciones tienen un carácter relativamente exclusivo, porque no cualquiera puede acceder a la corporación. Hay barreras de entrada, muy elevadas en el caso, por ejemplo, de los gremios medievales y menores en otro tipo de corporaciones como las religiosas. Pues bien, al tener carácter exclusivo, las corporaciones “ponen un freno a la expansión del aprendizaje social, limitando la externalidad negativa que genera” el aprendizaje social. Esta externalidad consiste en que si los individuos pueden aprender socialmente, tienen menos incentivos para aprender individualmente por lo que el volumen de innovaciones en esa Sociedad puede reducirse. Cada individuo se limita a imitar lo que hacen los demás. Si, por el contrario, no se permite a cualquier individuo ser miembro de la corporación, sus incentivos para intentar innovar en los bienes y servicios hasta ese momento producidos por la corporación, se elevan. Basta con que la corporación no esté en condiciones de aplastar a cualquier outsider. Y, a pesar de su extensión e influencia, los gremios y consulados medievales nunca lograron monopolizar sus actividades, sencillamente porque sus actividades y membrecía se limitaban a una ciudad y la fragmentación política de Europa Occidental era notoria desde la caída del Imperio Romano y hasta nuestros días.
Pues bien la existencia y extensión de las corporaciones como mecanismo para organizar las actividades colectivas tiene una enorme importancia en la conservación y ampliación del conocimiento en la Sociedad. Dentro de cada corporación (p. ej., los sederos de Valencia en el siglo XIV) se “aisla” a un conjunto de individuos de los que forman el grupo (social que es el Reino de Valencia). Si el entorno en el que vive el grupo cambia, la corporación puede desaparecer porque su conocimiento no le permite adaptarse a los cambios en el entorno, pero otros conjuntos de individuos en otras corporaciones (los tejedores de algodón) podrán sobrevivir porque, aunque su conocimiento también sería inútil si se produce un cambio en el entorno, los cambios que hacen inútil uno y otro conocimiento son diferentes. De manera que “enclaustrando” a distintos conjuntos de individuos dentro de distintas organizaciones – corporaciones – se diversifica la reacción de la Sociedad en su conjunto frente a los cambios. Y, mientras los cambios en el entorno no hagan obsoletas a esta forma de organizar la producción colectiva de conocimientos, el aprendizaje social se acelera y crece.
¿Por qué el aprendizaje social en el seno de la corporación es más eficiente? Porque el conocimiento se transmite más fielmente que entre dos miembros aleatorios de la población. Las corporaciones generan “naturalmente las condiciones que favorecen la cooperación entre sus miembros” porque suele haber autoselección o selección buscada (los empleados de una misma empresa son más semejantes entre sí que dos miembros aleatoriamente escogidos de la población) y porque el mero hecho de formar parte de un “equipo” hace saltar los “instintos coalicionales”. En resumen: la población general, gracias a las corporaciones, acumula conocimientos y diversifica el riesgo de un cambio en el entorno que los haga obsoletos. Y lo hace “encapsulando” a los miembros de la población en grupos distintos todos cuyos miembros aprenden socialmente. En definitiva, es preferible para la Sociedad dedicar “clanes productivos” – agrupar a los que desarrollan una actividad productiva en una misma organización “separada” del resto de la Sociedad – a distribuirla aleatoriamente entre todos los miembros de la Sociedad. Todo eso sugiere que las primeras organizaciones de productores, las societates romanas, los gremios medievales y las compañías de comercio de la Edad Moderna desempeñaron un papel histórico clave en la promoción de una cultura acumulativa difícil de hacer avanzar, haciendo que el aprendizaje social fuera más barato y exclusivo. Por el contrario, si bien las corporaciones facilitan la innovación incremental, la reducción de los costes de producción y las mejoras de calidad, no cabe esperar que las innovaciones radicales se produzcan en su seno. La razón es que los miembros de la corporación serán todos ellos individuos que aprenden socialmente, especialmente en su actividad en el seno de la corporación.
Foto: Pedro Fraile