Por Pablo de Lora

 

“No se han contemplado alternativas regulatorias o no regulatorias, puesto que los derechos que pretenden regularse con la futura ley exigen de una norma con rango de ley”.

Así reza el último apartado (“Posibles soluciones alternativas”) de la nota informativa de la consulta pública previa a la elaboración de un proyecto normativo consistente en una ley para la igualdad plena y efectiva de las personas trans (a la que se puede acceder desde la página web del Ministerio de Igualdad).

A cualquier profano en la materia la primera pregunta que le asalta es la de saber qué caracteriza a una persona trans. Aunque el asunto es complejo y daría para mucho – para mucho más de lo que aquí cabe exponer- en una primera aproximación nos referimos a todos aquellos individuos que fueron identificados y registrados al nacer como integrantes del sexo masculino o femenino pero que, sin embargo, sienten no pertenecer a tal sexo. Su “identidad de género” o “expresión de género”, no coincide, por tanto, con la identidad sexual que comúnmente atribuimos a partir de las características genéticas, morfológicas o fisiológicas de los individuos.

Pero hay más; si tomamos, por ejemplo, la definición de trans que se establece en el artículo 1 de la Ley 2/2016, de 29 de marzo, de Identidad y Expresión de Género e Igualdad Social y no Discriminación de la Comunidad de Madrid, el término trans

“…ampara múltiples formas de expresión de la identidad de género o sub categorías como transexuales, transgénero, travestis, variantes de género, queer o personas de género diferenciado, así como a quienes definen su género como «otro» o describen su identidad en sus propias palabras”.

Quédense con esta cláusula de cierre pues no es en absoluto baladí. Otras leyes autonómicas se pronuncian en términos parecidos, y el Proyecto de ley sobre la protección jurídica de las personas trans y el derecho a la libre determinación de la identidad sexual y expresión de género que presentó el 23 de febrero de 2018 el grupo parlamentario Unidos Podemos-En Comú Podem-En Marea – proyecto que es la base del que ahora se somete a consulta pública- establece que “trans” es un término

“… meramente jurídico (sic), que puede o no coincidir con los términos empleados por la persona para autodefinir su condición, tales como personas transgénero, transexuales, travestis, hombres o niños con vulva, mujeres o niñas con pene, variantes de género, queer, personas no binarias u otros” (artículo 3).

Persona trans no sólo se convierte así en un cascarón vacío (quien autodefine su condición como “colchonero”, “cani”, “marxista analítico” o “compatibilista” ¿es una persona trans?) sino que cuando engloba también a los que la ley – y el discurso hegemónico en esta materia- define como “no-binarios” acaba por opacar del todo la idea misma de la “identidad de género”. Y es que persona “no-binaria” resulta ser aquella, nos dice el proyecto de ley trans de Podemos,

“… cuya identidad sexual, de género y/o expresión de género se ubica fuera de los conceptos de hombre/mujer y/o masculino/femenino, o fluctúa entre ellos”.

 

¿De qué manera la identidad sexual puede situarse “fuera de los conceptos de hombre/mujer”?

 

Tomemos la dicotomía “alto-bajo” y una posible “identidad de talla”. Es legítimo sostener que muchas personas dudarían si identificarse como “alto” o “bajo” – así ocurre con las personas intersexuales en relación al sexo- pero su condición de “no binarios” ¿podría ser descrita como “fuera del concepto de estatura”? El no-binario nos podría replicar que no, que su imposibilidad para identificarse no tiene que ver con la estatura sino con la concepción de la estatura como una propiedad dicotómica, pues, a su juicio, se trata de un continuo. Y mutatis mutandis la persona “no-binaria” en lo que hace a la identidad de género: el sexo es, como la altura, un espectro.

En consecuencia, la persona no binaria en materia de “identidad de talla” no deja de tener una estatura. Su respuesta: “no soy ni alto ni bajo, mido 1,70” tiene perfecto sentido y puede presuponer que sí acepta que existen personas “altas” o “bajas” paradigmáticas o indiscutibles, toda vez que la propiedad de ser alto o bajo lo es en relación a una media. Su respuesta también puede implicar que “faltan particiones a ser registradas” como por ejemplo la identidad “más bien bajito”, o “tirando a alto”, y, en ese sentido, se reclama “no-binario”; como si habiendo un Registro Civil que incluyera la creencia religiosa, el judío se encontrara con que sólo existen las categorías “católico” o “musulmán”. Él es “no-binario” porque no es ni católico ni musulmán sino judío.

Por analogía, el no-binario en materia de identidad sexual o de género tendría que sostener que él no es indiscutiblemente hombre ni indiscutiblemente mujer sino… ¿Sino qué? De nuevo, alguien “a caballo” entre dos sexos, pero no alguien “fuera del concepto de género o sexo”. Una posibilidad alternativa es la de entender que el no-binario, al creer que, como con la estatura, el sexo es un espectro, impugna directamente la existencia de “hombres” o “mujeres” de la misma manera que en materia de altura podría negar que haya personas “altas” o “bajas”, o en materia religiosa que haya “católicos” o “musulmanes” porque en el fondo “dios no existe”. Ahora, ya no estaría afirmando: “yo no soy ni una cosa ni la otra”, sino: “nadie es o una cosa o la otra”. Más allá de que eso implicará no conceder la identidad de género auto-asumida de los demás (¿sería un caso de “cisfobia”?): ¿en qué sentido podría describirse como “no-binario”? Y es que tal condición depende de la existencia de personas que sí son “binarias” –o “alto/bajo”, “católico/musulmán”, u “hombre/mujer”-, condición que ahora se está negando. Ser “no-binario” exige que haya binarios.

En conclusión: o bien la persona que se reclama “no-binaria” aduce una suerte de condición “intersexual”, o bien no sabe bien de lo que habla cuando se auto-identifica. O tal vez niegue rectamente la categoría misma de “identidad sexual” (lo cual es estrambótico aun admitiendo que, como ocurre en todo fenómeno biológico, no podamos predicar condiciones individualmente necesarias y conjuntamente suficientes para designar a todo individuo como “hombre” o “mujer”) o tal vez, al fin, lo que motiva su “disconformidad” en materia de identidad de género es su condición de “disidente registral” pues considera que, como la altura o la creencia religiosa, no debe haber consignación alguna de esas circunstancias en los registros públicos, ni consecuencia jurídica o institucional alguna al respecto de tales “identidades”. A ello vamos a continuación.

 

¿Por qué están discriminadas las personas trans?

 

El presupuesto que sustenta todo el anteproyecto del Ministerio de Igualdad es que las personas trans no pueden desarrollar libremente su personalidad. De nuevo, el profano, inquiere: ¿qué es exactamente aquello que tienen prohibido las personas trans, qué trato desigual reciben o qué opresión? En realidad no es “ser trans” lo que se les niega, sino ser reconocidos institucional y jurídicamente como tales sin mayor requisito que el de la propia voluntad. La pregunta no tarda en asomar: ¿tenemos un derecho a que nos sea reconocida institucionalmente nuestra identidad sin mayores requisitos que esa suerte de autodeterminación identitaria?

De lo crucial que es esa cuestión da buena cuenta el hecho de que bien podríamos eliminar del todo cualquier registro de nuestra condición sexual y sus ulteriores repercusiones jurídico-institucionales. Con ello las personas trans dejarían de sufrir discriminación por la sencilla razón de que ni ser hombre, mujer, trans, intersexual, queer o no-binario sería una condición relevante para ser registrada, como no lo es la creencia religiosa, la raza, la etnia o la talla. Todos iguales en el “no-acceso” al Registro.

Pero hay determinadas circunstancias de nuestra identidad personal que obviamente deben acceder al Registro. Para empezar, nuestro nombre. Fijémonos, sin embargo, en que nuestro derecho al nombre tiene límites: la ley del Registro Civil y el Reglamento prohíben, entre otros, los nombres contrarios a nuestra dignidad o decoro, pero también los que “hagan confusa la identificación” (artículo 54 de la Ley 20/2011 de 21 de julio del Registro Civil). Y yo me imagino que tal es el caso de los nombres tradicionalmente asociados a la condición de ser hombre o mujer. Así que repare el lector en la paradoja: si bien puedo ser tenido registralmente como mujer siendo biológicamente hombre, no puedo sin embargo llamarme “Pablo”. Parafraseando a Simone de Beauvoir, así como la biología no debe ser destino, el nombre – dato convencional donde los haya- sí parece serlo. Esta “tiranía del constructivismo social” no es ni siquiera contemplada por el proyecto de ley de Podemos.

Otros datos de nuestra identidad que se deben registrar son la fecha y el lugar de nacimiento, el sexo, y, en su caso, la filiación. ¿Por qué? Pues esencialmente porque con ello se generan diferencias de trato o segregaciones justificadas entre los individuos al ser indicadores de circunstancias o propiedades relevantes. Para el acceso a bienes o posiciones sociales es determinante la edad – piensen en la escolarización obligatoria, el derecho al voto, el ejercicio del derecho a contraer matrimonio o cobrar una pensión, entre otros muchos. Y piensen, claro, en que ese dato es absolutamente independiente de cómo se sienta o se identifique cronológicamente el individuo: por mucho que uno se perciba internamente como un carcamal no ingresará en las clases pasivas si nació hace 40 años; por mucho que se reclame joven de espíritu, o aún un niño, incurrirá en el gravísimo delito de pederastia, si, habiendo nacido hace 40 años, tiene relaciones sexuales con un individuo nacido hace 12. El lugar de nacimiento es también un factor influyente para la adquisición de la nacionalidad, y uno, que puede identificarse mucho con los Países Bajos, no puede en cambio aspirar a tener ciudadanía holandesa meramente porque sienta haber sido siempre de Amsterdam, resultando que nació en Cabezón de la Sal.

Algo parecido sucede en el caso de ser hombre o mujer. De ello dependen algunos tratos “iguales pero separados”, como ocurre por ejemplo en la práctica deportiva, o la separación de espacios públicos por razones de intimidad (duchas públicas, habitaciones de hospital, centros penitenciarios) y también diferenciaciones de trato que suponen ciertas ventajas o privilegios para las mujeres, sea por razones de “representatividad-espejo” sea por la necesidad de revertir discriminaciones pasadas. También ocurre con la pertenencia a una minoría indígena o a un pueblo originario en muchos países. La asignación de puntos en concursos de méritos o reservas de puestos, la obligación de que exista representación paritaria en órganos colegiados en el ámbito público y privado, o la diferencia de trato penal en ciertos delitos en materia de violencia de género son todos ellos ejemplos bien conocidos. Y son, como para el supuesto de la edad o el lugar de nacimiento, consecuencias jurídico-institucionales que no pueden depender de la mera voluntad del individuo.

Puede que no haya ya buenas razones para mantener tales segregaciones o diferenciaciones, pero mientras existan, permitir que los individuos cuenten como miembros de ese colectivo al que se dirigen ciertas políticas públicas que persiguen la mayor igualación, o un trato más favorable por razones de especial vulnerabilidad, sólo porque así se identifican, no sólo “oscurece o borra a las mujeres”, sino que genera una odiosa discriminación con quienes no se reclaman trans.

El programa de consolidación de unidades de investigación competitivas del Servicio Universitario Gallego, dependiente de la Consejería de Cultura, Educación y Ordenación Universitaria de la Junta de Galicia, concede 1 punto por “liderazgo femenino”. Entre los criterios de promoción a Cátedra de la Universidad Autónoma de Madrid aprobados por acuerdo del Consejo de Gobierno de 16 de julio de 2020 (BOUAM nº7 de 4 de septiembre de 2020) se establece que “se asignarán hasta un máximo de 10 puntos a aquellas candidatas en cuya área y departamento la proporción de catedráticas frente a catedráticos sea inferior al 40%…”. ¿Por qué razón una mujer trans que habría podido llegar a registrarse como tal si prospera la ley que se propone aprobar el Ministerio de Igualdad tendrá 10 puntos frente a un hombre cis como el que esto escribe?

 

Termino por donde empecé

 

Hay una manera muy frecuente, pero muy espuria, de introducir estos importantes temas en el debate público; un expediente tramposo y esterilizante – por apodíctico: la apelación a que están en juego derechos básicos. En este, como en tantos otros casos, esto no es verdad. No, no están en juego los derechos básicos de los individuos que se reclaman de un género distinto al consignado al nacer. No pueden estar en juego y la Constitución y la legislación que desarrolla los derechos fundamentales los  amparan como a cualquier otro individuo.

Otra cosa es que de saque, como premisa indiscutida e indiscutible, se afirme que uno de esos derechos básicos o humanos es justamente la auto-identificación de género y todo lo que ello arrastra consigo (amén de la cobertura sanitaria del tratamiento hormonal y quirúrgico a pesar de que, contradictoriamente, se pretende “despatologizar” la condición de trans, o que los menores puedan actuar de una manera prácticamente libérrima en el acceso tanto al Registro cuanto a los servicios sanitarios para recibir dichos tratamientos). Pero eso es precisamente lo que tenemos que discutir a la luz de todos los demás derechos y legítimas demandas que entran en conflicto y que deben igualmente ser consideradas sin que pueda pender sobre la cabeza de ningún deliberante el oprobioso delito de odio o transfobia.


Foto: Miguel Rodrigo