Por Benito Arruñada

Las soluciones fáciles suelen encontrar compradores, en buena medida, porque ocultan la complejidad de los problemas

 

El pasado 16 de septiembre, el Banco Mundial anunció el cierre definitivo del que había sido durante años su proyecto estrella, los indicadores Doing Business, que pretendían “medir de forma objetiva las regulaciones económicas y su aplicación en 190 economías del mundo” (World Bank Group to Discontinue Doing Business Report, September 16World Bank, 2021). Su erróneo diseño, su sistemática corrupción y su supervivencia durante tantos años, pese a las críticas a las que lo sometimos, dice mucho sobre el fracaso de las organizaciones internacionales: creadas en su día para ayudar al desarrollo, sólo sirven los intereses de sus actuales burócratas y futuros consultores. Con Doing Business, el Banco ha dilapidado una excelente oportunidad para avanzar en la medida de las instituciones. No obstante, su cancelación es una buena noticia porque, como he venido argumentando en una serie de publicaciones desde 2007, en muchos países su influencia para el desarrollo institucional ha sido dañina (Arruñada, Benito (2007), Pitfalls to Avoid when Measuring the Institutional Environment: Is ‘Doing Business’ Damaging Business?, Journal of Comparative Economics, 35(4), 729-47); Arruñada, Benito (2009), “How Doing Business Jeopardizes Institutional Reform,European Business Organization Law Review, 10(4), 555-74).

Sus errores eran visibles desde el principio, tanto en el plano metodológico como en el organizativo.

Desde su arranque, para evitar la oposición de Estados Unidos (principal financiador del Banco Mundial), los responsables del proyecto, dirigido por el economista y político búlgaro Simeon Djankov, eligieron una metodología parcial, que no valoraba la utilidad neta de las regulaciones sino tan sólo algunos de sus costes explícitos. Nunca prestaron atención a su valor; por ejemplo, a la mayor o menor seguridad jurídica de unos u otros sistemas o a la reducción de costes contractuales futuros. Además, computaban sólo los trámites formalmente obligatorios, pero no los que lo son obligatorios de hecho, como aquellos asociados a monopolios profesionales. Ello favorecía a los países anglosajones, pues en los sistemas jurídicos de common law pesan relativamente más las obligaciones de hecho que las de derecho.

Por ejemplo, en Nueva York, que era la ciudad de referencia para Estados Unidos, cada contratante inmobiliario —ya sea comprador, vendedor o banco— paga los servicios de, al menos, un abogado, con lo que en cada transacción operan al menos tres abogados; cuatro si hay están implicados dos bancos; pero ese trámite y sus ingentes costes no se incluyeron nunca en el índice sobre las instituciones relativas a la propiedad inmobiliaria. Doing Business alegaba que la intervención de esos tres o cuatro abogados no es obligatoria, pues los contratantes pueden optar por darse apoyo jurídico a sí mismos (la do-it-yourself-conveyancing, incompatible en muchos estados con la contratación de especialistas no abogados o —en todos ellos— por retener a un solo abogado imparcial que represente a todas las partes). Por el contrario, en países como Alemania o España, para registrar una compra o una hipoteca sí es obligatorio pasar por la notaría, y ese trámite sí lo computaba Doing Business. En consecuencia, la exclusión de los abogados neoyorquinos distorsionaba gravemente los resultados, pues esos tres o cuatro abogados de parte resultan entre nueve y doce veces más caros que los notarios de países europeos con buenos registros, como son Alemania y España (a diferencia de Francia o Italia, que tienen aún meros registros de escrituras).

Dada la presencia, ya de entrada, de esos fallos metodológicos, es lógico que las mejoras de Doing Business a lo largo de su existencia fueran escasas, cuando no perjudiciales. Para los indicadores iniciales, el método, que originalmente muchos veíamos como un primer paso, quedó congelado y en algún caso fue incluso a peor, como sucedió al introducir indicadores de calidad en materia de propiedad (Arruñada, Benito (2017), Property as Sequential Exchange: The Forgotten Limits of Private Contract,Journal of Institutional Economics, 13(4), 753–83 p 770). El error organizativo entrañó consecuencias aún más perniciosas. Para salir en prensa y alcanzar influencia política, haciendo del proyecto una palanca de reforma y promoción personal, presentaron esos datos muy parciales como si fueran representativos de la verdadera eficiencia institucional. Además, de forma consciente y pese a que su metodología era preliminar, incompleta y sesgada, optaron por divulgar los resultados en forma de liga deportiva, publicando rankings de países y midiendo la distancia en que se situaba cada uno respecto a la “frontera” de regulación supuestamente óptima. Esa estrategia servía bien el interés de los burócratas responsables del Banco, ávidos de protagonismo mediático en un momento en que muchos políticos estadounidenses cuestionaban la propia existencia del Banco, habida cuenta de que sus proyectos de ayuda al desarrollo han ofrecido siempre unos resultados deficientes.

Durante años, cada otoño, a quienes habíamos analizado las tripas del engendro nos resultaba penoso observar cómo la prensa financiera internacional (desde el Wall Street Journal al Financial Times y The Economist), y, por supuesto, la nacional, devoraban el cebo de los rankings Doing Business. Como lo tragaban, por cierto, hasta el día de hoy muchos economistas, quizá predispuestos a creer todo indicador que les permita dar lustre empírico a sus abrelatas teóricos. En cada sucesiva reevaluación del proyecto nunca faltaron grandes economistas, como Andrei Shleifer, que afirmasen lo valioso que resultaban sus números para las investigaciones empíricas.

Las consecuencias de esa repercusión mediática no se hicieron esperar: los esfuerzos de reforma de muchos países se centraron en mejorar su puntuación en los rankings, sin atender a las consecuencias reales ni comprender las limitaciones de la metodología. La Millenium Challenge Corporation, una criatura creada para manejar parte de las ayudas al desarrollo de Estados Unidos incluso llegó a condicionarlas al logro de objetivos definidos en términos de los indicadores Doing Business. Sus responsables tuvieron incluso la osadía de publicar Best Practice Guidelines, que en el mejor de los casos sólo venían a consagrar los propios sesgos de partida (véase Arruñada, Benito (2018), “Evolving Practice in Land Demarcation”, Land Use Policy. 77(September), 661–75, para una crítica de una de ellas); y a desarrollar labores de consultoría, generando un obvio conflicto de intereses, pues quienes asesoraban cómo y qué reformar estaban muy cerca de quienes evaluaban las reformas.

No sólo resultaron afectados los países en vías de desarrollo. En todo el mundo, y de forma prominente en la Unión Europea, se dedicaron recursos ingentes para acometer reformas que sólo modificaban los resultados de Doing Business sin mejorar necesariamente la calidad de las instituciones, y a menudo empeorándolas. Entre nosotros, cabe recordar los reiterados esfuerzos de todos nuestros gobiernos para abrir ventanillas únicas, como si integrar los trámites en la Administración sirviera por sí mismo para algo más que ocultar su coste al contribuyente. O las sucesivas reformas emprendidas para que se pudieran constituir sociedades mercantiles cada vez más rápido, como si los bufetes del ramo no tuvieran disponibles “sociedades preconstituidas” para acometer sin demora operaciones urgentes; o como si el constituir sociedades impusiera una barrera de entrada a la actividad empresarial. Y todo ello a la vez que optaban por olvidarse de las licencias de apertura, asunto éste que sí era y es crucial, y que sigue sin resolver. (Por cierto, la penosa situación de los Estados Unidos y en especial del Estado de Nueva York en cuanto a licencias de apertura también había llevado a Doing Business a tratarlas en su pomposa metodología de forma tan ambigua que, al aplicarla, pudieran computarlas de manera políticamente “correcta”).

Pero no sólo la metodología era sesgada, sino que ni siquiera la aplicaban de manera uniforme, quedando al albur del poder y la capacidad de influencia de ellos distintos países. Desde el inicio, su aplicación fue manipulada para que algunos salieran bien retratados. Dentro del propio Banco, los expertos regionales bromeaban sobre los buenos números que, pese a tener unas instituciones deplorables, obtenían los países “amigos”, como Egipto o incluso Afganistán. De hecho, ya en 2008, una evaluación interna del Banco (IEG (Independent Evaluation Group; The World Bank, 2008. Doing Business: Independent Evaluation (Taking the Measure of the World Bank/ IFC Doing Business Indicators). Washington, DC: World Bank, June 15) señaló numerosas deficiencias en la aplicación de la metodología. Esta sospecha fue reiteradamente confirmada para una cifra tan destacada como la estimación que daba Doing Business del tiempo necesario para abrir una empresa en Estados Unidos, pues, para calcularla, Doing Business se apartó desde el principio de su propia metodología, reduciéndola artificialmente de veintiséis a seis días (Arruñada, 2009, p. 559). Si el método se hubiera aplicado correctamente, Estados Unidos hubiera bajado en el ranking de 2007 desde las posiciones 3-5 en que figuraba, junto con Dinamarca e Islandia, a los puestos 57-60, en compañía de El Salvador, Lituania y Sierra Leona; y dos años más tarde, en 2009, hubiera caído hasta los puestos 94-98. A los funcionarios del Banco que indagaron sobre el asunto se les dijo ya entonces que aplicar el método correctamente era, en ese caso, políticamente inviable. Los informes de evaluación más recientes abundan en indicios de que no era ése un caso aislado. Por ello, no me sorprende leer sobre las groseras manipulaciones que se describen en el informe que ha servido ahora de excusa para dar la puntilla al proyecto (Wilmer Hale (2021), “Investigation of Data Irregularities in Doing Business 2018 and Doing Business 2020 – Investigation Findings and Report to the Board of Executive Directors”, September, 15).

No obstante, todo indica que Doig Business se cierra no por las irregularidades, bien conocidas desde el inicio, sino por su progresivo desprestigio mediático. Simplemente, porque la prensa internacional había dejado de creer en él, una conversión que ha requerido la friolera de 17 años. No se debe a que por fin se hayan molestado en comprender sus graves fallos estructurales, sino a que los rankings empezaron a resultar aburridos, y a que, sobre todo, la manipulación de las cifras de algunos países, pese a ser un pecado menor cuando se habla de 190 países, es un pecado mucho más noticioso.

Las consecuencias del cierre para las reformas institucionales creo que serán positivas. Sobre todo, porque la disponibilidad de esos índices cuantitativos había servido de excusa para no pensar ni atacar los problemas reales ni atender a la prioridad de sus componentes. Muchas de las instituciones que medía Doing Business, como los juzgados o los registros públicos, prestan servicios que actúan como catalizadores de la actividad económica. Por eso, la calidad jurídica del servicio es, a buen seguro, su atributo esencial, mucho más que sus tiempos y sus costes explícitos. Al prestar atención sólo a estos últimos, Doing Business estimulaba reformas cosméticas que a menudo sólo lograban aumentar y acelerar la producción de servicios inútiles. (La desproporcionada atención que prestamos en España a los tiempos de los juzgados respecto a la mala calidad e imprevisibilidad de las sentencias es un buen ejemplo de ello).

Se trata de una versión del viejo problema que apareció en el mundo del management en los años 1960, tras proliferar los primeros ordenadores: la disponibilidad de datos cuantitativos llevó entonces a muchas grandes empresas a practicar una “gestión por los números” de la que tardaron décadas en recuperarse. El gobernante, lo mismo que el mánager de los 60, basa sus decisiones en la información disponible y cuando hay mucha información cuantitativa —fácil de procesar— y poca información cualitativa —que es, a menudo, difícil incluso de entender—, está tentado a decidir sobre bases cuantitativas. Sin mediciones, es difícil decidir bien; pero con mediciones malas, es tentador basarse en ellas, lo que garantiza decisiones erróneas. Más aún si al hacerlo se recibe el aplauso de periodistas y científicos sin tiempo ni ganas para pararse a entender la complejidad de lo que traen entre manos.

Esperemos que el cierre de Doing Business tenga similares efectos terapéuticos en el ámbito institucional y que genere una reflexión crítica en todos los participantes, no sólo en el Banco Mundial, sino también en la prensa financiera, y en los foros liberaloides que le apoyaban sólo por compartir una visión igual de simplista del Estado. También entre esos investigadores que hoy lloran a lágrima viva por unos datos agregados que durante casi dos décadas han estado tomándose demasiado en serio. Muchos tendían a creer que, procesados en una coctelera econométrica, les proporcionaban sólidos resultados científicos. Olvidaban aquel viejo principio de la programación informática según el cual, si en un proceso entra basura, lo que sale de él también suele ser basura (GIGO, Garbage in, Garbage out) o, en el mejor de los casos, una masa informe cuya naturaleza desconocemos. La única pena en este sentido es que cierren Doing Business cuando ya su influencia había declinado tanto que el daño que causaba era cada vez menor y quizá podría algún día compensarse con el exiguo valor de sus datos desagregados, que sí proporcionaban alguna utilidad para comparar la organización institucional de distintos países.

Claro que, cuidado con el optimismo: recuerde que una de las reacciones al fracaso del cuantitativismo gerencial fue aquella moda pasajera, igual de dañina, del managing by wandering around. De gestionar con base en unos números incompletos y sesgados, algunos pasaron a basarse en el cotilleo. Sirva esta anécdota para ilustrar la gran lección de este caso: las recetas fáciles suelen encontrar compradores, en buena medida porque ocultan la complejidad de los problemas.

 

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* Una versión abreviada de esta entrada fue publicada en Voz Populi el 19 de septiembre de 2021