Por Alejandro Huergo Lora

 

Cuando la asignación correcta de incentivos es preferible a una neutralidad imaginaria

 

En la toma de decisiones complejas e inciertas es frecuente acudir a expertos, a los que se exige, de entrada, neutralidad o imparcialidad. Sin embargo, vamos a ver que con frecuencia es preferible confiar en alguien (experto o no experto) afectado personalmente por el resultado de su decisión, que en un técnico carente de incentivos.

Recordemos el caso de las autopistas en régimen de concesión que resultaron ruinosas porque tenían muy pocos usuarios. Como medida preventiva que debía evitar esos resultados, la Ley exigía la elaboración de un estudio de viabilidad antes de que la Administración decidiera convocar la concesión (artículo 227 del Texto Refundido de la Ley de Contratos de las Administraciones Públicas, introducido por la Ley 13/2003, de 23 de mayo). Esta medida resultó ineficaz, porque los estudios de viabilidad, elaborados por consultoras independientes, contenían predicciones que se revelaron erróneas. (La vigente Ley 9/2017, de Contratos del Sector Público, mantiene esta regulación y añade, en su artículo 333, en ciertos casos, un informe preceptivo de la Oficina Nacional de Evaluación). El error del estudio de viabilidad no producía ni produce ningún tipo de consecuencia negativa para su redactor. Probablemente, si la empresa redactora del estudio de viabilidad tuviese interés económico en la operación (por ejemplo, si estuviera obligada a adquirir un porcentaje del capital de la concesionaria, o si asumiera alguna responsabilidad en caso de que la realidad se desviase de las previsiones del estudio), se habrían evitado algunos desastres. Es posible que se hubiera pasado de un sesgo “optimista” (puesto que las previsiones optimistas facilitan la realización de operaciones y, en definitiva, el negocio) a un sesgo “pesimista”, por pura prudencia. En todo caso, vemos cómo la independencia o imparcialidad del autor del estudio puede ser una mala solución, mientras que, al contrario, su vinculación al resultado de la operación, aunque le prive de independencia, puede dar mejores resultados.

En un campo completamente diferente, el de las decisiones sobre selección de personal, se observa algo parecido. Normalmente se busca un órgano de selección rigurosamente imparcial, para evitar su “captura” por alguno de los aspirantes (es decir, que mediante algún tipo de influencia se incline por un candidato por razones ajenas al mérito). Sin embargo, con frecuencia es más útil colocar en el órgano de selección a personas que tengan incentivos fuertes para seleccionar al mejor candidato. Por ejemplo, los miembros de un cuerpo prestigioso tienen un fuerte incentivo para seleccionar a los mejores candidatos para ingresar en ese cuerpo, para evitar que pierda prestigio. El incentivo puede ser, como en este último ejemplo, corporativo (es decir, difuso e inmaterial) o más concreto (por ejemplo, cuando se remunera al reclutador en función del rendimiento del aspirante seleccionado).

El concepto de imparcialidad tiene dos acepciones diferentes. Con la primera se intenta evitar la captura del experto por algún interesado: el miembro de un tribunal de oposiciones que es amigo de uno de los aspirantes, el técnico que ha recibido regalos de la empresa que impulsa el proyecto cuya viabilidad tiene que evaluar, etc. Se trata de incentivos inaceptables, contra los que el Derecho reacciona mediante la tipificación penal y/o disciplinaria, el deber de abstención, la responsabilidad civil y la invalidez de la decisión afectada por esa captura.

Pero la asignación, al “experto”, de incentivos relacionados con el resultado de su decisión, es algo poco frecuente y, sin embargo, muy importante. De hecho, con frecuencia esos incentivos son más útiles que la regulación detallada de los conocimientos exigibles al experto, puesto que los primeros llevan, por sí solos, a que la decisión se tome con todas las garantías.

En los contratos de servicios por los que una Administración encarga un proyecto de obras, el consultor no sólo está obligado a entregar un proyecto “correcto”, sino que el artículo 315 de la Ley de Contratos del Sector Público le impone incentivos relativos al resultado de su trabajo, es decir, a la obra pública que se ejecute con arreglo a su proyecto. Así, el consultor responde frente a la Administración cuando el proyecto contiene errores que provocan una desviación al alza del coste de la obra, o cuando en su ejecución o en su explotación se producen daños a la Administración o a terceros. La primera responsabilidad tiene como límite el 50% del precio del proyecto, mientras que la segunda cubre el 50% de los daños causados y tiene como límite máximo 5 veces el precio del proyecto.

Del mismo modo, en las obras privadas, a veces se pacta que los honorarios del director de la obra o del “Project manager”, en vez de ser proporcionales al coste de la obra, partan de una cuantía fija e incluyan un variable que sea inversamente proporcional a dicho coste, de modo que el técnico cobre más si consigue que el coste sea inferior al objetivo fijado.

Esta clase de incentivos son constantes en el mercado, pero son mucho menos frecuentes cuando se trata de opiniones de expertos, que, en teoría, deben estar guiadas exclusivamente por consideraciones “técnicas” de su especialidad. Sin embargo, la práctica muestra que el dominio de la técnica no impide que esas opiniones o decisiones supuestamente técnicas causen daños graves. La represión estricta de cualquier clase de “captura” del experto, que es imprescindible, es compatible con la atribución al mismo de incentivos relacionados con el acierto de la opinión técnica (manifestado en los resultados de la decisión tomada sobre la base de la misma), que es un camino en el que se debería profundizar.


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