Por Jesús Alfaro Águila-Real

 

Peculium nascitur crescit decrescit moritur: et ideo eleganter Papirius Fronto dicebat peculium simile esse homini” (fr. 40 pr. D. 15, 1.)

El peculio nace, crece, decrece y muere: y… Papirio Fronto decía que el peculio era similar al hombre

 

La perspectiva contractualista del Derecho de Sociedades es correcta pero incompleta. Que sea incompleta no es el problema. El problema es que los defensores de la concepción contractualista del Derecho de Sociedades utilizan las instituciones del Derecho Contractual para explicar fenómenos que pertenecen al Derecho de Cosas. Y es que el Derecho de Sociedades está formado por una pieza de Derecho de Obligaciones y Contratos – el contrato de sociedad – y por otra procedente del Derecho de Cosas en sentido amplio – la personalidad jurídica -. Digo ‘en sentido amplio’ porque, dentro de él, debería distinguirse entre los Derechos Reales, presididos por el principio de especialidad, y el Derecho de los Patrimonios.

Las sociedades con personalidad jurídica son patrimonios dotados de capacidad de obrar cuyo origen está en un contrato entre los que deciden cooperar para perseguir un fin común, fin común que se logrará de forma más efectiva dedicando un patrimonio a su consecución. Esto significa que no es posible explicar todas las instituciones del Derecho de Sociedades sin recurrir al Derecho de Cosas. Pertenecen al Derecho de Contratos instituciones societarias como la celebración del contrato de sociedad, su ejecución (desembolso de las aportaciones, designación de los que han de ocupar los cargos, celebración de juntas…), la modificación del contrato, el incumplimiento del contrato (la impugnación de los acuerdos sociales), la terminación del contrato (la disolución). Pertenecen al Derecho de Cosas instituciones como la formación de la persona jurídica (régimen de las aportaciones), la nulidad de la sociedad, la responsabilidad limitada, los órganos sociales, las modificaciones estructurales para transmitir los patrimonios sociales mediante sucesión universal, la liquidación del patrimonio social y la extinción de la personalidad jurídica pero también la reactivación. E insisto en que, dentro del Derecho de Cosas, el Derecho de la Persona Jurídica es Derecho de los Patrimonios, no Derechos Reales en sentido estricto. Esto significa que las reglas aplicables a los patrimonios son distintas de las reglas aplicables a los bienes singularmente considerados, esto es, de las reglas que se agrupan bajo la calificación de “derechos reales” (propiedad, usufructo, prenda…).

Jurídicamente, ser titular de un patrimonio no es lo mismo que ser propietario de un bien o titular de un derecho real. Y las reglas sobre adquisición – originaria y derivativa – de un derecho real; las reglas sobre transmisión de un derecho real y las reglas sobre extinción de un derecho real no se aplican a los patrimonios. Los patrimonios (no individuales) se forman por aportación a una sociedad o por dotación fundacional, no por ocupación que es como se adquieren los bienes originariamente; los patrimonios se transmiten por sucesión, esto es, mediante la sustitución de la persona jurídica titular lo que se articula a través de las llamadas modificaciones estructurales y no como consecuencia de ciertos contratos seguidos de la tradición (art. 609 CC) que es como se transmiten derivativamente los bienes; los patrimonios se extinguen por liquidación y no por pérdida o destrucción de la cosa o por abandono. Un patrimonio no se puede ocupar, ni se puede comprar ni vender, ni se puede entregar, ni se puede abandonar, destruir o perderse. En este punto es clave el principio de especialidad. Los derechos reales son el prototipo de derechos subjetivos (facultades atribuidas por el Derecho a los particulares para actuarlas en su propio interés) y lo son porque se proyectan sobre bienes singulares. No se pueden proyectar sobre patrimonios. A los patrimonios se les aplican conceptos como el de sucesión (se sucede en la titularidad de un patrimonio) y responsabilidad (se responde de las deudas con el patrimonio).

La concepción patrimonialista de la persona jurídica permite, además, explicar coherentemente las instituciones que tienen una base personal – sociedades en sentido amplio – y las que tienen un carácter fundacional – fundación, trust, sociedad de un solo socio – y sostener una concepción unitaria de la personalidad jurídica.

A partir de una concepción patrimonialista es posible también valorar las innumerables ‘teorías’ sobre la personalidad jurídica que se han ofrecido a lo largo de dos siglos: la teoría de la persona ficta o de la analogía con los seres humanos; las teorías analíticas o normativas (la persona jurídica como ‘paréntesis’ y mecanismo provisional de imputación de normas o de “presentación de normas”) y las teorías que ven a la persona jurídica como una persona colectiva o compuesta (un grupo de individuos unificado). Una concepción patrimonialista da cuenta mejor que las otras tres de la función económico-social de la personalidad jurídica.

En alguna ocasión he dicho que la personalidad jurídica es la innovación no tecnológica más importante de la historia de la humanidad y consiste en formar patrimonios mediante la contribución de muchos y a los que se dota de un ‘gobierno’ que les permite actuar en el tráfico (adquirir bienes y derechos, enajenarlos o cederlos, contraer obligaciones y entablar relaciones con otros patrimonios). Ninguna obra colectiva de los seres humanos podría haberse llevado a cabo sin personificar patrimonios.

Es una innovación universal. Todas las civilizaciones, desde la aparición de las ciudades en el Neolítico, conocen formas de personificación y en todas partes adquieren la forma de personas jurídicas corporativas, esto es, dotadas de órganos que les permiten persistir con independencia de la suerte que sufren los individuos que participan en la corporación. Dotadas, pues, de ‘vida eterna’.

Lo que es específico de Europa Occidental no es, pues, la personificación de los patrimonios. Ni siquiera la forma corporativa. Lo específico de Europa Occidental es la utilización de la persona jurídica para fines empresariales-comerciales o, si se quiere, para acumular capital. La sociedad anónima, (corporation, joint-stock company, compagnie, société anonyme o Aktiengesellschaft) es un ‘invento’ europeo que contribuyó grandemente al desarrollo del capitalismo al permitir acumular capital de forma permanente, lo que las personas jurídicas de China o de la cultura islámica no lograron o solo lograron de forma ‘no escalable’ o generalizable.

Si tenemos en cuenta que sólo en el siglo XVII surgieron las primeras compañías anónimas con centenares o miles de miembros a pesar de que la corporación, como he dicho, existe desde la aparición de las ciudades y era bien conocida desde la Edad Antigua y que sólo se generalizará como forma de empresa en el siglo XX, deberíamos preguntarnos qué impidió su utilización en cualquier Sociedad humana que hubiera conocido un desarrollo importante del comercio como el Imperio Romano o el Imperio Mongol o el Imperio Otomano. Hay razones de oferta y de demanda.

Las de demanda tienen que ver con la existencia misma de una ‘sociedad civil’ diferenciada del poder político. Si no hay ‘sociedad civil’ propiamente dicha, es imposible que surjan corporaciones privadas y sin corporaciones privadas no hay necesidad de formar grandes patrimonios al margen del patrimonio del rey o del Estado (Commonwealth, respublicae).

Del lado de la oferta, se comprenderá que se necesitan elevados niveles de confianza social para que la corporación comercial florezca y se consolide. Esa confianza social existía sólo en las ciudades de los Países Bajos y en Londres, pero incluso ahí tardó siglos en consolidarse y permitir la generalización en el uso de la sociedad anónima para emprender cualquier actividad manufacturera. Simplemente, los riesgos de que los inversores perdieran su dinero porque el patrimonio de la corporación acabara en los bolsillos de los que la gobernaban eran inmanejablemente elevados porque debían sumarse a los elevados riesgos asociados al desarrollo de las empresas ‘adventures’ comerciales para las que se necesitaban grandes sumas de capital.

¿Por qué no se ha abordado antes entre los mercantilistas la persona jurídica desde esta perspectiva?  A mi juicio, por dos razones. La primera tiene que ver con la elaboración de los conceptos: la idea de la persona jurídica es mucho más antigua que la de patrimonio, de manera que se asociará a la de corporación – collegium y no a la de patrimonio. La segunda es que no es hasta la Codificación que puede elaborarse un concepto unitario de persona jurídica para referirse a cualquier patrimonio dotado de capacidad de obrar.

Si no aceptamos que los romanos y los justinianeos tenían ya un concepto de persona jurídica, al menos deberíamos considerar al Derecho Canónico de los siglos XII y XIII como el padre de la ‘criatura’. Es decir que el ‘concepto’ de persona jurídica es bien antiguo. Pero el de patrimonio como conjunto de todos los bienes, derechos créditos y deudas de un individuo se empieza a teorizar en el siglo XIX. Es verdad que el concepto de universitas iuris y rerum es mucho más antiguo, pero los estudiosos del Derecho de Sociedades no han recurrido a él en el siglo XX, en lo que me consta, para elaborar los problemas relativos a la personalidad jurídica de las sociedades.

A este desfase temporal en la elaboración de los conceptos ha de añadirse que la construcción de la personalidad jurídica se reservó para las formas corporativas, como digo, hasta la Codificación. De ahí que los alemanes no hayan disfrutado de una concepción unitaria de la persona jurídica hasta prácticamente el siglo XXI y aún hoy distinguen entre patrimonios con capacidad de obrar y personas jurídicas (Rechtspersonen). Los anglosajones han tendido a considerar a las personas jurídicas como personas colectivas, porque para personificar un patrimonio que no perteneciera a un grupo de personas disponían del trust.

Fueron los franceses los que, al suprimir la copropiedad en el Code civil, se vieron obligados a reconocer personalidad jurídica a las sociedades de personas, unificando así a las sociedades de personas y a las sociedades anónimas en el plano patrimonial: ambas eran sujetos de derecho dotados de capacidad jurídica y capacidad de obrar.

Es lógico, por esta razón que ni los autores alemanes ni los autores anglosajones pudieran elaborar una teoría unitaria de la personalidad jurídica.

Los dos libros alemanes sobre la persona jurídica de la segunda mitad del siglo XX no pueden calificarse de exitosos.

Flume Die juristische person, 1983; Uwe John, Einheit und Spaltung im Begriff der Rechtsperson, 1982; Uwe John, Die organisierte Rechtsperson: System u. Probleme d. Personifikation im Zivilrecht, 1977). He criticado la concepción de Flume en estas dos entradas del Almacén de Derecho Flume y las personas jurídicas: (i) su tesis, Almacén de Derecho 2019, Flume y las personas jurídicas: (ii) aplicaciones. Almacén de Derecho 2019. La tesis de John la he resumido en esta entrada. ¿Cuáles son los rasgos que nos permiten identificar la existencia de una persona jurídica, Derecho Mercantil, 2015. 

Uwe John descarta, acertadamente, construir el concepto de persona jurídica a partir del de derecho subjetivo. En efecto, como he dicho, los derechos subjetivos sólo se ostentan sobre bienes singulares. Sobre patrimonios, lo que hay es titularidad y las normas sobre derechos reales no se aplican a los patrimonios porque no se pueden ostentar derechos subjetivos sobre los patrimonios. John, por tanto, descarta utilizar el concepto de derecho subjetivo pero lo hace por razones equivocadas. Dice que el derecho subjetivo es una base inútil para estudiar el problema del significado de la personalidad jurídica por

“su pobreza de significado y su falta de contornos definidos. El concepto de derecho subjetivo tiene que cumplir tantas funciones en un sistema jurídico que sirve para todo y para nada. Con razón se ha dicho que el concepto de derecho subjetivo es una simple manera de designar globalmente las exigencias de la justicia para el individuo frente al Derecho. Por tanto, la cuestión de si en el Derecho hay un concepto unitario de persona o no, no debe decidirse con la alternativa sistema monístico/dualístico; sino que la directiva debe ser: tanta unidad como sea posible, tantas distinciones como sean necesarias”.

El error de John, a mi juicio, está en que no aplica el principio de especialidad de los derechos reales que es lo que permite dar concreción al concepto de derecho subjetivo en relación con los bienes de modo que su estrategia analítica va en la línea correcta pero es imprecisa. Se fija en la capacidad de obrar (recuérdese el tenor del art. 38 CC) y dice que el concepto de persona jurídica debe formularse como “atribución de una actuación a alguien” – lo que tiene mucho que ver con la ‘capacidad’ de los patrimonios para que les imputemos bienes, derechos y obligaciones, esto es, para explicar las relaciones de pertenencia – de bienes y derechos a un patrimonio – y la imputación – de créditos y deudas – a un patrimonio. Dice John que “un sujeto” – una persona jurídica – es alguien distinto del resto en la medida en que le podemos imputar una actuación, un comportamiento, una conducta. Por tanto, son personas los que deciden, los que toman decisiones, los que actúan y, en primer lugar, los individuos que actúan por cuenta propia. Los incapaces no pueden actuar y, por tanto, el poder de decisión sobre ellos se “descentraliza”, es decir se traslada a otros individuos (el titular de la patria potestad, el tutor). Con las personas jurídicas, el poder de decisión se traslada de los individuos que forman parte de la organización a los individuos que actúan por cuenta de ellos en el seno de la organización. Un individuo adulto y capaz no necesita de una organización para actuar y, por tanto, representa el caso más simple de personificación. Puede ampliar sus posibilidades de actuar creando una organización. La más simple es otorgar un poder. En el caso de un individuo, la ampliación de la capacidad de actuación es voluntaria mientras que en el caso de una persona jurídica es necesaria. Así pues, el primer y primigenio elemento de la personalidad jurídica es la capacidad de actuar con efectos.

En mi construcción, que sigue a la de algunos pandectistas, esa capacidad jurídica o de imputación la tienen los patrimonios y, como todo individuo tiene un patrimonio y no puede haber individuos sin patrimonio, por extensión, la tienen los individuos. Dice John que los efectos se producen sobre aquellos bienes que responden de la actuación del sujeto. El punto de partida es aquí que cualquier persona debe estar a las resultas de sus actos, responde, lo que significa que produce efectos jurídicos con sus actuaciones que tienen consecuencias.

«La cuestión práctica fundamental en último término es la posibilidad de ejecutar forzosamente los bienes de esa persona. La persona es titular de un patrimonio en el sentido de que tiene la posibilidad fáctica de usar un conjunto de bienes y tiene poder jurídico sobre esos bienes. La ejecución forzosa implica que se priva a esa persona de esos poderes (derechos subjetivos). Eso es lo que significa responder… Lo que distingue, pues, a una persona es la capacidad para responder… Pero el patrimonio responsable no tiene por qué ser el único que puede ser atacado por los acreedores. Así ocurre en la mayoría de las personas jurídicas pero la exclusividad del patrimonio atacable es sólo un paso hacia la completa autonomización, no un presupuesto de la misma”.

Con esta última restricción (que se justifica porque en las sociedades de personas los socios responden con su patrimonio de las deudas que pertenecen al patrimonio social), a mi juicio, John debilita la potencia de su elaboración ya que, al distinguir entre separación y aislamiento patrimonial, no puede definir directamente a la persona jurídica como un patrimonio dotado de capacidad de obrar, es decir, que dispone de mecanismos – órganos o individuos – que pueden actuar con efectos sobre ese patrimonio.

Esta limitación del análisis de John se traslada al análisis de lo que se conocen como “atributos” de la persona jurídica. Como no parte del concepto de patrimonio, dice que las personas jurídicas tienen que tener un nombre porque, para que reconozcamos la existencia de alguien que actúa, tenemos que poder identificarlo en el tráfico. No hay persona que no esté dotada de identidad, de un nombre o una razón social. Si hay que recurrir a los nombres de los que forman parte del grupo para identificar a éste, será una señal de que nos encontramos con una insuficiencia de autonomía. El domicilio nos permite situar geográficamente al sujeto, es decir, determinar “dónde se le puede encontrar y entrar en contacto con él”. No hay personas sin domicilio. Pero, de nuevo, la discusión se simplifica si, en lugar de reconocer “la existencia de alguien que actúa”, decimos que los patrimonios sólo se personifican cuando se les asigna una denominación que permite identificarlos (delimitarlos será tarea, entre otras instituciones, de la contabilidad).

Dice John que hay tres piezas en la personalidad jurídica:

1. la existencia de una simple organización para actuar (el individuo es la organización mínima, la representación es una forma simple de ampliar la capacidad de actuación y la creación de una organización la más compleja);

2. la separación patrimonial, es decir, la identificación de un conjunto de bienes con los que el que actúa responde de sus actos y

3. la identificación del que actúa con un nombre. La primera se define mejor, a mi juicio, como “gobierno” del patrimonio social. La segunda, como la existencia de un patrimonio y la tercera como la identificación del patrimonio.

La falta de claridad se debe a que John no parte del concepto de patrimonio, sino del de separación patrimonial y, al hacerlo así, desaparece la posibilidad de establecer una delimitación estricta entre fenómenos dotados de personalidad jurídica y fenómenos carentes de personalidad jurídica. Esto se refleja bien en lo que John dice sobre la personalidad jurídica de las sociedades de personas. Así, afirma que la diferencia entre la sociedad civil y las sociedades mercantiles se encuentra, sobre todo, en la menor “identidad”. Las sociedades mercantiles de personas están personificadas en cuanto que reúnen las tres piezas indicadas. Las figuras más alejadas de las anteriores pero que están en el mismo ámbito son la comunidad de herederos y la sociedad de gananciales. Carecen de identidad pero actúan y constituyen patrimonios separados. Sus características diferenciales se explican por la función que cumplen en el seno del Derecho de Sucesiones y de Familia. Se relativiza con ello la distinción entre existencia o ausencia de personalidad jurídica. Pero – dice John –  no se trata de disolver el problema de la capacidad jurídica en un continuum difuso, sino de explicar con exactitud dónde se encuentra la capacidad jurídica plena y cómo se relaciona y distingue de grados menores de personificación entendida como posibilidad de considerar que alguien es alguien distinto del resto. Cuando es un grupo de personas, dirá la doctrina, hablamos de unificación del grupo que aparece como alguien que actúa en el tráfico como un solo individuo – bajo un nombre común – y que responde como grupo de esas actuaciones con un patrimonio que está separado del patrimonio individual de cada uno de los individuos.

En definitiva, a John le faltó dar el paso de construir la personalidad jurídica a partir del concepto de patrimonio.

Flume apenas mejora la exposición de Savigny – a quien sigue con bastante fidelidad – y su mayor mérito fue convencer a los alemanes de que las sociedades de personas tenían capacidad jurídica y capacidad de obrar, pero siguió manteniendo la diferencia radical entre la personificación de las sociedades de personas – grupos – y las corporaciones. Sólo estas eran personas jurídicas plenas y claramente separadas de sus miembros. Sorprende que la discusión al respecto – de Savigny con Gierke – fuera la segunda más famosa de la historia del Derecho en el siglo XIX – la primera fue la de Savigny y Thibaut sobre la necesidad de un Código para Alemania – y que de la misma no resultara una concepción aceptable universalmente de lo que sea una persona jurídica.

En cuanto a Inglaterra y los EE.UU, apenas hay literatura sobre la personalidad jurídica y la que hay no pasa de considerar a la corporation como una persona colectiva. La discutible calidad de la jurisprudencia del Tribunal Supremo sobre la personalidad jurídica (Hobby Lobby, United Citizens) prueba lo que estoy diciendo. La evolución del pensamiento anglosajón al respecto sobre el que tuvo una gran influencia Maitland que incorporó las doctrinas gierkianas a la discusión.

Pero, a mi juicio, lo que permite probar el desfase entre el concepto de persona jurídica y el de patrimonio, es el hecho de que hasta finales del siglo XIX la fusión entre sociedades por vía de sucesión universal no era posible en ningún ordenamiento europeo. Esto significa que, hasta finales del siglo XIX, ¡el Derecho no había inventado un sistema simplificado para transmitir patrimonios! ¿Cómo es posible que tardáramos tanto tiempo en diseñar mecanismos para permitir la transmisión de patrimonios inter vivos a título universal cuando los romanos ya habían inventado hacía veinte siglos la sucesión universal mortis causa y habían inventado que las deudas se heredasen? Los romanos no podían inventar la persona jurídica porque la responsabilidad en Roma no era patrimonial, sino personal. Pero inventaron la herencia yacente y ‘descubrieron’ que las deudas podían heredarse.

De nuevo, hay aquí razones de demanda y de oferta implicadas. Una economía como la pre-contemporánea en la que no existían grandes patrimonios comerciales privados formados con las aportaciones de multitud de individuos tampoco tenía necesidad de reglas que facilitaran la transmisión uti universi de los patrimonios y, cuando aparecen las primeras sociedades anónimas, la posibilidad de transmitir las acciones como ‘cosas’ singulares – lo que fue posible desde el primer momento en el caso de Holanda – cubre las necesidades de liquidez de los que contribuyeron a su formación y de preservación del patrimonio íntegro simultáneamente sin necesidad de proceder a la transmisión del patrimonio social en bloque.

Del lado de la oferta, sin embargo, los juristas, obsesionados con la propiedad, la relación jurídica y el derecho subjetivo, descuidaron el estudio de los patrimonios y abordan la transmisión de los patrimonios uti universi mediante la aplicación analógica de las normas sobre transmisión de bienes singulares equiparando un patrimonio a un bien singular, eso sí, sui generis. En los Derechos donde estas componendas no eran bien vistas por la clase de los juristas – Alemania – y donde no existía el trust, se exige la intervención del legislador y la promulgación de leyes sobre fusiones de sociedades empezando, naturalmente, por las compañías de ferrocarriles.

Para entonces, empezaba a ser tarde para conectar la doctrina de la persona jurídica con la doctrina del patrimonio. Pero la conexión es ¡tan obvia!: Juan o Manuela son, a los efectos del Derecho Patrimonial, sujetos titulares de un patrimonio y, como tales, perfectamente equiparables a Mercadona o Vat Services SL. No se hipostasia la persona jurídica por equiparar en el aspecto patrimonial a una persona jurídica con Juan o Manuela. No se confunde el pensamiento sobre objetos que no existen realmente con su supuesto conocimiento. Lo haríamos si atribuyésemos a las personas jurídicas bienes de la personalidad. Pero una teoría como la que he expuesto no lo hace. Ni reconoce a las personas jurídicas derecho al nombre, ni derecho al honor, ni derecho de asociación. Como no les reconoce – ni nadie lo hace – derecho a votar o a contraer matrimonio.


@thefromthetree