Por Luis Fernández del Pozo

 

Tan pronto como a sus gestores resulte “evidente” –más probable que improbable- que el acaecimiento de la insolvencia empresarial es previsible en un horizonte temporal razonablemente próximo, está en el interés de los acreedores –en realidad, de todos los stakeholders– la intervención tempestiva de la situación de riesgo de crisis. Situación o estado, económico y financiero, que los economistas califican de dificultades financieras (financial distress”) y en la Directiva de reestructuración preventiva de probabilidad de insolvencia (likehood of insolvency). Con todo, la eventual intervención preventiva dentro de los “marcos” de reestructuración preconcursales no es desde luego algo inocente –puede incluso que haya un problema con relevancia constitucional- porque supone la sustitución del paradigma de la tutela del derecho individual (para cancelar la deuda o modificar sus condiciones se requiere su consentimiento; el acreedor puede exigir individualmente el cumplimiento y ejecutar las garantías sin recurso a los otros acreedores) por un paradigma jurídico alternativo de forzoso ejercicio colectivo de los derechos regido por reglas de mayoría con eventual “expropiación” de la posición jurídica del disidente o de la clase de disidentes.

La cosa es que bajo el modelo habitual justificativo de la eficiencia de los mecanismos preventivos de reestructuración (la creditors´ bargain theory), puede compartirse que en una hipotética situación ex ante los acreedores hubieran preferido un diseño institucional consistente en ese mecanismo colectivo de reestructuración –conservando eso sí los privilegios de cobro con que contaran previamente- antes que esperar a la irreversibilidad de la crisis con la obtención de un valor liquidativo que puede llegar a ser nulo. Es a priori preferible una reestructuración ordenada antes que una liquidación forzosa, aunque sea como venta del negocio en globo de unidades productivas y con mucha más razón cuando sea una mediante liquidación singular, por el inevitable descuento sobre el precio de mercado susceptible de obtener.

No obstante todo lo anterior, es manifiesto que la política de tratamiento preventivo de las crisis empresariales en España ha resultado un sonado fracaso. Las estadísticas demuestran de manera harto concluyente que en un 95% de los casos el concurso queda reducido a la liquidación del deudor y que nuestros deudores llegan casi en su totalidad en una situación patrimonial muy degradada e irreversible, es decir, en la que no es viable la reestructuración con fines conservativos. La estadística suministrada por el Colegio de Registradores muestra que el problema se cronifica: la situación se mantiene a pesar de las numerosas reformas legislativas. Ni los acreedores (que no obstante cuentan con el ilusorio privilegio instante del concurso) ni mucho menor el deudor  (trufado de sesgos anti-concursales de todo género y de prejuicios culturales;  temeroso de perder el control de “su” empresa) tienen incentivos suficientes para la actuación tempestiva. A esto se añade, en España, la evidencia insoslayable de una marcadísima aversión a acudir al juez de lo concursal con un “índice de concursalidad” (número de concursos abiertos por número de empresas) anormalmente bajo en Derecho comparado (de los más bajos del mundo) y que no ha sido explicado suficientemente. Parecemos estar condenados de un lado a tolerar el alarmante fenómeno de millones de “empresas zombie” que consumen recursos de todos y que afecta a millones de entidades en nuestro Limbo particular y, de otro, a un moderadísimo éxito de los procedimientos preventivos concursales y preconcursales. Está por ver si tras la cuidadísima reforma de lo preconcursal, a pesar de su calidad técnica innegable, habrá un número mayor de planes de reestructuración que de los viejos acuerdos de refinanciación (estamos hablando de algún centenar de casos al año, por cierto que el mismo número que de los acuerdos extrajudiciales de pagos abiertos).

Por si fuere poco, la excepcional situación de la pandemia se ha afrontado por nuestro legislador con normas también excepcionales de suspensión de deberes de solicitar el concurso (moratoria concursal) y de no-consideración de pérdidas del Covid en ejercicios posteriores que, prolongando su aplicación en el tiempo fuera del periodo de alarma, producen un cierto efecto narcotizante sobre la escasa propensión de los administradores a afrontar tempestivamente la crisis retroalimentando los incentivos perversos preexistentes.

Expuesto todo lo anterior, no deja de sorprender la opción de nuestro legislador de no reformar el estatuto material de los deberes de diligencia y lealtad a pesar de que la detección de la probabilidad de la insolvencia compromete o debería comprometer la responsabilidad de los administradores en la propia lógica de la Directiva de reestructuración. Efectivamente, debe leerse lo establecido en el artículo 3 de la Directiva (alerta temprana) con lo previsto en su artículo 19 sobre obligaciones de los administradores sociales en caso de probabilidad de insolvencia lo que traducido al Derecho español significa lo siguiente:

  • Los administradores deben poner en marcha los instrumentos y medios necesarios, organizativos y materiales, para la tempestiva diagnosis de la probabilidad de insolvencia. Esos instrumentos se ajustarán al tamaño y sector de la actividad o su forma de organización. Así, en las sociedades con estructura dualista la responsabilidad se repartiría e el órgano de supervisión o vigilancia y la dirección; y en las cotizadas juega especial papel el reparto de funciones entre los diversos vocales de las diferentes comisiones. La posibilidad de acudir a esas herramientas tempranas coadyuva al cumplimiento del deber y compromete la responsabilidad cuando pudiendo (a coste razonable) no lo hace. El deber de diagnóstico no es puntual –referido a un momento idóneo- sino permanente. En todo caso, el diagnóstico de la solvencia/fiabilidad es imprescindible para el correcto cumplimiento de los deberes contables y la elaboración del informe de gestión. En el peor de los casos –si quiebra el principio de empresa en funcionamiento- deberán formularse cuentas con arreglo a otros principios contables distintos de los ordinarios.
  • Cuando aceche la insolvencia y aunque la mayoría de la doctrina española piensa otra cosa, a mi juicio, quedan modalizados los deberes de diligencia y de lealtad que pesan sobre los administradores. En lo que hace al deber de lealtad de los administradores, el “mejor interés de la sociedad” incluye o incorpora el propio interés de los acreedores a la supervivencia de la sociedad (teóricamente cuanta mayor sea la gravedad de la crisis mayor deberá ser la ponderación en eso que se califica de “duty shifting”). Nuestro art. 227.1 LSC que debe ser interpretado “conforme” a lo dispuesto en el artículo 19.1 de la Directiva.
  • En lo que hace al deber de diligencia, la regla de protección de la discrecionalidad empresarial contenida en el art. 226 LSC debe ser interpretada a la luz de lo establecido en el artículo 19 de la Directiva. Obsérvese que para que opere la regla de no-injerencia judicial que la regla entraña entre los requisitos se encuentra el de actuar con “información suficiente” y con “arreglo a un procedimiento de decisión adecuado”. Aquí, ex art. 19 b) Directiva, producida que sea la probabilidad de insolvencia, pesa sobre el administrador, en sentido positivo proactivo, la puesta en marcha tempestiva de soluciones adecuadas para prevenir la insolvencia: negociar un arreglo extrajudicial (normalmente mediando un stay); negociación de un acuerdo de reestructuración (para la conservación de empresa) o, en fin, el concurso (convenio o liquidación concursal). Mientras tanto, ex art. 19 c) de la Directiva, es obligación del administrador ajustar su conducta o actuación para que no quede comprometida la solvencia de la empresa (algunos hablan de diligencia reforzada). O en palabras de nuestra Ley Concursal a propósito de la condena de cobertura del déficit ex art. 456 TRLC: cuando dicha actuación “genere o agrave la insolvencia”.

En puridad, con la (necesaria) trasposición al Derecho español de lo previsto en el art. 19 de la Directiva, aunque sea por el expediente de la “interpretación conforme” a Derecho europeo, no se produce una quiebra de la business jugment rule y en este sentido la opción seguida por la comisión de sabios redactora del borrador de anteproyecto de Ley puede parecer acertada toda vez que, como ha puesto de manifiesto de una manera muy mayoritaria la doctrina italiana o alemana en cuyo sistema se ha introducido una regla expresa formal dentro del tratamiento material del deber de diligencia, el retoque de los preceptos societarios correspondientes constituiría un pleonasmo por lo innecesario y puede resultar perturbador por cuanto podría dar a entender al intérprete de una hipotética norma español similar a la existente en Derecho alemán o italiano (en sede de la gestione dell´impresa, el artículo 2086 del  códice civile traduce al italiano lo que en alemán dice el § 93, Abs. 1 AktG) que en situación preconcursal, superado el umbral de la probabilidad de insolvencia, existiría una derogación singular del estándar común de la regla de la discrecionalidad empresarial por otra regla jurídica alternativa. Tal cosa no es lo que pretende la Directiva: aunque se diere la situación de la probabilidad de insolvencia no hay obstáculo a que siga surtiendo efectos la protección dispensada por la regla de discrecionalidad en cuanto, por ejemplo, a la elección del idóneo mecanismo de rescate que haya decidido el administrador aunque si no cumple con sus deberes de información no sería excusable la ignorancia que le llevare a no adoptar medidas preventivas de manera tempestiva.

Dicho lo anterior, no puede compartirse la falta de atención de los autores de la reforma por dotar al sistema concursal y/o societario español de

 

un régimen sancionador

adecuado –eficaz- de los incumplimientos del deberes descritos arriba de prevención de la insolvencia:

Ciertamente la singular institución de la responsabilidad por deudas del art. 367 LSC (por no promover la disolución, el concurso o el preconcurso) desempeña un cierto papel preventivo de la insolvencia en la medida en que la “pérdida grave de capital” del artículo 363.1 e) LSC funcionaría como una suerte de indicador de la probabilidad de insolvencia. No obstante lo anterior, saltan a la vista las insuficiencias y lagunas tuitivas del mecanismo. Para empezar, el hecho de la pérdida grave de capital es un pobre –si se quiere: rústico- indicador de la probabilidad de insolvencia como tiene reconocido en su jurisprudencia el TS: no sirve nuestra pérdida grave de capital como indicador anticipado de la insolvencia y con mucha más razón cuando, como consecuencia del COVID y de las sucesivas prórrogas, se ha debilitado el mecanismo con la posibilidad de no considerar las pérdidas en pandemia: tras la reforma de lo previsto en el Real Decreto legislativo 1/2010, de 2 de julio, por el art. 65 Real Decreto-ley 20/2022, de 27 de diciembre hasta las cuentas del año 2014 a estos efectos no se consideran pérdidas las sufridas en los años 2020 y 2022. Además, la responsabilidad por deudas solamente beneficia a los acreedores por deudas posteriores a la causa de disolución (o a la aceptación del cargo) y no a los acreedores anteriores incluso aunque las deudas fueran contraídas tras la constatación de la probabilidad de insolvencia.

En cuanta a la otra figura capital que es la condena a la cobertura del déficit del art. 456 TRLC, tampoco puede decirse que sea un eficaz remedio frente a los usualmente graves incumplimientos de tratamiento tempestivo de este tipo de situaciones. Por su diseño institucional la “sanción” exclusivamente funciona cuando se haya abierto el concurso y la sección de calificación fuera formulada o abierta como consecuencia de la apertura de la fase de calificación: no ha pasado por mente al legislador la idea de crear una figura análoga de cobertura del déficit preconcursal. Amén de todo ello, los condenados son “personas afectadas por la calificación en la medida que la conducta de estas personas que haya determinado la calificación de concurso como culpable hubiera generado o agravado la insolvencia” lo que castiga en principio comportamientos muy posteriores en el tiempo a la existencia detectable de la mera probabilidad de insolvencia: la presunción de culpabilidad por incumplimiento del deber de solicitar el concurso del artículo 444.1º TRLC debe leerse a la luz de lo establecido en el art. 5 TRLC según el cual, “el deudor deberá solicitar la declaración del concurso dentro de los dos meses siguientes a la fecha en que hubiera conocido o debido conocer el estado de insolvencia actual».

Así las cosas, no queda más remedio que repensar el entendimiento que ahora se practica en nuestros tribunales, generoso en la disculpa de la conducta de los que optan por el cierre de hecho o la entrada tardía en el juzgado, a la acción individual de responsabilidad de los administradores para tratar de construir una interpretación conforme a la Directiva de lo que podría consistir en una suerte de acción de cobertura del déficit preconcursal por actuaciones que aumenten la probabilidad de insolvencia en el supuesto más que probable que acreedores de peor rango y socios no cobren nada en el plan homologado. Pero de ello hablaré otro día.