Por Gonzalo Quintero Olivares

 

El art.5 CP proclama que no hay pena sin dolo o imprudencia, por lo que está fuera de duda el carácter nuclear del dolo no solo para el estudio doctrinal del Derecho Penal, sino también para el cumplimiento del principio de legalidad y, con él, la constitucionalidad del sistema punitivo. El problema es que el significado del dolo no está explicado por la Ley, por lo que queda remitido al análisis doctrinal y jurisprudencial. Precisamente por eso, la seguridad jurídica, que, como es lógico, también debe alcanzar al dolo, se encuentra en una cierta fragilidad precisamente por ser un concepto sin “protección legal formal”, lo que no supone que sea un concepto “de interpretación libre”, como a veces sucede, olvidando que el dolo es el eje del hecho subjetivo, que es la mitad de la tipicidad.  

Es realmente  preocupante, en pro del respeto al principio de legalidad, que el contenido de una tipicidad penal pueda tener un alcance ‘incontrolable’ según cuál sea la manera de entender el dolo. Y un buen ejemplo, y de ahí su traída a estas páginas, ha sido el modo de entender los conceptos de dolo, dolo directo y dolo eventual, en la ya famosa sentencia de los ERE, de la que me he ocupado en este mismo medio (Almacén de Derecho, 19/9/22). En ese fallo se puede apreciar cómo entiende una parte del TS el significado del dolo directo y del dolo eventual. Adelanto que, si esa idea se impone, las consecuencias pueden plasmarse en una desmesurada ampliación del ámbito de lo castigado en los delitos dolosos.  

La Sentencia del caso ERE tiene muchos rincones oscuros y censurables. De entre esos puntos quiero destacar el que atañe a la construcción de los conceptos de dolo eventual (por la Audiencia Provincial) y de dolo directo (por el voto mayoritario en la Sentencia del TS). Ambos temas son muy acertadamente analizados en el voto particular que obra en el fallo del TS, y en el que, en síntesis, se dice, ante todo, que para la AP hubo dolo eventual porque los acusados, los cinco procesados ajenos a la Consejería de Empleo en donde se dieron las desviaciones de ayudas o subvenciones, asumieron la eventualidad de que los fondos fueran objeto de disposición con fines ajenos al fin público. Para fundamentar esa asunción de riesgo, bastaba con apreciar que hubo conocimiento del peligro concreto que la conducta desarrollada (intervención prelegislativa en la regulación de un sistema de ejecución del programa) suponía para el bien jurídico. Esto es, conciencia de riesgos sumamente relevantes que no hicieron desistir a los acusados. Siguiendo formalmente a alguna jurisprudencia se dijo por la AP que se trataba de un concepto “normativo” de dolo eventual, en el que prima el elemento intelectivo o cognoscitivo sobre el volitivo, al estimar que el autor obra con dolo cuando haya tenido conocimiento del peligro concreto jurídicamente desaprobado para los bienes tutelados por la norma penal, sin que sea preciso indagar en componentes volitivos adicionales.  

El problema, insalvable, es que ese entendimiento del dolo eventual, como correctamente denunció el voto particular, degrada la importancia del componente volitivo, requiere una clara presencia del elemento cognoscitivo referido a  la “alta probabilidad del resultado”, componente que tampoco se puede afirmar porque es imposible partir a priori de la “razonable aceptación” de que los funcionarios de la Consejería de Empleo, que serían los que efectivamente habían de conceder las ayudas, con gran probabilidad habrían de corromperse y desviar los fondos, pues se trataba de funcionarios que hasta entonces habían observado una conducta irreprochable, lo cual no puede cuestionarse con un  juicio ex post que pretende demostrar las circunstancias “ex ante”. 

Mayor censura merece  la  posición del TS, pues, a diferencia de la AP, que apreció (incorrectamente) dolo eventual en la conducta de los procesados ajenos a la Consejería de Empleo, va más allá y ve dolo directo en la malversación (por omisión) afirmando (sin prueba alguna) que en su conducta  había una “unidad de plan” con los que activamente desviaron los fondos, puesto que esa era la continuación necesaria de la prevaricación que fue crear un sistema de ayudas distinto al normal, pues el dolo directo de la prevaricación prosiguió y cubrió la malversación omisiva Dejando de lado la dificultad de establecer sobre un  mismo hecho un autoría por acción y otra por omisión o por autoría “detrás de la autoría”, así como el grave error de establecer libremente un tracto continuado entre la pretendida prevaricación y la ulterior malversación, hay que preguntarse cómo se ha podido torcer y diluir hasta ese extremo el significado del dolo.

Es cierto que las descripciones y requisitos del dolo han ido evolucionando. En un momento dado se aceptó que era preciso diferenciar entre dos elementos, el cognoscitivo, que en su momento  incluía también la conciencia de la antijuricidad o de la prohibición (dolus malus), y el volitivo, cuyas diferentes maneras de presentarse habrían de dar lugar a las diferentes “clases” de dolo (directo, indirecto, eventual). Luego se acusó de poca solidez a esa formulación del concepto por la dificultad de probar lo que el sujeto conocía o lo que el sujeto quería y se defendieron explicaciones  más susceptibles de comprobación o suposición razonable.  Se partía, con cierta razón, de que era artificiosa la configuración del dolo por dos elementos (cognitivo y volitivo con sus respectivas variaciones) lo que obligaba a indagaciones sobre esos niveles internos, y eso escapa al examen psicológico y  resulta difícil su verificación en el proceso penal. En suma, se precisan explicaciones que sean aptas para contribuir a la mejor aplicación de la justicia mediante la presencia de pruebas válidas. 

¿Pero a dónde hemos ido a parar? Lamentablemente a una permanente reformulación de lo que se debe calificar de conducta “dolosa”, utilizando, sin decirlo, razonamientos propios  de la responsabilidad objetiva, supuestamente superada en nuestro derecho.  Fórmulas “prácticas”, que hagan más fácil la prueba del dolo reduciendo sus requisitos, proceso que ya vislumbró hace muchos años Bricola (en “Dolus in re ipsa”, 1960). Eso pasa por el recurso a presunciones, muchas veces sin base alguna, como en la Sentencia analizada, especialmente cuando se habla de imputación de resultados por conocimiento potencial de su probabilidad o de la conciencia del riesgo inherente a  la acción. Por esa vía se sustituyen aquellos elementos cognoscitivo y volitivo, a lo que solo se  vuelve si se abren otras vías para declarar su concurrencia.  

No hay duda de que en el proceso se han de valorar aspectos subjetivos del suceso como son la aceptación del riesgo en la decisión de actuar, o la potencialidad del conocimiento del resultado posible. Pero si eso no se hace con enorme rigor el resultado será la desaparición de la indagación sobre la psique del sujeto, tarea difícil mas no por ello hay que renunciar a intentarla, y, sobre todo, que será casi imposible diferenciar la conducta dolosa y la conducta imprudente.

Particularmente grave es dar por supuesto el elemento cognitivo, pero más grave aún es la degradación del elemento volitivo. La mayor pena imponible, a la conducta dolosa solo puede entenderse porque el autor ha querido, de un modo u otro, dañar bienes jurídicos ajenosEs esa ‘volición del daño’, que no puede darse por supuesta, lo único que puede justificar la imposición de una pena mayor.  Claro está que subsistirá la presencia de componentes valorativos, pero referidos a hechos regidos por el principio de taxatividad, y no a hechos de variable significación. Y, por supuesto, la solución no puede ser renunciar a todo componente volitivo, y en su lugar acudir a la prohibida íntima convicción, de la que tanto uso se ha hecho en este caso.

El preocupante rumbo de un pequeño sector doctrinal partidario de prescindir del elemento volitivo, ahora reforzado por el TS (al menos, en este fallo) se traduce en  discursos que aparentemente simplifican los problemas reformulando los conceptos de dolo, dolo eventual y culpa consciente,  prescindiendo de la indagación en los procesos internos, y en su lugar acudir a ideas como las de potencial conocimiento del peligro inherente a la acción u otras parecidas que en esencia entienden que con un elemento cognoscitivo sólido, y nada más, es perfectamente posible construir el dolo.  

Indudablemente en los delitos de simple actividad y en los delitos de pura omisión eso es lógico. Las dificultades aparecen con los delitos de resultado. Prescindiendo de los óbices que nacen para abrir un espacio al dolo eventual y a la culpa consciente, si se excluyen componentes volitivos, puede verse que estamos ante una renuncia a lo emotivo (el deseo, la aceptación, la confianza) a cambio de concentrar en lo cognoscitivo todas las diferenciaciones posibles, lo cual a la postre conduce a similares excesos de teorización  sobre el contenido y plenitud del conocimiento por el autor, esto es, a simplificar las condiciones para declarar presente el elemento cognitivo. La cercanía de la responsabilidad objetiva es así cada vez mayor. 

Cuando, como ha sucedido en este caso, se habla de concepciones normativas lo que se quiere es prescindir de indagaciones sobre elementos subjetivos y, en su lugar, colocar la realización de una acción cargada de probabilidades” de resultado, y con eso basta. Claro está que la afirmación de que la acción realizada, por ejemplo, por Carmen Martínez Aguayo (intervenir en la preparación del proyecto de ley de presupuestos) estaba ‘cargada de riesgo”, referido, a su vez, a acciones de terceras personas es una pura ‘pirueta’ ajena al razonamiento jurídico. 

En los razonamientos de la condena se percibe algo parecido a la imputación objetiva del resultado, pues se reducen las condiciones para imputar el resultado al solo hecho de haber creado (idea inadmisible) el peligro de este, pero sin entrar en exigencias de orden subjetivo sobre ese resultado. Pero de ese modo la teoría de la imputación objetiva es usada no ya para vincular  el resultado a la acción de una persona determinada (vinculación imposible, en este caso, por los muchos procesos que se cruzan), sino para imputar la responsabilidad jurídico-penal por ese resultado, lo cual es ya creación libre del Tribunal. 

 

Recapitulemos

Es mayoritaria en la ciencia penal la exigencia del elemento volitivo como parte del dolo. Cuestión, absolutamente diferente es que  ese componente volitivo no se haga depender de una especie de indagación en el cerebro del acusado como si fuera transparente y enseñara todos sus deseos, finalidades y motivaciones, pues eso es imposible. Por eso la volición se infiere a partir del hecho indubitado de lo que el autor ha hecho con demostrable conciencia de que conocía el alcance de su decisión, pero ese alcance incluye el resultado y, necesariamente, el proceso causal que puede llevar a él, que en este caso sería la conciencia de lo que habrían de hacer otras personas en el desempeño de sus funciones. 

La vía del dolo eventual, según la teoría de la probabilidad (que parece siguió la AP) exigía, ante todo, una acción cargada de peligro en una valoración  ex ante. Esa acción no existía, y ya se ha hablado de la distancia causal que media entre la preparación de un proyecto de ley y la desviación de conducta de un funcionario encargado de ejecutar esa ley una vez aprobada, pero, además, esa probabilidad solo puede fundarse en la experiencia, que en este caso pasaría por sostener que ‘la experiencia’ enseña que los funcionarios en principio se van a corromper. 

El relativo cambio cualitativo que supone calificar el dolo como ‘directo’, como se hace en la sentencia del TS, merece la misma censura anterior, pero aumentada porque se basa simplemente en tener por demostrada, no ya la posibilidad teórica, sino la clara probabilidad a partir de la conciencia (afirmada sin prueba alguna, por mera conjetura, o sea, íntima convicción) de que el sistema de concesión de ayudas portaba en su seno la desviación. 

Algún analista ha señalado que ese fallo ha vuelto a abrir de par en par la puerta a la prohibida responsabilidad objetiva, pero discrepo totalmente de esa idea, pues la responsabilidad objetiva prescinde del dolo y de la imprudencia fundando la atribución del resultado exclusivamente en la causalidad. Pero en el caso que motiva estas notas, y en relación con los cinco acusados ajenos a la Consejería de Empleo, tampoco se puede establecer una relación de causalidad entre sus actos y la desviación de fondos, salvo que se “invente” otra teoría de la causalidad. 

En resumen, solo cabe desear que ese fallo no marque tendencia. 


Foto: Pedro Fraile