Por Alfonso Ruiz Miguel*
El libro de Javier de Lucas Nosotros que quisimos tanto a Atticus Finch (2020) enmarca una reflexión teórica sobre la persistente historia del supremacismo en los Estados Unidos en una experiencia cultural tan compartida como la admiración en un principio incondicionada suscitada por el protagonista de Matar a un ruiseñor, Atticus Finch. Esa incondicionalidad me parece prácticamente universal y concluyente sobre todo en la versión cinematográfica, que con casi total seguridad es conocida por mucha más gente. Sin embargo, es la novela, y sobre todo su peculiar y muy posterior secuela (en realidad, su primera versión), Ve y pon un centinela, la que obliga al lector a revisar seriamente la inicial admiración incondicional hacia Atticus y a experimentar la decepción que motiva el diseño del libro, una decepción que, imagino, ambos tenemos en común también con gentes innumerables. En realidad, Atticus Finch ―un personaje de ficción que al fin y al cabo no lo es tanto porque parece reflejar al padre de su creadora, Harper Lee― no era el abogado defensor de los derechos civiles de una sola pieza que habíamos creído, sino que también mantuvo convicciones segregacionistas, quizá incluso supremacistas, que, si no llegan a derribarlo, al menos obligan a bajarlo del pedestal en el que le teníamos.
Entre las decepciones personales, entendidas como aquellas que recaen sobre personas en vez de sobre cosas o ideas, hay dos que pueden tener un particular interés para el jurista: una sobre un personaje histórico, Adolf Eichmann, y la otra sobre uno de ficción, Atticus Finch. En el extremo opuesto de las decepciones provocadas por personajes históricos casi universalmente consagrados, como Sócrates, Jesucristo o Thomas Jefferson, cabe también la posibilidad de que puedan decepcionar individuos considerados casi universalmente como execrables. Presento el caso meramente como una hipótesis explicativa de una categoría que podría figurar entre las creaciones teóricas más inverosímiles de la historia del pensamiento político-moral: la banalidad del mal, formulada por Hannah Arendt al final de su libro Eichmann in Jerusalem, subtitulado precisamente A Report on the Banality of Evil. La llamativa tesis de Arendt fue que “uno de los más grandes criminales de la época”, al igual que “tantos otros como él”, había sido “terrible y horriblemente normal” porque, careciendo “de firmes convicciones ideológicas y de motivaciones especialmente malignas”, no tuvo conciencia de haber hecho mal por simple falta “de reflexión” (Arendt 1963: 276 y 287-288; así como Arendt 1977: 4)
Para algunos matices a afirmaciones tan contundentes y, en realidad, a la línea seguida en todo el libro sobre Eichmann, vid. también lo que podría considerase la “sentencia” final de la propia Arendt en 1964: 277-279).
No pretendo aquí impugnar el sentido básico de aquella categoría, que, una vez despojada de su aparente compromiso con la identificación socrático-platónica de conocimiento y virtud, quizá pudiera aplicarse a ciertas personas y situaciones. Me limito a señalar la radical inverosimilitud de que la organización por parte de Eichmann del transporte de centenares de miles de judíos a campos de exterminio de cuyo cometido era del todo consciente pudiera haber sido producto de una supuesta negligencia intelectual que casualmente se correspondía a la perfección con las alegaciones autoexculpatorias del acusado: en particular, con su pretensión de que, sin haber sido nunca antisemita, su labor se había debido a la mala suerte de que los dirigentes nazis habían abusado de su rígido sentido moral (“kantiano”, llegó a explicar él mismo) de la obediencia a la ley (Cf. Arendt 1963: espec. 135ss, 146-149, 175 y 247-248)
La tesis de Arendt me resulta inverosímil incluso en los propios términos de su libro, donde en muchos momentos creo que se puede apreciar cómo ella va aceptando acríticamente la versión de Eichmann sobre sus motivaciones, hasta el momento en el que llega incluso a desestimar como mera fanfarronada la frase de aquél a sus hombres en los últimas días de la guerra: “Saltaré de risa en mi tumba porque el hecho de tener sobre mi conciencia la muerte de cinco millones de judíos [o «enemigos del Reich», como él siempre pretende haber dicho (acotación de Arendt)] me produce una extraordinaria satisfacción” (Arendt 1963: 46; en p. 53 la frase se convierte para nuestra autora en una frase hecha como las que, según ella, tanto gustaban a Eichmann). Frente a semejante interpretación me parece decisivo el testimonio de Benjamin Murmelstein, el último presidente del Judenrat de Theresienstadt, que había venido colaborando con Eichmann desde 1938 en Viena y que le conoció muy bien: en el documental de Claude Lanzmann Le dernier des injustes (2013), Murmelstein no solo confirma el antisemitismo de Eichmann, sino que, además de relatar el sistema de expoliación a los judíos que impuso junto con su grupo de las SS, asegura haberle visto dirigiendo a un comando también de SS en el asalto de una sinagoga la Noche de los cristales rotos, el 10 de noviembre de 1938 (vid. minutos 0:53:00-1:19:34 de la primera parte, donde incluso ironiza sobre la idea de la banalidad del mal de Arendt; para otras referencias relevantes de Murmelstein a Eichmann en este documental, vid. minutos 1:46:33-1:51:24 de la primera parte, donde le califica como un demonio, y 0:44:38-0:46:44 de la segunda parte).
No es cuestión de abordar aquí en profundidad un debate que ha suscitado una abultada literatura. Me limitaré a remitir al informado y valioso compendio de Ezra 2007, que relata los principales escritos a favor y en contra de las dos tesis más debatidas de toda la obra de Arendt, ambas formuladas en Eichmann in Jerusalem: la de la banalidad del mal y su severa condena a los Judenräte o Consejos de notables judíos organizados por los nazis en las zonas ocupadas. Mi interés se ciñe a proponer la muy probable hipótesis de que Eichmann decepcionó a Arendt, que habría acudido al juicio de Jerusalén bajo la suposición de que iba a observar a un monstruo, a la encarnación del diablo: su actitud y sus declaraciones en el juicio la convencieron de que estaba ante un ser normal y corriente que había cometido delitos monstruosos por motivos banales. Si esto fuera así, la decepción le habría jugado una mala pasada a una pensadora que extremó su envidiable y habitual originalidad y valentía intelectual en una tesis exorbitada. Lo que quizá enseñe que la decepción por un exceso de imaginación puede llevarnos a perder el equilibrio.
En favor de la hipótesis de la decepción militan las cartas contemporáneas de Arendt a Jaspers, McCarty y Blücher, de las que se desprende que “la mediocridad de Eichmann y su insípido carácter chocaron [struck] a Arendt en su primer día en el tribunal” (Elon 2007: 96; que enseguida precisa que la idea de la “falta de reflexión” de Eichmann le llegaría a Arendt gradualmente
En cuanto a la decepción producida por Atticus Finch, el abogado del ficticio pueblo de Maycomb, en Alabama, comienzo por recuperar sus datos básicos. Matar a un ruiseñor, que apareció como novela en 1960, tiene como narradora en primera persona a Scout Finch, la hija de Atticus, que ya adulta recuerda la época de sus 6 a 8 años, alrededor de 1935. La acción, que da mucho relieve a las aventuras infantiles con su hermano y un amigo alrededor de la casa de un joven autista, Boo Radley, al que nunca ven y que termina salvando la vida de los dos hermanos, culmina en el juicio de un negro, Tom Robinson, falsamente acusado de la violación de una joven blanca. En el juicio, y ante una racista y reluctante comunidad blanca, Atticus actúa como abogado defensor del primero bajo el principio de que se debe hacer lo justo siguiendo la propia conciencia, incluso frente a la mayoría, lo que en el caso significa luchar por la igualdad ante el tribunal con independencia del color de la piel. La novela tuvo una muy conocida versión cinematográfica en 1963, de igual título, con la actuación de Gregory Peck bajo la dirección de Robert Mulligan.
Aunque, como desarrollaré enseguida, en la novela ya hay algunas pistas de que Atticus no es un defensor de la igualdad racial tan de una pieza como aparece en la película, esas pistas habían pasado generalmente desapercibidas a juzgar por el escándalo que produjo la publicación en 2015 ―cuando su autora, Harper Lee, tenía 89 años― de Ve y pon un centinela, que en un principio parecía ser una secuela de la novela anterior. La acción de esta segunda novela, ahora con un narrador omnisciente, se sitúa en la segunda mitad de los años 50 ―después de la sentencia Brown v. Board of Education, de 1954, que invalidó la segregación racial en las escuelas y fue un hito en la lucha por los derechos civiles en Estados Unidos― y sigue el retorno a Maycomb de la hija de Atticus (llamada ahora más por su nombre, Jean Louise, que por su apodo infantil), ahora ya en su segunda veintena y convertida en una activista pro derechos civiles. El relato sigue las tensiones entre ella y su padre, quien viene a aparecer como un defensor de la superioridad de la raza blanca que abriga una fuerte desconfianza hacia la integración política y social de los negros, o dicho en términos esquemáticos, aparece sobre todo como un supremacista y un segregacionista, partidario del separate but equals, cuyo significado real venía siendo “separados por desiguales” desde el siglo XIX. El escándalo de esta novela creció cuando se supo que en realidad había sido escrita en la época de la acción, en 1957 en concreto, y que rescataba el manuscrito originario que la autora había olvidado tras reescribirlo por completo a instancias de la editora, para cambiar el narrador, el tiempo de la acción y los hechos narrados bajo el título de Matar a un ruiseñor. En Ve y pon un centinela, los protagonistas fundamentales siguen siendo la hija y el padre, pero lo que sobre todo se narra es la tensión ideológica entre ambos ante el problema racial, bajo alusiones, eso sí, al juicio de veinte años antes.
Más allá del trasfondo de mitificación previa, y por tanto de fantasía, que probablemente presupone toda decepción personal, una de las varias diferencias entre la provocada por una persona real y la provocada por un héroe de ficción es que mientras en el primer caso echar la culpa de habernos decepcionado al que revienta el mito en vez de a su protagonista es como matar al mensajero, en el segundo caso solo es sensato culpar del engaño al autor de la ficción. Salvo cuando, como ocurre en la novela Matar a un ruiseñor, el autor en realidad no nos ha engañado, sino que hemos sido nosotros quienes no hemos sabido ver bien todas las dimensiones del cuadro. Porque, en efecto, en esa novela hay al menos cuatro detalles que, aunque de distinto alcance, permiten dudar de la pulcritud antirracista de Atticus Finch y, por tanto, rebajar la integridad de su visión del mundo liberal, en el sentido americano de la palabra. Ante todo, como indica Javier de Lucas, que Atticus vive en una sociedad de castas a la que en ningún momento combate activamente (Cf. De Lucas 2020: 76-77), lo que podría ser un reproche excesivo si estamos hablando solo de un héroe (o un santo) y no de un mártir (en este punto, tiendo a coincidir con el juicio de McAdams 2015 sobre el carácter heroico de Atticus Finch por su defensa de un acusado negro en una comunidad como la representada en la novela). Y, segundo detalle, que en el capítulo 15 nuestro héroe afirma enfáticamente que el Ku Klux Klan era un episodio del pasado “contra todo lo que sabemos”, dice De Lucas (De Lucas 2020: 185, nota 14; la referencia al KKK, en Lee 1960: 186).
En relación con ello, algún otro crítico ha destacado como grave que Finch les diga a sus hijos que el KKK “era una organización política” (pero vid. la contextualización de McAdams 2015, de quien obtengo la información sobre otras críticas a Matar a un ruiseñor muy anteriores a la publicación de Ve y pon un centinela). Otro detalle para conocedores es la pertenencia de Atticus a la Methodist Episcopal Church South, de orígenes esclavistas (cf. ib.: 3).
Los otros dos detalles, levemente apuntados en la trama pero más gravemente indicativos, son dos menciones a sendos personajes históricos racistas: Henry W. Grady y James Thomas Helfin, apodado Cottom Tom Helfin.
La referencia a Grady se encuentra en el cap. 15 de Matar a un ruiseñor, cuando Scout ilustra cuál era “la pregunta más peligrosa de Atticus” citando una conversación de este con su hermano Jem: “«¿De verdad piensas eso, hijo? [dijo Atticus]. Entonces lee esto». Y Jem bregaba el resto de la tarde con los discursos de Henry W. Grady” (Lee 1960: 185). Pues bien, Henry W. Grady (1850-1889), un influyente director de un periódico de Atlanta y gran orador de la época de la Reconstrucción, tras la guerra de secesión, fue un personaje bifronte. Si por un lado fue considerado entonces como uno de los promotores de la integración del sur en la Unión ― “a South of Union and freedom” que en 1886 daba por muerto al “South of slavery and secession” (Grady 1895: 9. Se trata, casi con total seguridad, del mismo libro citado por Atticus, que es recuperable en pdf gracias a Internet). Sobre Grady, vid. Grem 2022, así como la entrada de la Wikipedia).―, por otro lado, un año después todavía expresaba rotundas ideas supremacistas, afirmando que “la raza blanca debe dominar para siempre en el Sur, porque es la raza blanca y superior a la raza que amenaza su supremacía” (Grady 1895: 29).
En ese mismo discurso (“The South and her problems”) explica: “The Indian, the Malay, the Negro, The Caucasian, these types stand as markers of the God’s will” (ib.: 28).
En fin, la referencia a Helfin aparece en el capítulo 27, en un intercalado de la narradora sin antecedente ni continuación en el que cuenta que un compañero de su escuela le había preguntado si Atticus era un radical: “Cuando le pregunté a Atticus él se rio tanto que yo me molesté bastante, pero me dijo que no se estaba riendo de mí. Dijo: ― Dile a Cecil que soy más o menos tan radical como [I’m about as radical as] Cotton Tom Heflin” (Lee 1960: 312).
En este caso corrijo la traducción, que atenúa el sentido del texto al traducir “Dile a Cecil que soy casi tan radical como Cotton Tom Heflin”.
Pues bien, Heflin (1869-1951) fue un senador por Alabama hasta 1931 público defensor de la inferioridad natural de los negros, de la supremacía blanca y de la segregación racial (Cf. Sobre Helfin, Adams 2019: 13-17; así como la voz de la wikipedia). A pesar de que el contexto de la respuesta es que el compañero de Scout le había preguntado si su padre era un radical de izquierda porque defendía a “niggers” (un término ya entonces muy peyorativo que Atticus advierte a su hija que no debería usar, cf. Lee 1960: 100-101), la irónica comparación con Heflin no deja de mostrar su lejanía del radicalismo por su relativa cercanía a un notorio racista. En suma, Atticus Finch era ya en Matar un ruiseñor, en el mejor de los casos, un héroe imperfecto, un héroe a medias, por la fuerte tensión entre sus distintas convicciones.
En McAdams 2015 se hacen interesantes observaciones sobre esa relativa cercanía entre un liberal del Sur y un supremacista radical como Helfin, que, diferenciándose en las formas, especialmente jurídicas, y en la apelación a la violencia, tendrían en común el rechazo de un cambio brusco del sistema de segregación y de supremacía sobre los negros de los Estados sureños.
Si el lector de Matar un ruiseñor tenía datos para no sufrir una decepción, eso no significa que los asimilara con ese resultado, como probablemente no los había asimilado Scout cuando era niña, por lo que en Ve y pon un centinela se muestra más que profundamente decepcionada con su padre.
El pasaje decisivo está en el capítulo 13, donde se transcribe su pensamiento: “Si un hombre te dice «esta es la verdad» y tú le crees, y descubres que lo que dice no es verdad, te llevas una decepción y procuras que no vuelva a engañarte. Pero cuando te falla un hombre que ha vivido conforme a la verdad, y has creído en lo que ha vivido, te quedas sin nada. Creo que por eso estoy a punto de volverme loca” (Lee 2015: 178; cf. también, al final del capítulo 8, p. 115).
Pero entre las dos novelas no hay engaño propiamente por parte de su autora, que con su libertad creativa ha elaborado un personaje más rico y complejo de lo que parece, una encarnación de un abogado íntegro que tiene sus defectos, al parecer trasunto de su propio padre. Probablemente, la mayor responsabilidad sobre la decepción general que produjo la aparición de la segunda novela recae sobre la película de Mulligan, que construyó un personaje libre de toda mácula, para siempre ligado a la caballerosa estampa de Gregory Peck.
Sobre ello y las diferencias entre la novela y la película, vid. Adams 2019: 3-14. Uno de los embellecimientos más curiosos, aunque seguramente indetectable salvo en la propia época, es que en la película Calpurnia, la asistenta negra de la familia Finch, incumple sin enmienda de Atticus el código racial sureño de no entrar ni salir por el porche central de la casa (vid. sobre ello el largo y rico comentario de Adams 2019: 4-10).
Sin embargo, yo tampoco me veo dispuesto a culpar a Mulligan por haber redondeado y agigantado el mito de un personaje de ficción en uso de su libertad artística. En realidad, lo más atípico del caso Atticus es que un personaje de ficción nos decepcione, no tanto porque no podamos encantarnos con sus virtudes como por la rareza (o eso creo) de que, una vez consolidado el héroe, el autor publique una segunda parte en la que lo depone (en contraste, el modelo típico es el Quijote, cuyos cambios mantienen la coherencia interna).
Una última observación sobre la decepción provocada por Atticus Finch, que no necesariamente tiene que concluir en condena. Una de las aportaciones del análisis de Javier de Lucas estriba en utilizar esa decepción para proponer una explicación del alcance y límites del sistema liberaldemocrático estadounidense. En el conjunto de esa explicación, Atticus Finch sirve bien para reflejar los valores pero también las fallas de un modelo de democracia que pretende encauzarse dentro de una forma de ciudadanía más local y estatal que federal. Para esa visión el espacio preferible y viable del debate democrático es una comunidad homogénea y reducida, de modo que estamos ante el anticuado y muy limitado modelo que el propio Atticus denomina “democracia jeffersoniana”, a lo que su hija replica: “Puede que seas jeffersoniano, pero no eres demócrata” (Lee 2015: 237-238).
Sobre todo ello, cf. también De Lucas 2020: 83-107, páginas de las que hago así un tosco resumen que no puede sustituir su lectura para hacerles justicia.
Yo precisaría que los argumentos de Atticus Finch para resistirse a la integración político-social de los negros en su Estado son esencialmente consecuencialistas, pero sin venir acompañados del racismo biologicista de Jefferson. Es cierto que eso no elimina su antidemocrático menosprecio por la igualdad de los derechos políticos, pero tampoco niega el valor de su defensa liberal de los derechos procesales y su talante civilizado y nada violento de sus actitudes. Por eso, si se quiere una comparación, aunque sea solo aproximada, yo preferiría decir que mientras Jefferson públicamente habló bien pero actuó mal, Atticus Finch privadamente habló mal pero actuó bien.
Una posible diferencia entre personajes históricos y personajes de ficción es que las personas reales, como las ideologías, nos pueden decepcionar porque están hechos del fuste torcido de la condición humana, mientras que los héroes de ficción, como los ideales, son inmunes a toda refutación empírica, al menos en la medida en que permanezcan como héroes sin ser un mero trasunto de las imperfecciones de los seres de carne y hueso. Con los héroes de ficción estamos en efecto más cerca de los ideales que de los personajes históricos, con la sola precisión de que entre personajes imaginarios y personajes históricos pueden existir afinidades, sea porque el ficticio representa o simboliza al real (como puede interpretarse en el caso de Atticus Finch y su apelación a la democracia jeffersoniana), sea, y esto es más común e importante, porque muchos personajes reales han pasado a la historia cargados de ficción. Una de las tareas de una historia rigurosa es depurar la verdad y con ello, muy probablemente, decepcionar. Por su parte, los personales de ficción, como los ideales, pueden seguir indemnes de decepciones mientras sepamos mantenerlos a cierta distancia, como modelos o indicadores lo bastante lejanos como para no poder ser alcanzados con nuestras limitadas cualidades, pero aun así dignos de ser imitados o perseguidos.
El caso de Atticus Finch, si no estoy equivocado, es del todo atípico. Nos decepciona porque no se ha mantenido como héroe, como arquetipo de un ideal ―el del jurista íntegro, liberal y justo―, pues ha resultado abatido o degradado por la aparición de algo que no conocíamos, aunque sea porque no lo supimos ver a tiempo. Pero lo habitual es que la información sobre el arquetipo de ficción esté bien definida y sea clara y estable, como habría ocurrido si solo hubiera existido la película Matar a un ruiseñor. Obsérvese, además, que la decepción con Atticus se produce hacia el personaje, al que seguimos dando existencia en y por nuestra decepción, lo que no tiene nada ver con la decepción que recibimos al saber que no existen los Reyes Magos o, quizá, el Dios en el que habíamos creído en la infancia. Aunque dudo de si este segundo caso es propiamente de decepción, porque si para decepcionarse hay que culpar o, al menos, responsabilizar a alguien, no parece posible reaccionar contra lo que ya no creemos que exista, a diferencia del caso de los Reyes Magos, donde podemos responsabilizar a nuestros padres, que son quienes en realidad nos decepcionan. En suma, la inmunidad a la decepción de los ideales y los héroes de ficción, derivada de su carácter y su valor inmaterial, alcanza también al hecho de dejar de creer en ellos, que no parece que deba producir ni ser tampoco producto de la decepción.
Obras citadas
Adams, Richmond (2019). “«About as Radical as Cotton Tom Heflin»: Atticus Finch, To Kill a Mockingbird, and Post- 1945 American Life”, en h
Arendt, Hannah (1963). Eichmann in Jerusalem. A Report on the Banality of Evil, ed. rev. y ampliada, Nueva York, Penguin Books, 1994.
Arendt, Hannah (1977). The Life of the Mind, ed. de Mary McCarthy, San Diego etc., Harcourt.
De Lucas, Javier (2020). Nosotros, que quisimos tanto a Atticus Finch. De las raíces del supremacismo al “black lives matter”, Valencia, tirant lo blanch.
Elon, Amos (2007). “The Excommunication of Hannah Arendt”, World Policy Journal, 23/4, 2006-2007: 93-102 (también como “Introduction” a la edición de Penguin Classics de 2006 de Eichmann in Jerusalem, pp. vii-xxiii).
Ezra, Michael (2007). “The Eichmann Polemics: Hannah Arendt and Her Critics”, Democratiya, 9: 141-165.
Grady, Henry W. (1895). The Speeches of Henry W. Grady, Atlanta, Chas. P. Byrd.
Grem, Darrem (2022). “Henry W. Grady”, New Georgia Encyclopedia, last modified Feb 1, 2022, en
Lee, Harper (1960). To Kill a Mockingbird; que se cita por la trad. de E. Mesa, Madrid, HarperCollins Ibérica, 2015.
Lee, Harper (2015). Go Set a Watchman; que se cita por la trad. de Belmonte Traductores, Madrid, HarperCollins Ibérica, 2015.
McAdams, Richard H. (2015). “Past Perfect (Review of Go Set a Watchman, by Harper Lee)”, The New Rambler. An Online Review of Books.
* El presente texto recoge con leves variaciones una pequeña parte de un artículo más amplio, titulado “Atticus Finch o la decepción”, publicado en los Cuadernos Electrónicos de Filosofía del Derecho, n. 49, Número especial en homenaje al Profesor Javier de Lucas, 2023, pp. 74-106. A partir de un libro de De Lucas sobre el supremacismo en Estados Unidos, y tras una breve exploración del concepto de decepción, dicho artículo analiza las tres principales formas de su aparición: las decepciones materiales, con especial referencia a las decepciones del consumo; las ideológicas, donde se repasa la decepción de la democracia en los clásicos griegos, la de las revoluciones de la época contemporánea y la más reciente decepción del progreso; y, en fin, las decepciones personales, que se ejemplifican en las figuras de Sócrates, Jesucristo, Jefferson y Eichmann, así como en el personaje de ficción Atticus Finch. El presente texto recoge únicamente, además de una parte de la introducción, los pasajes dedicados al conocido estudio de Hannah Arendt sobre Eichmann y a las dos novelas de Harper Lee protagonizadas por Atticus Finch, una selección que corresponde al director de Almacén de Derecho, Jesús Alfaro, a quien agradezco su hospitalidad].
[…] Como dice Ruiz-Miguel, Eichmann decepcionó a Arendt. No le pareció un psicópata sádico. Más bien un funcionario público mediocre intelectualmente y solo preocupado por su carrera profesional. Es probable que Arendt se equivocara respecto del personaje. Pero el objetivo de Arendt no era realizar un retrato psicológico de los que estuvieron al frente del exterminio. Quería desvelar una ‘explicación’ de la tremenda eficacia de los nazis en la exterminación de los judíos. John Kay dice que los objetivos difíciles han de perseguirse oblicuamente. Y los nazis persiguieron oblicuamente la exterminación de los judíos. […]