Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

 

Don Eduardo nació el 27 de abril de 1923. Estamos en ocasión más que propicia para recordarlo: el centenario de su venida al mundo. La Facultad de Derecho de la Complutense, con Ricardo Alonso a la cabeza, lo hizo esa misma fecha, hace unos días, y eso me da pie a escribir estas breves líneas.

¿Cuál fue, en el sentido, obviamente, de Ortega y Gasset, su circunstancia, es decir, lo que un científico identificaría con el específico hábitat (o sea, con su presión, su humedad y su temperatura) en el cual se desenvuelve cada ser vivo y da lugar al que es su fenotipo? La respuesta resulta notoria: la España de los sesenta años transcurridos entre 1950 y 2010. Hacer un relato resumido de lo sucedido en ese arco temporal constituye misión difícil (y arriesgada, en esta época en que el story telling lo es todo), pero serán pocos los que discrepen si se comienza recordando que en los años cincuenta del pasado siglo, aunque seguíamos en plena autocracia (ya, obviamente, con menos represión derivada de la guerra), las cosas empezaban a aliviarse un poco, porque el régimen -esa es la palabra- estaba cayendo en la cuenta de que moderar el ejercicio del poder, en el sentido de someterlo al Estado de Derecho -hablar de liberalismo sería torturar el lenguaje-, no sólo no implicaba riesgos, sino que, hechas las sumas y las restas, podía resultar hasta interesante.

Fue en ese contexto, de inmediato tras los pactos con Estados Unidos de 1953, cuando se aprobaron las leyes (garantistas de derechos individuales, sin duda, al menos en comparación con lo preexistente) de expropiación forzosa (1954), de la jurisdicción contenciosa (1956) y de procedimiento administrativo (1958), todo ello elaborado y glosado por los artífices de una Revista académica (la RAP, palabra que no se aplicaba entonces a ningún género musical), auspiciada (sin perjuicio del impulso de la Secretaría General Técnica de la Presidencia del Gobierno, empeñada en la reforma administrativa) desde el Instituto de Estudios Políticos, el think tank del propio régimen. Esas contradicciones en su relación con los intelectuales (un ten con ten que se sostenía con alfileres) eran inherentes al franquismo  -recuérdese que el periódico Pueblo, el vivero de la prensa democrática, lo publicaban los sindicatos verticales, que se dice pronto-, como en la época de José Antonio lo habían sido a la Falange. Y ello a cargo de un grupo de jóvenes profesores -casi unos frikis– de una asignatura que hasta entonces había ocupado en los programas de las Facultades de Derecho un papel de segundo orden, para emplear una palabra edulcorada.

De la línea de pensamiento así abierta cabe predicar que poco después confluyó con el giro estratégico de 1959, cuando la dictadura, dando la vuelta sobre sí misma, pasó a convertirse en un agente de modernización de la sociedad, como por cierto no resulta insólito, en los países del mediterráneo -al norte y al sur, al oeste y al este-, con los Gobiernos dirigidos por militares. Ataturk fue un ejemplar firmado, pero no el único.

En ese ecosistema se planteaba la conveniencia, o incluso la necesidad, de luchar contra las inmunidades del poder, entendiendo por tal la batalla por la extensión del recurso contencioso a los actos discrecionales y también a los llamados “políticos”. Y, en un orden conceptualmente previo (el de la creación del ordenamiento que había de servir como parámetro a esa tarea de enjuiciamiento), había que disciplinar las fuentes normativas para que las leyes -a la sazón, de un Parlamento orgánico, como eran las Cortes Españolas: así de heavy seguía siendo la cosa- no se vieran subvertidas, si es que se limitaban a proclamar unas bases, por los textos articulados que debía aprobar más tarde el Consejo de Ministros.

A lo largo de los años sesenta se fue así creando un clima intelectual, no ceñido a ambientes elitistas, que, en cierto sentido, supuso una suerte de anticipo de la Constitución de 1978: por eso tiene mucha lógica que se hable de transición, o sea, de reforma, y no (como en el Portugal del 25 de abril de 1974) de ruptura. La Carta Magna proclamó en el Art. 9.3 la interdicción de la arbitrariedad de los poderes públicos; en el Art. 24, el derecho fundamental a la tutela judicial efectiva y sin indefensión; en los Arts. 82 a 85, los rigurosos requisitos de la legislación delegada y su control; y, en el Art. 106, la universalidad del control judicial del poder ejecutivo. Bien mirado, esas cosas no constituyeron propiamente novedades, porque el terreno, se insiste, estaba abonado desde mucho antes.

Si hubiera que sintetizarlo todo en una idea, sería la consistente en encomendar a los jueces la tarea de tener a raya a los políticos, siempre bajo el presupuesto de que eso no significa atentar contra el pluralismo que es consustancial a la democracia, porque el ordenamiento, pese a su aparente complejidad, sólo permite una única solución correcta. Una manera de pensar que era la propia de los comentaristas de la celebrada Ley Fundamental de Bonn de 1949 (recuérdese a Otto Bachof o a Gunther Dürig y, al fondo, a Gustav Radbruch) pero que, bien mirado, podía remontarse a los planteamientos de la codificación que tan bien estudió Enrique Gómez Arboleya.

El feliz ciclo -la europeización de España: un viejo anhelo desde el siglo XVIII y en especial a partir del desastre del 98- se remata en 1986, cuando Bruselas nos da la bienvenida con los brazos abiertos: ya somos como los demás. Igual de estupendos que ellos.

¿Qué persona dispensó el soporte de ideas a todo ello? ¿Quién fue el Ortega y Gasset de 1978 y 1986? Las palabras intelectual orgánico resultan poco simpáticas, porque suenan a cortesano. Y peor aún si hablamos de intelectual comprometido: Dios nos libre de tamaños sectarios, como bien nos ha advertido Antonio Muñoz Molina. Pero si hay que poner sobre la mesa un nombre es el de Don Eduardo. Nadie ignora que las cosas no son jamás la obra de un único hombre -sólo Thomas Carlyle se atrevería a afirmarlo- y aquí habría que mencionar también a otros dos juristas, aunque ese calificativo se les quede corto, ambos provenientes del exilio y algo mayores que Enterría: Francisco Ayala (nacido en 1906) y Manuel García-Pelayo (1909). Pero de ellos no es el momento ahora de ocuparse.

¿Fue Don Eduardo importante por sí mismo o más bien el foco lo hemos de poner en su condición de fundador de un grupo de pensadores -la “Escuela de Enterría”, donde se le llamaba y se le sigue llamando “El maestro”, como los doce apóstoles y luego los evangelistas calificaban al Mesías- que, por cantidad y calidad, y por su extensión geográfica ultramarina, no tiene parangón en ninguna asignatura, no sólo del Derecho, en España y aún en Europa? Argumentos hay, si es que acaso la pregunta tiene sentido, para responder de una manera y de la contraria. En pro de lo segundo -el colectivo es lo más valioso- se puede invocar la autoridad de nada menos que Sigmund Freud: educar es lo más difícil del mundo, casi tanto como gobernar y psicoanalizar.

¿Se muestra la obra de Enterría, en muchos aspectos con más de sesenta o incluso setenta años de antigüedad, inmune a los efectos de la erosión? Sin duda que no: acusa el desgaste. Primero, por una razón general: el óxido no descansa, como bien afirma con frecuencia Miguel Ríos, el rockero eterno, quien, a diferencia de Ponce de León en sus excursiones por Florida, sí ha encontrado la fuente de la eterna juventud (la que torna a los viejos, mozos). Pero segundo, y en particular, porque hoy todas las instituciones democráticas, que se habían asentado sobre la partitocracia, sufren el fuego cruzado de los populismos y los nacionalismos de toda laya (si es que por ventura las dos cosas no son una sola), amén de una tercera, la ignorancia sin lagunas de cada vez más gente, lo cual, como siempre sucede con los grandes cambios, encuentra su causa última en los avances tecnológicos, que, al igual que el más corrosivo de los óxidos, no dejan títere con cabeza, porque lo primero que se llevan por delante es la mentalidad social que hasta entonces era mayoritaria.

En esta sufrida tercera década del siglo XXI, no bien repuestos del shock financiero de 2008-2012, que lo arrasó todo, nos han salido al paso, y no sólo en España, infinidad de cisnes negros: COVID, Ucrania, sequía, …, si acaso vuelve uno a leer a Enterría, observa, por poner un ejemplo muy a mano, que se ha producido, sí, una seria disfunción en las fuentes normativas, pero -punto crucial- no por el flanco que él temió (y se aprestó a combatir), sino que el peligro se emboscaba en la esquina siguiente, donde estaban apostados los Reales Decretos-Ley, cuya barrera constitucional -el Art. 86- se ha mostrado débil y de fácil sorteo. Del principio de unidad de solución justa -segundo ejemplo- cabe decir que resulta sencillamente incompatible con la realidad, a poco que, como ha explicado una y mil veces Alejandro Nieto, el discípulo heterodoxo o incluso herético, se miren las cosas sin anteojos. La actuación arbitraria de los poderes públicos -tercera cosa a señalar-, que Enterría quiso desterrar, está a la orden del día, singularmente en lo que tiene que ver con las políticas de normalización lingüística -el palabro se las trae- en tal o cual territorio. Y, para identificar sólo un cuarto punto -y no el menos importante- en el que las cosas son hoy distintas (y peores) a lo que el maestro nos explicó, baste con la mención a la caricatura en la que ha terminado degenerando (más incluso que el promedio de la justicia, que ya es decir) la jurisdicción contenciosa, que se ha dejado arrebatar campos enteros de control de la actividad administrativa por el orden penal, como por ejemplo la contratación pública -donde las compras de mascarillas y demás material sanitario de la época de la pandemia están siendo estudiadas en los Juzgados de Instrucción- o, por encima de todo, el urbanismo: si un Enterría redivivo quisiera ponerse a escribir un Manual en la materia, a quien se buscaría de socio no sería a un Luciano Parejo, sino a un Gonzalo Quintero Olivares.

Otra referencia muy concreta y precisamente de estos días: el embargo de inmuebles de titularidad estatal aunque sitos en el extranjero para llevar a efecto los laudos arbitrales que reconocieron los derechos de los inversores en plantas energéticas renovables frente a los inicuos tijeretazos de 2013/2014. Con los pudorosos modos de nuestros órganos judiciales (que, para empezar, dieron su visto bueno a esas medidas: primer dato de contraste con los tales laudos), esas actuaciones jurisdiccionales de ejecución -total: algo tan elemental y necesario como sustituir la voluntad del deudor rebelde a la hora de seleccionar los bienes con los que cumplir sus obligaciones- resultan sencillamente inimaginables. Cosas casi de marcianos.

Se argumentará que se trataba en el fondo de enjuiciar algo tan singular como una decisión gubernamental de política económica y que tampoco en Francia, por ejemplo, la justicia se habría atrevido a rechistar. Probablemente, pero eso no quita validez a la denuncia de que los órganos arbitrales, accesibles sólo a extranjeros y pensados para inversiones en países exóticos y que hasta ayer fueron colonias, llegan mucho más lejos que el órgano nacional de control de lo que un día fueron las metrópolis.

No digo -hay que puntualizar cuando se habla del pasado- que lo contencioso sea más imperfecto que hace cuarenta o cincuenta años, porque, lejos de idealizar el pretérito, puede y debe recordarse que entonces ya era igual de progubernamental y timorato (y lento). Sólo constato que está muy por debajo de las expectativas que el maestro se había hecho y de las que muchos habíamos llegado a convencernos.

Así sentado el diagnóstico -vivimos, dicho sea salvando las excepciones que confirman la regla, una auténtica calamidad-, cabe debate sobre las causas y la imputación de culpas a sus responsables: el autor de la timorata ley de 1998 o de la infumable reforma de 2015 (para emplear un calificativo que no termina de ensañarse con lo que ha representado un desafuero); los propios jueces, no sólo los del Supremo, que a su vez se defienden echando balones fuera y clamando su condición de poco menos que mártires del trabajo y la injusta incomprensión social; o el hecho objetivo de la cada vez mayor extensión y complejidad del Derecho Administrativo. Se podría estar discutiendo horas y horas.

No faltará quien, no sólo dentro del gremio judicial, apunte a la masificación de los pleitos: la justicia contenciosa habría muerto, sí, pero de éxito, en buena medida, por los actos-masa de la Administración, como las multas de tráfico. Un dato que, por supuesto, está detrás de la estereotipación de las Sentencias, que a su vez es uno de los motivos del descrédito social de la institución judicial: nada desmoraliza y enciende más a los justiciables, después de años de espera, que sentirse considerados como un número.

Vistas las cosas con distancia, lo más probable es que el nada brillante resultado al que hemos llegado no se explique en términos de monocausalidad y a él hayan concurrido, en una u otra proporción, todos y cada uno de los motivos indicados. Más aún: cabe pensar que algunos colectivos sean al tiempo culpables y víctimas. En cualquier caso, resulta obvio que aún no hemos alcanzado el límite del deterioro, porque para los próximos días se anuncia algo parecido a una huelga general de todo el que tiene que ver, más o menos remotamente, con las togas. La cosa promete.

Lo indiscutible es que nos encontramos, quizá junto a las obras hidráulicas, o mejor dicho la ausencia de ellas, o el sistema educativo, ante uno de los que, dentro del sistema constitucional, son verdaderos fiascos, pifias o gatillazos: el idioma de Cervantes es rico en términos para explicar lo que los clásicos del barroco llamaban el desengaño. O quizá el problema resulta más profundo y se halla en el hecho de que habíamos puesto demasiado alto el listón de las ilusiones. Al cabo, somos un pueblo de Quijotes, o sea, de idealistas (o de optimistas irredentes, si se prefiere). Como explicaba Covarrubias, el desengaño presupone haber vivido previamente instalados en lo que representaba un auténtico embauque. Diríase que los celtibéricos (el país al que se refería con desesperación Pedro Mourlane Michalena cuando hablaba con su amigo Jacinto Miquelarena) estamos fatalmente condenados a tropezar una y otra vez -1814, 1823, 1874, 1898, 1923, 1936 …- en la misma piedra, aunque nos resistamos a terminarlo de reconocer: el infortunio no nos ha acabado de curtir lo suficiente.

Sí, el óxido no ha dado un respiro desde los felices días de 1978 y 1986, cuando Don Eduardo nos convenció a todos de que habíamos llegado al reino feliz de los tiempos finales (palabras literales de García-Pelayo) o al término (igualmente venturoso) de la historia (Fukuyama). Si las instituciones se muestran hoy irreconocibles -el tiempo hace estragos y en efecto las condiciones ambientales de presión, humedad y temperatura no son las de hace medio siglo, como sobre todo no es idéntico el ánimo colectivo de los españoles-, de las ideas que las sustentaron se puede decir lo mismo o aún más. El Curso de Derecho Administrativo -en su día, todo un Espejo para príncipes en la gloriosa línea de los libros españoles de los siglos XVI y XVII, aunque también puede ser visto como un Himno a la libertad, en la mejor de las tradiciones-, escrito con Tomás Ramón Fernández, tuvo sus primeras ediciones en 1974 (tomo I) y 1977 (II, donde precisamente se estudia el contencioso). Aunque magníficamente actualizados por el segundo de ellos (y para 2024 se espera una nueva versión, como el mismo Tomás Ramón anunció en el acto de la Complutense en una preciosa intervención), nadie, ni aun sus admiradores más sinceros, podrán negar que el marco español -cada uno de los tres poderes- no responde al retrato, quizá en exceso embellecido o incluso arcangélico en el caso del legislativo y del judicial, que se hace de ellos. Que en el extranjero suceda lo mismo -el mal ya no es privativo nuestro- no sirve de consuelo.

En una laudatio (y un obituario forma parte de ese género, aunque se escriba casi una década después del obitus), el autor suele cometer el error de hablar de sí mismo, más que del homenajeado, o en describir a éste únicamente por su relación con el que escribe. Ruego al lector que extreme su condescendencia y me disculpe por poner sobre la mesa algo de mi experiencia personal en el trato con el maestro. Le conocí en 1981, porque estuvo en el Tribunal de la oposición a Letrado de las Cortes a las que yo concurrí. Me dirigió la Tesis Doctoral y escribió el Prólogo del correspondiente libro. Entre 1984 y 1986 fui Ayudante de su Cátedra o, como se dice en Europa, Asistente. En el ejercicio de la abogacía, nos encontramos luego muchas veces, fuese en la misma trinchera o en la adversaria, como sucedió en 2005/2006 en la OPA de Gas Natural sobre Endesa. Y finalmente tuve el honor de acompañarle -de nuevo con Tomás Ramón- en Sevilla, en junio de 2009, en la que, si la memoria no me falla, fue su última aparición pública en el mundo académico. Una relación, así pues, larga e intensa, aunque, desde luego, nunca de igual a igual, porque la estricta jerarquía del primer momento -el gradiente de la divisoria, por decirlo con la palabra que emplean los físicos- se mantuvo intacta hasta el final.

Pues bien, es de justicia afirmar que, pese a esa insalvable distancia, jamás dejó de responder de inmediato a una llamada telefónica y jamás dejó de escribir agradecido, con esas tarjetas a mano que eran tan suyas, a un envío que yo le hubiese hecho: sabía encontrar tiempo (una vez, eso sí, leído a Borges y hablado un rato con Luis Rosales: el marido de Amparo sólo podía ser un hombre de buen gusto y, en consecuencia, de hábitos así de sibaritas: le vrai luxe, como dicen los franceses) para no dejar a nadie sin atender. Y no era ningún privilegio mío: todos mis colegas podrán atestiguar lo mismo.

Enterría era lo que hoy llamaríamos un influencer (sin militancia en ningún partido: vade retro), como titular de un poder blando –fáctico, como se suele decir con ánimo poco amable- pero efectivísimo, en términos hoy impensables, al menos para alguien del planeta del derecho, socialmente cada vez menos valorado. Un liderazgo como el que tuvo no ya sobre sus discípulos directos, sino en general en la sociedad española, clase política incluida, se construye con ese tipo de gestos y de actitudes. Es la única manera de imponerse de verdad. A uno le puede hacer marqués el Rey, pero hay otros títulos -el de maestro, típicamente- que sólo se conceden desde el pueblo soberano: una suerte de Fuenteovejuna, aunque ahora para los reconocimientos y no para la condena.

Igual es que a Carlyle, con su teoría de que en la historia todo depende de la acción de los superhombres, sí le asistía la razón.