Por Alfonso García Figueroa

 

Llamo ‘feminismo posveritativo’ a aquel discurso que, en supuesta defensa de los intereses de las mujeres, no duda en sacrificar el valor de la verdad. Por tanto, lo característico del feminismo posveritativo es que se entrega a alguna forma de ‘posverdad’. Desde esta perspectiva el caso Juana Rivas ha excitado en nuestro país ciertas reacciones paradigmáticas de tal feminismo posveritativo. Veamos cómo.

El caso de Juana Rivas ha gozado en España de singular notoriedad, desde que en 2017 esta vecina de la ciudad granadina de Maracena se negó reiteradamente a cumplir con los requerimientos judiciales que la obligaban a entregar a su ex pareja, F. A., los hijos habidos con este durante su matrimonio. Por tal delito de sustracción de menores (art. 225 bis CP), Juana Rivas fue condenada a dos años y medio de privación de libertad (STS 339/2021, de 23 de abril). Convertida pronto en el nuevo icono de la causa feminista en España, buena parte de la opinión pública no dudó en tomar partido por la ‘madre de Maracena’, cuyas lacrimosas apariciones públicas pronto atrajeron la atención de los medios, que también contribuyeron a mostrarla como una víctima más del heteropatriarcado y la justa merecedora de nuestra solidaridad.

Consciente del potencial mediático del caso y con ocasión de una de sus negativas a entregar los niños al padre, el 24 de julio de 2017 Rivas convocó una rueda de prensa y al día siguiente fue entrevistada por la cadena SER. A los pocos meses, el Consejo de Ministros acordaría un indulto parcial a favor de la señora Rivas (Real Decreto 1024/2021, de 16 de noviembre). En la práctica, la consiguiente reducción de la pena a un año y tres meses, así como la ausencia de antecedentes penales anunciaban el éxito de la suspensión del ingreso en prisión, solicitada por la defensa.

Sin embargo, se produjo un inesperado giro en los acontecimientos. El Juez competente, D. Manuel Piñar, denegó mediante su Auto de 9 de diciembre de 2021 la suspensión del ingreso en prisión de Rivas, con el argumento de que la indultada no había mostrado arrepentimiento y (lo cual es más importante para nuestros fines) de que uno de los menores concernidos había sido sometido a abusos sexuales bajo la custodia de Rivas. Como es natural, esta información, nueva para la opinión pública española, no había trascendido hasta ese momento, por el legítimo propósito de proteger al menor. En las palabras del propio Juez, “la libertad de Juana Rivas podría suponer un grave peligro para sus hijos (…) y este juzgado no va a ser partícipe de esta eventualidad”. Desde luego, resultaba significativo que la Fiscalía provincial hubiera solicitado la suspensión de la pena, no sin reparos y sí sometiéndose al criterio de la Fiscal General del Estado, Dña. María Dolores Delgado (ex Ministra de Justicia del Gobierno actual). Como no menos significativo fue, en fin, que el juez subrayara en su Auto que su decisión “no es un capricho ni una cruzada contra nada, sino una cuestión arraigada a unos hechos. Ahí están los informes de la pediatra y del forense, las fotografías tomadas al menor, demostrativas de lo ocurrido, que puede ocurrir porque el menor estaba con su madre”.

Las palabras del Juez en (mi) cursiva (“esto no es una cruzada contra nada”) se nos antojan una suerte de venda que con buen criterio este magistrado ya se ceñía en previsión de las heridas que desde el Gobierno y otras instancias se le pudieran infligir. Y vaya si lo hicieron, puesto que, tras ese Auto judicial, tanto la señora Ángela Rodríguez, alias “Pam”, Secretaria de Estado de Igualdad y contra la Violencia de Género; como la señora Irene Montero, Ministra de Igualdad, (ambas significadas feministas), manifestaron en las redes sociales su pública adhesión a Rivas, desacreditando al Juez y reduciendo en sus tuits el Auto a una forma más de “violencia institucional”.

Este caso ilustra, en suma, un reiterado patrón de acción política de gravísimas consecuencias para cualquier democracia consolidada. Con ser grave la falta de escrúpulos que el Gobierno de España ha exhibido en este asunto, tanto en relación con el interés de los menores, como en relación con la honorabilidad de nuestros Jueces y Tribunales, el caso Rivas nos revela por encima de todo la absoluta insensibilidad del poder político frente a los hechos, frente a los abusos sexuales sufridos por el menor y calificados como “espeluznantes” en el Auto judicial del juez Piñar. Incomprensiblemente, tales hechos no provocan el mínimo efecto sobre el poder político gubernamental (tan dado a reclamar de los administrados ‘empatía’) y a cambio no duda en desacreditar las propias bases del sistema democrático in toto. Desde este punto de vista, las reacciones de las autoridades gubernamentales españolas ilustran paradigmáticamente la estrategia populista de la posverdad, esto es, la postergación de la verdad por razones de conveniencia política (vid. e.g. en el ámbito penal Sánchez Lázaro, F.G. (2021), “Pena y comunicación en la sociedad de la posverdad”, en Anales de la Cátedra Francisco Suárez, Protocolo I, pp. 67-85).

Y por si fuera poco, a nadie extraña ya que en estas circunstancias el propio poder político y los medios de comunicación afines se apresuren a interpretar las decisiones jurisdiccionales fundadas sobre hechos como la confirmación de la existencia de una supuesta “juridictadura” (Rosanvallon, P. (2020), El siglo del populismo, trad. I. Agoff., Barcelona, 2020, p. 43), que debe ser superada con una adecuada ‘perspectiva de género’, evitando por lo demás toda ‘judicialización de la política’ (que es un modo efectista de justificar espuriamente la violación del principio de legalidad y el Estado de Derecho). Además, este planteamiento populista general, por su vertiente de género se apoya singularmente en lo que hace ya muchos años, Gilles Lipovetsky (La troisième femme. Permanence et révolution du féminin. París. 1997, pp. 70 ss.) constataba como el auge de una ‘victimología imaginaria’ basada en un ‘estricto maniqueísmo’ de, en el fondo, schmittianas resonancias:

Todo hombre es potencialmente un violador y un acosador; toda mujer, una oprimida. Del mismo modo que los hombres son lúbricos, cínicos, violentos, así las mujeres son presentadas como seres inocentes, buenos, desprovistos de agresividad. Todo el mal se arraiga al hombre (id., p. 72).

Coherente con esta victimología imaginaria es la afirmación de una presunta “cultura de la violación” en nuestra sociedad. Sin embargo, como bien ha demostrado en España Pablo de Lora (en su libro Lo sexual es jurídico (y político) p 59), “ni los datos ni las actitudes permiten afirmar la existencia de tal cultura”, que debiera supuestamente contrarrestarse con la aplicación del Derecho bajo una enigmática y sospechosa perspectiva de género. Desde luego, constatar una victimología imaginaria no significa que las agresiones a las mujeres sean imaginarias cuando tienen lugar; como negar la cultura de la violación no significa que no haya violaciones. Cuando se producen de hecho son innegables, pero “las estadísticas escalofriantes que esgrimen las feministas lo son menos”, como nos advertía el propio Lipovetsky (1997 p. 71) hace ya tantos años.  Y no es de extrañar. Como acabamos de ver, los hechos son irrelevantes para las señoras Montero y Rodríguez. En su ilusorio mundo de buenos y malos por naturaleza (i.e. por nación, pero también por género, por lengua, etc.), la señora Rivas ya había sido ungida con los óleos sagrados de las víctimas del heteropatriarcado y, una vez calificada como tal, ninguna de ellas puede hacer mal ninguno.

El caso Rivas no es más que una mota de iniquidad sobre la punta feminista de un inmenso iceberg populista contra el que nuestro Estado constitucional (como tantos otros) ha encallado como un torpe Titanic. Mientras la orquesta no deja de tocar, quizá todos tengamos algo de culpa en este naufragio jurídico-político que vivimos y yo desearía a continuación sugerir qué responsabilidad corresponda a la institución a la que sirvo: la Universidad. A mi modo de ver, la contribución mediata de (buena parte de) la Universidad al feminismo posveritativo, ilustrado por el caso Juana Rivas, ha seguido dos pasos: primero la frívola relativización de la verdad y, segundo, la interesada legitimización de la posverdad (vid. e.g. MacIntyre 2018), es decir, de la postergación de la verdad con propósitos meramente ideológicos.

 

El primer paso: charlatanería o frívola relativización de la verdad

El primer paso ha tenido lugar mediante la exacerbación de una forma de pensamiento, el pensamiento posmoderno, que promueve un fuerte escepticismo epistemológico (i.e. no cabe ningún conocimiento objetivo), y cuyo trasunto jurídico más importante suele ser un fuerte escepticismo interpretativo (i.e. no cabe ninguna interpretación objetiva de las palabras del Derecho, ni de nada parecido).

En la filosofía del Derecho, quizá fuera una buena muestra de esta forma de pensamiento el uso alternativo del Derecho que se gestó en la Italia de los 70, así como los célebres Critical Legal Studies de los 80 en los EE.UU., cuyo lema fue “Law is Politics”. En síntesis, la idea central de estos movimientos podría formularse así: como al Derecho le podemos hacer decir cualquier cosa mediante interpretación (tesis de la indeterminación radical), entonces conviene que los jueces aprovechen esa circunstancia para hacer efectiva la verdadera Justicia, que el Derecho (intrínsecamente opresivo) del capitalismo negaría a los sufridos justiciables.

Como vemos, el escepticismo (interpretativo) es un aliado natural de los activistas judiciales, que suelen conceder poca importancia al texto de la Ley y mucha a ciertos valores. Pues bien, esta alianza entre escépticos ante la Ley y activistas políticos en el Derecho se mantiene sin duda cuando se proyecta desde el discurso sobre las normas al discurso sobre los hechos, puesto que, tal y como nos enseña el caso Juana Rivas, los activistas políticos apenas otorgan importancia a los hechos y sí mucha a los valores (en concreto, a los suyos propios, con total desprecio de los de cualquier discrepante).

En un principio, sostener tesis escépticas sobre la interpretación del Derecho y sobre la verdad pudiera parecer inocuo. De hecho, el pensamiento posmoderno que triunfa en los más variados departamentos con ínfulas filosóficas no hace en principio demasiado mal a nadie mientras se confine en sus polvorientos seminarios y mientras su discurso se mantenga meramente contemplativo. Ciertamente, todo desprecio de la verdad suele comportar tarde o temprano consecuencias nocivas; pero en un principio, como digo, el escepticismo posmoderno (sobre el Derecho y sobre la realidad a que se aplica) suele concitar en el ámbito académico incluso cierta simpatía precisamente por su apariencia transgresora, pero inofensiva. Los más veteranos lo escuchan arrullados por nostalgias sesentayochistas. Los más jóvenes asienten por razones de malentendida tolerancia, falsa sofisticación y también desidia, actitudes todas muy extendidas en nuestras Universidades. Como nos dice Harry G. Frankfurt, la charlatanería denota, por encima de todo, una mera “ausencia de interés por la verdad” (Frankfurt H.G. (2006), On Bullshit. Sobre la manipulación de la verdad, trad. M. Candel. Barcelona, 2006, p 44); pero, como vamos a ver, de la charlatanería de algunos y la pusilanimidad de otros se han aprovechado maliciosamente muchos.

La Universidad actual (al menos la española, pero no solo ella) es un sistema relativamente cerrado sobre sí mismo. En relación con su afición a la bullshit, ello tiene la ventaja de que la intrascendencia de su charlatanería la mantiene inocua hasta cierto punto y a lo sumo ha servido secularmente para promover justas de vanidades y ambiciones ante los pontífices de sus escuelas (o antes los burócratas de la ANECA más recientemente). De un modo u otro, parece indiscutible que en la Universidad la charlatanería ha florecido en función de la ambición personal. A Stanislav Andreski (1973, p. 101, apud Bemejo 2009, p. 53) le debemos precisamente la siguiente “fórmula de la camándula verborrágica”, que nos permitiría cuantificar nuestra verborrea (a condición, bien es cierto, de cuantificar previamente otros aspectos difícilmente cuantificables):

V = A/K-1

Donde “V” representa “verborrea”, “A” representa “ambición” y “K” “conocimiento”. En consecuencia, el (infrecuente) índice de verborrea 0 se da cuando los niveles de ambición y conocimiento son equivalentes en el discurso del individuo. Y en efecto, en (buena parte de) la Universidad, la verborrea es inversamente proporcional al conocimiento y directamente proporcional a la ambición, pero (y aquí comienzan los problemas más serios) no solo a ella. Veámoslo.

 

El segundo paso: posverdad academicista

Los altos índices verborreicos de la Universidad son asumibles socialmente mientras los cultivadores de la charlatanería no aspiren a trasladar sus ideas a la realidad. Sin embargo, a la ambición académica de unos, y la pusilánime tolerancia con la charlatanería de otros se une a menudo un cierto narcisismo corporativo que ha llevado a muchos profesores universitarios a pensar que pueden y deben ser el motor de las transformaciones que reclama la sociedad, y ello sin haber tenido apenas contacto con esta y con sus problemas reales. Surge así el “discurso de la universidad redentora” (Bermejo, 2009, p. 120), que puede orientarse incluso sin ambición tanto en un sentido neoliberal (cuando el discurso redentor atribuye a la Universidad el monopolio de la excelencia, la calidad o el “I+D+i”), como en un sentido antisistema de izquierdas. Esto último sucede cuando sus miembros (pensemos en el llamativo caso del partido Podemos en España) asaltan desde las Universidades (el cielo de) la política activa con la inestimable ayuda de regímenes como los de Venezuela o Irán, que no se distinguen precisamente por promover la estabilidad internacional.

Los teóricos del populismo suelen distinguir oportunamente entre un populismo en las calles y un populismo en el poder (e.g. Arditi, B. (2009), “El populismo como periferia interna de la política democrática”, en F. Panizza (ed.), El populismo como espejo de la democracia, FCE, Buenos Aires, pp. 97-132., p. 108) y (una parte de) la Universidad ha consumado en su propio beneficio el tránsito desde el populismo en las calles hacia el populismo en el poder. Pues bien, sabemos que, una vez en el poder, los populistas buscan ante todo consumar estrategias de desintermediación (vid. Urbinati, N. (2020), Io, il popolo, trad. it. C. Bertolotti con revisión de la propia autora, Bolonia, 2020). Se trata de sortear el principio de legalidad (Estado de Derecho) y el filtro racional de instituciones como el poder judicial (también del jurisdiccional del Tribunal Constitucional) mediante una subversión del concepto representativo de lo democrático y una apelación fácil al poder de lo irracional. Con ese fin, una vez en el poder, los populistas siguen una triple estrategia que nos indica oportunamente Werner Müller (What is Populism? Philadelfia, 2016, pp. 44 ss.): (i) colonización del poder (colocar a los suyos en las instituciones con vocación de permanencia). (ii) clientelismo en masa (e.g. repartir 100 euros por las calles de su ciudad natal en el caso del austríaco Hayder o, quizá, repartir ayudas públicas a los jóvenes, siempre que puedan votar) y (iii) legislación discriminatoria.

Lo que Werner Müller denomina legislación discriminatoria consiste en legislar de tal modo que se preserve a los buenos en un Cielo de irresponsabilidad y se condene a los malos a un Infierno sin garantías. En el plano jurisdiccional, ello tendría su reflejo en la exigencia de la adopción por parte de los aplicadores del Derecho de una enigmática perspectiva de género y en la deslegitimación y preterición sistemática de los jueces y magistrados que se resistan a ello. Si atendemos a las manifestaciones de las señoras Rodríguez y Montero, entonces la perspectiva del género en el caso Rivas supone que hay que castigar invariablemente a los malos (los hombres) y exonerar invariablemente de toda responsabilidad a los buenos (las mujeres).

Da la impresión de que muchas feministas creen que tales iniquidades provisionales son el precio que pagar transitoriamente por alcanzar la justicia.  A mi juicio, por más justa que fuera su causa y dejando a un lado que la justicia no es el fuerte de quienes muestran tales maneras posveritativas, se trata, en términos puramente políticos y retóricos, de una estrategia de pan para hoy y hambre para mañana.  Es decir, en el medio plazo todo ello acabará por ser contraproducente para la propia causa feminista y quizá redunde un día (si no lo está haciendo ya) en una estigmatización de las propias mujeres en la medida en que puedan ser consideradas cómplices de tales excesos punitivistas con unos y cómplices de su exceso de indulgencia con otras. Y a mi modo de ver ello es así porque, quizá sin querer ser muy consciente de ello, el feminismo se está dejando instrumentalizar por el populismo actual y en esa medida se está convirtiendo en un verdadero rehén de este (vid. García Figueroa, A. “¿Unidas podemos? La deriva populista del feminismo” en C. Escribano Gámir (coord.), Escritos sobre mujeres y feminismo. Aspectos jurídicos, políticos, filosóficos e históricos, Toledo, 2021).

El caso Juana Rivas nos revela de manera especialmente trágica, en definitiva, cómo la legislación discriminatoria y la llamada perspectiva de género no son prácticas sin costes para nuestros derechos y libertades y sí una amenaza real a nuestro Estado constitucional de Derecho.