Por Juan Antonio Lascuraín

 

El artículo 708 de la Ley de Enjuiciamiento Criminal establece que en el juicio oral

“[e]l Presidente, por sí o a excitación de cualquiera de los miembros del Tribunal, podrá dirigir a los testigos las preguntas que estime conducentes para depurar los hechos sobre los que declaren”.

Así, de primeras, sorprende la vigencia de esta disposición en un sistema que, como el nuestro, solo entiende justo un procedimiento penal si se rige por el sistema acusatorio, “verdadera filosofía legal y estructural de todo el proceso penal” (STS 675/2013, de 21 de junio). Sorprende ahora y debió sorprender en 1882, pues el propio legislador consideraba que “en el sistema acusatorio se encarna el respeto a la personalidad del hombre y a la libertad de la conciencia” (Exposición de Motivos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal). Quizás la incoherencia era y es sobrellevable si se toman rigurosamente en serio los estrictos márgenes en los que se permite la intervención judicial: solo para preguntar a los testigos, solo sobre lo que ya han depuesto, solo para aclarar algún término de sus respuestas previas.

El problema es que las potestades las carga el diablo de la pendiente deslizante, y que, so pena de alcanzar una solución “injusta” al conflicto, no es tan infrecuente que al supuesto amparo del precepto transcrito el juez de enjuiciamiento se ponga la camiseta de juez de instrucción, o de abogado defensor, o de abogado acusador, e interrogue a los testigos, a los peritos o incluso al acusado. Y esto es un problema genuino, de inconstitucionalidad, pues, entre otras cosas, hace que el que tiene que decidir pierda su imparcialidad, con lo que su solución ya no podrá ser precisamente «justa». Las garantías procesales son garantías de veracidad y sin ellas esta no es posible (rectius: no está “garantizada”).

El espolazo para escribir esta entrada es la lectura de la STS 467/2020, de 21 de septiembre, en un caso en el que el presidente del tribunal realizó en el juicio oral un total de 142 preguntas (no hay errata: ciento cuarenta y dos) a los testigos, a los peritos e incluso al acusado. A pesar de esto la Sala Segunda no estima la queja de ruptura de la garantía de imparcialidad. Y eso que admite que “[n]o es descartable incluso que a los ojos del Fiscal, de las partes o de cualquier espectador del desarrollo del juicio oral, ese protagonismo de los integrantes del órgano decisorio causara desconcierto”; que se dio una “ruptura, incluso escénica, del papel asumido por el órgano colegiado”; y que la del Tribunal fue “una intervención y un protagonismo” que puede ser considerado “perturbador” (FD 2.3). Es más, pasando de la cantidad a la calidad: del tenor de alguna de las peguntas se infiere que la Audiencia atribuyó anticipadamente “veracidad […], en toda su integridad, a los zigzagueantes hechos narrados por el querellante” y que procedió a una “inadmisible inversión de la carga probatoria” (FD 3.5.2).

 

El sistema acusatorio

 

Conforme al sistema acusatorio y al derecho a la presunción de inocencia, el procedimiento penal justo funciona del siguiente modo. El punto de partida es la inocencia de los ciudadanos – como afirma enfáticamente Caamaño, en principio “quien acusa, miente” (“La garantía constitucional de la inocencia”, pp. 193 y ss.) -, de tal modo que quien atribuya a alguien la realización de un conducta delictiva – quien acuse – debe probarlo y probarlo plenamente ante un tercero, el juez penal, plenamente imparcial por su falta de una relación relevante con el acusador y con el acusado, y por su falta de toda relación con la indagación del caso previa al juicio o durante el mismo. El juicio oral es un escenario limpio al que acude el juez penal a escuchar con inmediación las alegaciones de las partes y a contemplar con inmediación la práctica de la prueba, y a decidir si lo que se ha desarrollado ante sus ojos con plenas garantías de defensa y de igualdad, y por ello de veracidad, es suficiente para sustentar el relato fáctico que aporta la acusación. Y solo es suficiente si queda sustentado más allá de toda duda razonable.

Ya lo decía la exposición de motivos de la Ley de Enjuiciamiento Criminal. En este diseño, que es el que como sociedad consideramos justo para alcanzar la verdad material,

los Magistrados deben permanecer durante la discusión pasivos, retraídos, neutrales, a semejanza de los Jueces de los antiguos torneos, limitándose a dirigir con ánimo sereno los debates

Lo subraya uno de nuestros clásicos, Aguilera de Paz, a la vez que critica

el triste espectáculo que ofrecen algunos tribunales extranjeros por los empeñados y sostenidos interrogatorios á que suelen someter los presidentes á los acusados por el afán de conducirles á la obligada confesión del crimen cometido. […] [E]sa ingerencia extemporánea del presidente en el interrogatorio del testigo por los hechos de la causa, es en absoluto contraria al sistema acusatorio”. Es “incompatible por completo con la misión que está atribuida al tribunal y á su presidente, el cual, con su gestión podría, aun sin quererlo, contrarias los planes de la acusación ó de la defensa y hasta colocarse en una actitud de prejuicio y de parcialidad que desnaturalizaría sus propias funciones, llevando la inquietud al ánimo de las partes, las cuales podrían encontrar un nuevo é inesperado contendiente donde sólo deberían hallar un juzgador exento de todo interés y de todo prejuicio”. (Y es que las partes) “para el examen de los testigos tienen derecho á que no se trunque por el presidente ni por nadie ese plan de ataque ó de defensa que se propusieran desarrollar” (“Comentarios a la Ley de Enjuiciamiento Criminal”, V, pp. 418 y ss.).

El comentario de Aguilera de Paz nos alerta sobre las diferentes perspectivas de justicia en juego cuando el juez se decide a mediar o terciar en la práctica de la prueba. No resulta solo que pierde su imparcialidad o su apariencia de imparcialidad, sino que puede poner también en cuestión el derecho de defensa, que quedaría eventualmente perturbado por la alteración que en la estrategia de acusación o de defensa puede tener la inesperada intervención activa de quien está institucionalmente diseñado como árbitro, receptor pasivo de lo que las partes tengan a bien practicar o alegar. Las preguntas del juez ponen en peligro también la garantía de la igualdad de armas y la regla de la presunción de inocencia. La primera, por la eventual suma del juez a la causa de alguna de las partes. Va de suyo esta vulneración con la de la garantía de imparcialidad, cuando la misma no solo no se aparenta sino que se pierde. Si esa suma lo es a la acusación y si consiste en suscitar hechos, el daño lo será también del derecho a la presunción de inocencia, uno de cuyos postulados consiste en que solo la acusación puede aportar los hechos y las pruebas de cargo, sin que pueda compelerse a ello al acusado y sin que pueda contribuir a esa tarea el juez que decide.

Como reseña expresivamente McBarnet para los jurados como jueces de los hechos, los mismos

tienen que ser convencidos más allá de toda duda razonable, pero ellos no pueden escoger los extremos sobre los que tienen que ser convencidos” (“Conviction. Law, the State and the construction of Justice”, p. 13).

Y es que

una manifestación correctísima del alcance del contenido del principio acusatorio que se refiere a los hechos y su imputación a una persona”(es la de que el Tribunal no) “tenga potestad alguna en materia de aportación fáctica” (STS 2520/2001, de 31 de diciembre).

 

Un precepto tímido

 

Conviene subrayar algo que ya he anticipado. La cantidad y la severidad de las pegas que suscita el juez preguntador hicieron que ya en 1882 el artículo 708 regulara esta potestad en términos muy modestos. Vuelva a repararse en que el mismo limita la actividad interrogadora a los testigos, que se refiere a los hechos “sobre los que declaren” y que se restringe a preguntas conducentes a “depurarlos”. La Ley quiere, ya se ha dicho, unos Magistrados […] pasivos, retraídos, neutrales” (Exposición de Motivos), por lo que el precepto solo puede entenderse como una rendija a alguna excepcional aclaración fáctica derivada de algún defecto de audición o expresión (“¿Ha dicho usted “roto” o “rojo”?”; “Ha dicho usted en una misma frase que le vio y que no le vio, ¿puede repetir su respuesta?”; “¿Qué entiende usted por ”semidesnuda”?).

La prudencia de entonces se convierte hoy en un imperativo constitucional. El artículo solo es tolerable, si lo es, si se interpreta del muy restrictivo modo que impone el artículo 24.2 de la Constitución. Al respecto parece que nuestro Tribunal Constitucional se ha quedado muy corto en las ocasiones en las que ha tenido la oportunidad de abordar esta cuestión. Tales ocasiones han sido contadas (SSTC 229/2003, 334/2005), la doctrina es muy laxa y su fundamentación resulta bastante magra a la vista de las garantías constitucionales en juego.

 

La interpretación del Tribunal Constitucional

 

El Tribunal Constitucional considera que

para determinar si en el ejercicio de esta facultad el Juez ha comprometido su posición de neutralidad y, eventualmente, el derecho de defensa, es preciso analizar las circunstancias particulares de cada caso concreto” (STC 334/2005, FJ 3; también en el FJ 14 de la STC 229/2003).

Y el canon para ese análisis pasa, según esta línea jurisprudencial, por cuatros vectores:

– si las preguntas no “versaron sobre los hechos objeto de acusación”;

– o si son “manifestación de una actividad inquisitiva encubierta, sustituyendo a la acusación

–   o si suponen “una toma de partido a favor de las tesis de ésta”;

– o si “puede sostenerse que la formulación de tales preguntas haya generado indefensión alguna al demandante de amparo” (STC 229/2003, FJ 14).

Todo ello está muy bien: hay quiebra de las garantías esenciales del proceso si el juez pregunta sobre otros hechos, si inquiere, si toma partido, si genera indefensión. Pero, con ser correcto, es tan notorio y tan inconcreto que sabe a poco, cosa que puede haber alentado cierto inadecuado activismo judicial, si casi toda pregunta es orégano.

Creo por ello que es hora de dar un paso más en una de estas dos direcciones. Quizás lo más eficiente sería cerrar la espita. Suprimir el artículo 708.2 LECr. Que el juez no pregunte nunca. Y si quedan dudas fácticas que no aclaren las partes, que han de estar representadas por profesionales del Derecho, absuélvase.

Si no se procede a tal cosa, creo que la Constitución exige, cuando menos, lo siguiente:

  • No parece suficiente con que el Presidente pregunte genéricamente “sobre los hechos objeto de acusación”. A efectos de prueba, los hechos deben ser aportados por la acusación, por lo que la pregunta judicial solo podría referirse a un hecho ya preguntado por la acusación y con mención expresa de la pregunta y la respuesta que se trata de depurar. Como expresa el artículo 708 LECr, la pregunta debe constreñirse a lo que ya ha declarado el testigo.
  • El juez de enjuiciamiento no puede inquirir, averiguar. Debe decidir lo que ha pasado a partir de las averiguaciones de las partes. Para constatar el reprobable sesgo inquisitivo del juez no es irrelevante la cantidad de las preguntas. Y desde luego no es irrelevante su contenido, pues en realidad el margen debe reducirse, en esa depuración, a la reiteración de preguntas ya realizadas por la acusación o la defensa y cuya respuesta ha sido imprecisa. Pero en ningún caso pueden ser preguntas que haría la acusación: preguntas cuya respuesta, en alguna de sus alternativas, puede comportar una prueba de cargo. Esas son preguntas incriminatorias: cuando una de sus posibles respuestas supone un indicio de la comisión de un crimen. Esto es especialmente notorio cuando se interroga directamente por tal comisión (“¿Le disparó usted?” o “¿Vio usted cómo le disparaba?”).
  • Obviamente la pregunta judicial no puede implicar presunciones de culpabilidad. Y aquí, conforme al estándar del TEDH, basta la mera “predisposición contra el acusado”. Ejemplo de ese rigor en la exigencia de imparcialidad y de apariencia de parcialidad es la STEDH de 6 de noviembre de 2018, Otegi Mondragón y otros contra España, que ampara a los recurrentes porque fueron enjuiciados por una Magistrada que en la vista oral de una causa previa había realizado afirmaciones que podían entenderse como expresivas de un prejuicio de culpabilidad sobre los acusados.
  • El juez es el Juez, una autoridad del Estado. Y el Presidente es quien manda en el juicio. Una cautela sabia sería vedar que en todo caso pueda dirigir preguntas al acusado. Si lo hace, este tenderá a contestarle, le convenga o no, y diciendo la verdad, le convenga o no. Si – equivocadamente, a nuestro juicio – se admitiera que el juez puede interrogar al acusado y que pueda hacer algo más que repreguntar lo ya preguntado, habrá que convenir que una garantía mínima de la interdicción de la indefensión es una nueva y expresa ilustración de sus derechos a no declarar y a no confesarse culpable.

 

Conclusión

 

Si el derecho a un juez imparcial no puede ser objeto de una interpretación restrictiva (STEDH de 26 de octubre de 1984, caso De Cubber, §30), si “tal imparcialidad es especialmente exigible en el ámbito penal” (SSTC 162/1999, de 27 de septiembre, FJ 5; 156/2007, FJ 6; 133/2014, de 22 de julio) y si lo que importa no es solo la imparcialidad, sino también su apariencia, pues “está en juego la confianza que debe inspirar en el público un tribunal en una sociedad democrática” (STEDH de 15 de octubre de 2009, caso Micallef contra Malta, § 96), cabe plantearse cabalmente, si no la inconstitucionalidad del artículo 708.2 LECr, si al menos la necesidad de una interpretación harto restrictiva del mismo.

 

Coda

 

En la reciente STS 692/2020, de 15 de diciembre, el Tribunal Supremo ordena que casi diez años después se repita el juicio en el que Arnaldo Otegi y otros cuatro acusados habían sido condenados por pertenencia a una organización terrorista por un tribunal carente de apariencia de imparcialidad (STEDH de 6 de noviembre de 2018). La catadura moral de los implicados no puede cegarnos respecto a la pobreza de este amparo de su derecho fundamental a un proceso con todas las garantías. Como proclama el Tribunal Constitucional en relación con la vulneración del derecho a la presunción de inocencia, su consecuencia no puede ser la gravosa reiteración del procedimiento penal (“pruebe mejor la culpabilidad”), la perseverancia en el tiempo del ejercicio del ius puniendi del Estado respecto del ciudadano – que aquí, además del procedimiento en sí, tuvo otras consecuencias concretas en forma de privación de libertad y del reproche propio de una sentencia firme -, con el severo riesgo añadido de una nueva carencia de garantías, ahora derivadas del paso tiempo (¿qué valor tienen por ejemplo las pruebas testificales tantos años después?, ¿qué espontaneidad después de dos sentencias?).

El Estado tuvo su oportunidad plena para el enjuiciamiento de un ciudadano y lo hizo mal – muy mal: con vulneración de sus derechos fundamentales -. ¿Es la solución que lo intente de nuevo? Si el nuevo juicio careciera de nuevo de garantías y lo declarara años después el Tribunal Constitucional o el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, ¿celebraremos un tercer juicio porque eso es lo que demanda la justicia, para que exista “un pronunciamiento definitivo de la Justicia” (FD 1)?


Foto: Miguel Rodrigo Moralejo