Por Antonio Jiménez-Blanco Carrillo de Albornoz

 

Nuestro hombre se fue el lunes 13 de febrero, antes de cumplir los ochenta y ocho. Todo el mundo se ha hecho eco de la triste noticia, recordando que fue Presidente del Parlamento Europeo y que su profesión (y vocación) era el derecho, materia en la que en el remoto 1959, con apenas veintitrés, había ingresado por oposición -se recibió, como dicen en otros pagos- en el Cuerpo que entonces se llamaba de Letrados de las Cortes Españolas (lo de Generales, como es notorio, vendría mucho más tarde, con la Constitución de 1978).

La bonhomía del personaje se hizo proverbial y eso explica muchos de los obituarios que se han escrito. Y también se deben recordar las diferentes contribuciones del libro que en 2020, al cumplir ochenta y cinco, le dedicó el Consejo Federal Español del Movimiento Europeo, con edición a cargo de Marcial Pons y del que, por cierto, todavía quedan unos pocos ejemplares disponibles.

Aquí quiero recordar alguna de las asperezas de su vida, empezando por el hecho de haber nacido con el primer apellido (y el nombre de pila) de su padre, José María Gil-Robles y Quiñones, uno de esos personajes que (como el Coronel Segismundo Casado, por poner esa otra referencia) tuvo el dudoso honor de ser odiado, durante el franquismo, tanto por la izquierda -lo que por tal cosa se entendiera- como por la derecha: el régimen, para hablar claro. Su trayectoria durante la Segunda República, en la que ahora no procede extenderse, dio lugar a severos reproches de los dos lados. Pero lo cierto es que en 1939 no pudo quedarse en la estrecha España del momento y se vio obligado a tomar el camino del exilio, permaneciendo en Portugal   -donde ejerció la abogacía: no era persona de fortuna y tuvo que trabajar mucho- hasta 1954, o sea, casi tres lustros, que se dice pronto. En 1962, ya de vuelta en Madrid, y cuando las cosas parecían irse calmando, tuvo la ocurrencia de participar en el Contubernio de Múnich y eso le valió -el Ministro de Información y Turismo era a la sazón el que se dedicaba a preparar las almas para ir al cielo- un segundo exilio, ahora en Ginebra. Menos mal que allí encontró un buen cliente, el famoso Muñoz Ramonet, que le proporcionó tarea bastante.

Ser hijo de alguien tan caracterizado, y vivir en una España tan poco simpática, no debió resultar fácil. ¿Cómo es que en 1959 (y dando por ciertos sus méritos) se le permitió ganar las oposiciones a un sitio tan singular e ideológico como aquellas Cortes, la de los fuertes y prolongados aplausos a Su Excelencia Jefe del Estado cada vez que se dignaba en pasar por allí? Opiniones -más bien, conjeturas- hay para todos los gustos. José María, durante sus primeros tres lustros de vida funcionarial, anduvo nadando y guardando la ropa (por ejemplo, se abstuvo de acompañar a su padre a Múnich), pero eso -y además trabajar en una Comisión poco política, como la de Agricultura- no le impidió, pocos años más tarde, en 1968, recibir el zarpazo de una sanción de suspensión de empleo y sueldo por un año. Su desempeño como Abogado en el despacho que había fundado su progenitor en la calle Velázquez de Madrid -entonces todo o casi todo era compatible- le proporcionaba otros ingresos, pero el disgusto no se lo quitó nadie.

Ya en democracia, y en la etapa final del felipismo, nuestro hombre de incorporó a la lista del PP para el Parlamento Europeo, del que llegó a ser Presidente (ya estando Aznar en la Moncloa: fue su primera legislatura, todavía sin mayoría absoluta) entre enero de 1997 y julio de 1999. Como suele suceder en Europa, una época de grandes logros -la firma, por once países, entre ellos España, del Tratado de la moneda única: mucho más relevante que el Tratado de Ámsterdam, de ese mismo tiempo y uno de los fiascos de la historia de la integración- y también de graves tensiones. El Parlamento y la Comisión han hecho siempre buenas migas -son la pinza que se estableció para que avanzase la supranacionalidad- y fue precisamente en aquella época, siendo Jacques Santer Presidente de la segunda (suceder a Jacques Delors tampoco era fácil), cuando se descubrieron unos enjuagues de dinero que acabaron llevándose por delante todo: en Bruselas no quedó títere con cabeza (y bien que a José María aquello le generó quebraderos de cabeza y tensiones) y nuestro compatriota Manuel Marín hubo de hacerse cargo provisionalmente del tinglado hasta las siguientes elecciones europeas, que dieron lugar por cierto a la Comisión (1999-2004) presidida por Romano Prodi. En el Parlamento la presidencia la pasó a ocupar, para no dejarse nombres propios en el tintero, Nicole Fontaine, de la que los españoles recordamos que en 2000 concedió el Premio Sajarov a Basta ya, el heroico grupo donostiarra de resistencia contra el terrorismo y, por extensión, contra el nacionalismo vasco.

De julio de 1999 (cuando José María dejó el cargo) a febrero de 2023, su fallecimiento, han pasado casi veinticinco años: un cuarto de siglo, dicho en números redondos. El otoño de su vida -con el fallecimiento de su mujer, además-, que sin embargo, y tomado en conjunto, puede terminar siendo tan dulce como cualquier otra etapa del ciclo o incluso más. José María supo adaptarse a las circunstancias y, amén de reintegrarse al noble oficio de los picapleitos, se volcó en la vida académica y fue propagando la idea europea, de la que era un sincero convencido, por todas partes, casi como un juglar.

De él se han recordado, sí, sus días de vino y rosas. Y por encima de todo (vuelvo a lo dicho al inicio) su bonhomía, que era -no lo digo porque en los obituarios haya que elogiar sí o sí- el rasgo mayor de su rica personalidad. Entre otras cosas, porque podía darse ese lujo. Pero si he escrito estas líneas de admiración y afecto hacia su persona es porque en su vida, incluso en los momentos de más esplendor (en sus inicios profesionales en los años sesenta en Madrid y en la Bruselas del nacimiento del Euro, de la que él tuvo la suerte de ser protagonista), terciaron circunstancias de esas que ponen a prueba a cualquiera. Y de José María hay que recordar que, aun en esas turbulencias, siempre estuvo a la altura. Un verdadero ejemplo: no perdió los modales jamás. Descanse en la paz a la que son acreedores los escogidos.