Por Juan Antonio Lascuraín

 

¿Podía un juez entender que un agente de la propiedad inmobiliaria que operaba sin haber obtenido el correspondiente título cometía un delito de intrusismo, porque se trataba del “título oficial” que requería el tipo (art. 321 CP 1973), aunque no fuera un título académico? (STC 111/1993). ¿Cabe entender que es “violenta” y por ello coactiva la conducta de unos trabajadores en huelga de impedir con su presencia la entrada de vehículos al recinto de la empresa? (STC 137/1997). ¿Puede interpretarse que la constatación en un contrato de una relación mercantil falsa entre los intervinientes “induce a error sobre su autenticidad” y es por ello una falsedad documental? (STC 123/2001, caso Filesa). ¿Es posible condenar como estafa y no como un fraude de subvenciones constitutivo solo de infracción administrativa el disfrute indebido de una beca escolar de transporte y comedor en cuantía inferior a la que demarca el delito de fraude de subvenciones (STC 13/2003?) ¿Cabe catalogar como una “defraudación” propia del delito fiscal un fraude de ley tributario (STC 120/2005)?

 

Interpretar y crear

Todas estas preguntas, y muchas otras que impugnaban interpretaciones judiciales de preceptos penales, fueron planteadas al Tribunal Constitucional en sede de amparo. Los demandantes consideraban que lo que habían hecho no encajaba en la descripción de la conducta delictiva contenida en el enunciado legal y que la subsunción que había realizado el juez penal se debió a una ilegítima reconfiguración de la ley. Así, las demandas no se referían ni podían hacerlo a que cabía una interpretación mejor, más correcta, de tal enunciado, lo que supondría convertir el recurso de amparo en una supracasación y al Tribunal Constitucional en un Suprasupremo, sino a que estábamos ante interpretaciones no posibles, a recreaciones de la norma, ante vulneraciones del derecho a la legalidad penal del artículo 25.1 CE, que comprende el derecho a la tipicidad, la vinculación del juez penal a la ley penal.

Las reticencias del propio Constitucional a entrar a este trapo en sus primeros años (“no somos un tribunal penal”) se vieron vencidas en los años noventa por dos factores de sentido opuesto. El primero (un “estamos demasiado pasivos”) es la propia lógica de los valores constitucionales de seguridad jurídica y de autoría parlamentaria en la definición de los delitos (por extremar el ejemplo, ¿acaso no hay un problema constitucional y no solo legal si se condena por homicidio doloso a quien ha matado intencionadamente una vaca?). Creo que el segundo factor (un contrapuesto “ahora hemos estado demasiado activos”) fue el excesivo amparo a los agentes inmobiliarios intrusos (STC 111/1993), amparo influenciado por el efecto perverso que generaba la limitación de la casación penal anterior y que afectaba a la igualdad penal (la Audiencia Provincial de Ávila podía condenar mientras que la de Segovia absolvía) y con una argumentación muy de legalidad ordinaria que hacía necesario dibujar la frontera entre la legítima interpretación judicial de la norma penal y la ilegítima creación de las fronteras del delito.

Se trata de un problema clásico de la teoría del Derecho que es relativamente independiente de cómo se conciba el rol de los jueces en el Estado democrático de Derecho, si como un rol “cognitivo – decisorio”, como hallador del verdadero significado de una norma que ya esté en ella y en el sistema jurídico, o como una especie de normador sucesivo, pues también en este caso las reglas de la legitimación democrática le imponen el no salirse de los cauces demarcados por el primer normador, el legislador.

 

El canon del Tribunal Constitucional

La respuesta del Tribunal Constitucional a esta delimitación del derecho a la legalidad penal, a la cuestión de cuándo cabía entender que el juez penal se había desvinculado de la ley, se perfila por primera vez en la STC 137/1997, en el supuesto ya mencionado de condena por coacciones en un conflicto laboral en el que se discutía la interpretación del concepto de violencia, y tiene una extensión inmediata para las sanciones administrativas – para la sujeción de la Administración sancionadora a la ley – en la STC 151/1997, en un caso bastante chusco de un capitán expulsado del ejército por atentar contra el honor y la dignidad militares “por consentir el adulterio de su mujer con un teniente”.

¿Qué dice el Constitucional? ¿Cómo analiza la queja relativa a que el entendimiento judicial de una disposición penal no es una interpretación de la misma sino en realidad una creación normativa y por ello posterior a la conducta a la que se aplica, y generada por un juez y no por el Parlamento?

Su punto de partida son los valores que están detrás del principio de legalidad, que son la seguridad jurídica y la autoría parlamentaria de la definición de los delitos y las penas. Arrancar de la seguridad jurídica entronca con la jurisprudencia del Tribunal Europeo de Derechos Humanos y su perspectiva de la previsibilidad. (Estrasburgo no parte también del valor de la democracia en forma de autoría parlamentaria de la definición de delitos y penas por la tradición anglosajona, que no actualidad, de generación jurisprudencial de delitos.)

Si lo que importa es la seguridad (la previsibilidad de la condena) y respeto por parte del juez de la decisión legislativa va de suyo que éste habrá de respetar ante todo el “tenor literal del enunciado normativo, que marca en todo caso una zona indudable de exclusión de comportamientos”, pues “el mensaje normativo se expresa con palabras y con palabras es conocido por sus destinatarios” (STC 137/1997, FJ 7). Lo que sucede es que la semántica es potencialmente muy amplia. Su solo respeto en la interpretación judicial no garantiza una aplicación esperable de unas normas que se insertan y cobran su sentido en un sistema y cuya justicia depende del respeto a ciertos valores esenciales. Hay que aportar nuevas razones para justificar que estamos ante, la “administración judicial de la soberanía popular”. Y esas razones son de valor y de método. La actuación judicial ha de ser valorativa y metodológicamente razonable: “habrá de ser analizada desde las pautas axiológicas que informan nuestro Texto constitucional y desde modelos de argumentación aceptados por la propia comunidad jurídica”. Dicho a la inversa, “no sólo vulneran el principio de legalidad las resoluciones sancionadoras que se sustenten en una subsunción de los hechos ajena al significado posible de los términos de la norma aplicada. Son también constitucionalmente rechazables aquellas aplicaciones que por su soporte metodológico -una argumentación ilógica o indiscutiblemente extravagante- o axiológico -una base valorativa ajena a los criterios que informan nuestro ordenamiento constitucional- conduzcan a soluciones esencialmente opuestas a la orientación material de la norma y, por ello, imprevisibles para sus destinatarios” (STC 137/1997, de 21 de julio, FJ 7).

Este canon se completa con determinada exigencia de motivación, desarrollada en la STC 151/1997. Ciertamente, en principio, la motivación es el contenido del derecho genérico a la tutela judicial efectiva. Pero existen supuestos en los que la quiebra de la legalidad penal, del derecho a la tipicidad, proviene, no de una subsunción incorrecta, sino de una subsunción dudosa e inexplicada. Y por cierto: las exigencias de motivación son mayores cuanto menos determinado esté el tipo penal. Lo que no precisa el legislador, debe precisarlo el juez. Como afirma contundentemente la sentencia “[e]l déficit de la ley sólo es compatible con las exigencias del principio de legalidad si el Juez lo colma” (FJ 3). Se parte de cierta tolerancia con el mandato de determinación que debe venir compensada por el juez, construcción esta que, como ha subrayado Víctor Ferreres, debería apuntalar la irretroactividad de la jurisprudencia desfavorable.

Este canon parte, pues, de que el principio de legalidad garantiza al ciudadano la previsibilidad de su condena y que desde tal punto de vista, en lo que atañe a la aplicación judicial de la ley, lo previsible es una actuación del juez que se ajuste a la semántica del enunciado y que respete los valores constitucionales y los métodos aceptados de interpretación. Lo previsible es que la actuación del juez sea razonable: semántica, axiológica y metodológicamente razonable. De la seguridad a la previsibilidad y de la previsibilidad a la razonabilidad.

No sobra recordar, en fin, algo que ya he apuntado: que el problema constitucional no es ni puede ser el de la interpretación óptima de las normas penales desde el punto de vista de los valores constitucionales, sino el de si cabe prever la pena: si cabe prever que la conducta era típica porque, en materia tan delicada como es el reproche social y la prisión, así lo han decidido los representantes de la ciudadanía.

Este esquema de análisis parece fácilmente compartible. Y de hecho ha tenido buena acogida doctrinal. Pero, como sabemos, en Derecho el diablo está en los detalles. Y cada nivel de análisis tiene los suyos.

 

Razonabilidad semántica

Son muy pocas la demandas de amparo en las que la queja es el desbordamiento judicial de la semántica del tipo, y es además difícil que se admita ese rebasamiento del tenor literal posible, que suele ser tendencialmente muy amplio, como lo muestra el mencionado caso de la “violencia” en las coacciones (STC 137/1997); o el “perjuicio grave del equilibrio de los sistemas naturales” (art. 325) de la STC 91/2009; o, recientemente, en el caso del procés, el “alzamiento tumultuario” (STC 106/2021).

Sí se otorga el amparo en dos casos claros. En el resuelto por la STC 91/2009 (que sorprendentemente otorga el amparo por vulneración del derecho a la tutela judicial efectiva) porque la cuota de multa (no el número de cuotas) se impuso en virtud de la gravedad del hecho y no, como establece el artículo 50.5 CP, “teniendo en cuenta exclusivamente la situación económica del reo”. En el supuesto analizado por la STC 124/2010, porque la sentencia prohíbe que la revisión de una medida de seguridad de internamiento en un centro psiquiátrico se realice antes de transcurridos ocho años, en contra de la revisión anual que impone el artículo 98 CP.

El tope del tenor literal posible no debe ser sin embargo menospreciado, como lo demuestra el Convenio Europeo de Derechos Humanos, que sigue admitiendo la punición “según los principios generales del derecho reconocido por las naciones civilizadas” (art. 7.1), lo que llevó a la incomprensible sentencia de desamparo del soldado tirador del muro en la antigua Alemania Oriental, luego condenado por homicidio tras la reunificación, a pesar de que su conducta quedaba tan justificada por el cumplimiento de un deber que fue incluso en su día condecorado (STEDH K. H. W. c Alemania, 22.03.01).

Pero quizás, si lo que nos importa es la seguridad, la regla del tenor literal sepa a poco, dada la porosidad del lenguaje (dado que la semántica todo lo aguanta) haya que ir transitando hacia un principio en sentido alexyano (mandato de optimización) que prescriba el mayor acercamiento posible al uso más convencional del lenguaje y que delimite un punto de intolerabilidad constitucional más exigente que el del tenor literal posible. Naturalmente que respetarían ese punto las definiciones normativas, como la de llaves falsas, pues la propia norma crea la convención, como por cierto ha terminado sucediendo con interpretaciones judiciales reiteradas que en principio eran rebasadoras del tenor literal posible, como sucedió históricamente con el escalamiento.

Un riesgo de la razonabilidad semántica es el de su soledad como criterio: el de entender que una interpretación debe hacerse sin más porque lo permite su tenor literal, que no sería reducible por otros parámetros sistemáticos o de justicia. Es una tentación infrecuente pero que se convirtió, creo, en pecado, en algún caso. Estoy pensando ahora en la sentencia (STS 677/2018, de Pleno, con cuatro votos discrepantes) que rectificó en sentido ampliatorio el concepto de violencia de género del artículo 153.1 CP, delimitándolo solo mediante tres elementos (sujeto activo varón, sujeta pasiva mujer, relación de pareja actual o pretérita), porque “cuando se exige […] que […] se adicione un elemento intencional o subjetivo de dominación o machismo en el derecho probatorio, se está produciendo un exceso en la exigencia de la prueba a practicar en el plenario que no está requerido en el tipo penal […]. No podemos olvidar que si existe una vinculación a la predeterminación positiva de la regla debe asegurarse en todas sus decisiones la seguridad jurídica”.

 

Razonabilidad metodológica

En relación con la irrazonabilidad metodológica creo que lo que más sorprendió de la jurisprudencia constitucional fue la utilización del adjetivo “extravagante” para definirla. Con razón se criticó que muchas interpretaciones de enunciados legales que son en principio radicalmente heterodoxas acaban imponiéndose como las más coherentes con el sistema y las más justas. La corrección, la justicia en este ámbito no es un asunto de mayoría de adhesiones, sino de respeto a ciertas reglas del pensamiento y de adhesión a ciertos valores. De ahí que deba acentuarse que la extravagancia proscrita no es la del resultado de la interpretación, sino la del método utilizado. De ahí también que deba repensarse si el término “extravagancia”, de génesis bastante casual, es el más adecuado para expresar lo que en último término no es sino la quiebra de la lógica jurídica. Sigue utilizándose el adjetivo “extravagante”, aunque se ha precisado adecuadamente que de lo que se trata es de que “la exégesis y subsunción de la norma no incurra en quiebras lógicas y sea acorde a modelos de argumentación aceptados por la propia comunidad jurídica (SSTC 91/2009, FJ 6; 153/2011, FJ 8).

La razonabilidad metodológica suscitó dos inquietudes adicionales. La primera hace a la prueba de que el método de interpretación no es uno de los aceptados por la comunidad jurídica. A partir de la propia sentencia que se impugna, y a partir de la índole constitucional del Tribunal, este afirma que es el demandante el que debe demostrar la “extravagancia” (STC 123/2001, FJ 13). Pero es frecuente que el demandante alegue que si de lo que se trata es de mostrar que nadie llega a tales resultados interpretativos, o que nadie hace así las cosas, lo que se le está pidiendo es la diabólica prueba de un hecho negativo. Un argumento algo exagerado en cuanto que bastaría con poner encima de la mesa las interpretaciones alternativas.

La segunda inquietud es la de la diferenciación de este criterio (en esencia, irrazonabilidad jurídica) con el propio de la tutela judicial efectiva (en esencia, manifiesta irrazonabilidad jurídica), máxime si cuando, como por ejemplo en materia de prescripción, este canon es un canon reforzado: si el propio Tribunal admite que entre el artículo 24.1 (tutela judicial efectiva) y el artículo 25.1 (legalidad sancionadora) existe una especie de 24 y medio si en el trasfondo está otro derecho fundamental como el derecho a la libertad.

Por cierto, que en los últimos tiempos esta jurisprudencia tan matizada tiende a embarullarse en varias concesiones de amparo recientes en materia de prescripciones no apreciadas que, sin mayor explicación, lo son, frente a la jurisprudencia anterior, por derecho a la legalidad penal y además, extrañamente, “en relación con el derecho a la tutela judicial efectiva” (SSTC 12/2016, 14/2016, 33/2022, 64/2023); o por derecho a la tutela judicial pero en relación con el derecho a la legalidad (STC 25/2018); o lo son por derecho a la legalidad después de haber afirmado que el canon aplicable era el del artículo 24 CE (STC 14/2016).

En relación con este nivel metodológico de análisis de la legalidad penal son mencionables las concesiones de cuatro amparos. El primero es el de la STC 13/2003, ceo que discutible, que entiende que un fraude de subvenciones inferior a 120.000 euros no puede ser considerado como estafa (era el caso mencionada de una señora que recibía subvención para el transporte escolar de su hijo a pesar de que el mismo residía en la misma localidad que su colegio). El segundo amparo es el muy conocido de la STC 120/2005, que afirma que el fraude de ley tributaria no puede ser subsumido como un supuesto de defraudación penal. El tercero es el de la STC 78/2012, que anula una sanción administrativa a una empresa por no solicitar autorización para incrementar su participación en otra, desconociendo con ello la jurisprudencia del TJUE al respecto. El cuarto, reciente, lo es por condena por quebrantamiento de una medida cautelar de alejamiento formalmente vigente pero en el seno de un procedimiento penal que había sido sobreseído (STC 78/2021).

 

Razonabilidad axiológica

La invocación de que una interpretación era axiológicamente irrazonable ha venido frecuentemente de la mano de la invocación de que la conducta típica constituía el ejercicio de un derecho, y fundamental (a la huelga, a la libertad de expresión, a la manifestación política), con lo que la cuestión de legalidad penal se ceñía a la inapreciación de una causa de justificación. En tiempos recientes este ha sido el doble enfoque (el de legalidad penal y el propio del derecho fundamental) de las demandas de amparo de los condenados por el procés (la primera sentencia al respecto es la STC 91/2021); del expresidente de la Generalitat Torra, condenado por desobediencia (STC 25/2022); del también expresidente Artur Mas, y también condenado por desobediencia en relación con la convocatoria de la primera consulta independentista (STC 170/2021); de los condenados por los actos de “Aturem el Parlament” (STC 133/2021); o del caso de la perturbación de una celebración religiosa con propaganda pro legalización del aborto (STC 192/2020).

Pero, como ya se afirmara en el ATC 4/2008 (caso De Juana Chaos, por su condena por unas publicaciones), el Tribunal considera que aunque las perspectivas de análisis ex legalidad penal y ex libertad de expresión son en principio distintas, convergen si lo que se alega es que la interpretación es axiológicamente irrazonable por desconocimiento precisamente del alcance de la libertad de expresión. Ceo que en estos casos no se produce una doble perspectiva sino, si se quiere expresar así, una relación de consunción a favor de la perspectiva sustantiva (la del derecho fundamental) frente a la perspectiva formal (la de legalidad), que en estos casos nada aporta.

Comento esto para comentar algo que me interesa más ahora, que es el de los supuestos en los que no hay en rigor ejercicio legítimo del derecho fundamental pero el hecho típico constituye un exceso del mismo “que no alcanza a desnaturalizarlo o desfigurarlo”, de modo que “el acto se encuadra en su contenido y en su finalidad y, por tanto, en la razón de ser de su consagración constitucional”. Como además esa frontera de la legitimidad es frecuentemente difusa, debe interpretarse que la conducta cae fuera del área típica si no quiere desalentarse el ejercicio del derecho con la amenaza de la prisión en un contexto de incertidumbre. Así lo exige la toma en cuenta de la axiología constitucional: el principio de proporcionalidad en el tratamiento del derecho. Lo contrario supondría un sacrificio desproporcionado del derecho, por el desaliento del ejercicio del mismo que la pena de prisión supondría (STC 104/2011, FJ 6).

Esto es jurisprudencia teórica del Tribunal Constitucional, siguiendo al Tribunal Europeo de Derechos Humanos, desde la famosa STC 136/1999 (caso de la Mesa Nacional de Herri Batasuna), para afirmar en aquel caso la desproporción del tipo penal de colaboración con organización terrorista. Digo “teórica” porque la tendencia reciente del Tribunal en los casos reseñados ha sido la de afirmar su doctrina pero aplicarla muy restrictivamente de modo muy poco convincente. En realidad, la de no tomarse en serio la doctrina del efecto desaliento negando el evidente contexto político en el que se desenvuelven los hechos enjuiciados. No sobra recordar que ese marco genérico de ejercicio de derechos fundamentales no necesariamente debe llevar a la absolución; el valor que aporta puede ser recogida mediante una eximente incompleta de ejercicio de un derecho fundamental. Creo que esta opción hubiera evitado la desproporción punitiva en la sentencia del procés.

En las sentencias del Tribunal Constitucional que respondían a la petición de amparo frente a la sentencia penal del procés se considera así que no se trataba “más que un aparente ejercicio del derecho de manifestación” y que se desplegaron “conductas ajenas al haz de facultades que confiere el derecho de reunión” (STC 47/2022, FJ 8); en el caso Mas, en el que por cierto se olvida que la pena no era de prisión, lo que es muy relevante para la apreciación del desaliento, se señala que el derecho de participación política “no resulta reconocible ni en su contenido ni en su forma en el meritado proceso de participación ciudadana” (STC 170/2021, FJ 8); en el supuesto de acoso a los parlamentarios catalanes la STC 133/2021 llega a afirmar que “la invocación del derecho fundamental se convierte en un pretexto para la comisión de un hecho antijurídico” (FJ 7).

 

Alguna conclusión

Concluyo esta ya larga entrada. Me parece atinada y afilada la jurisprudencia constitucional en torno a la vinculación del juez a la ley penal. Y en relación con esa triple razonabilidad que la conforma también me parece:

que es replanteable, por ser en exceso condescendiente, el criterio del tenor literal posible;

que el segundo criterio no tiene que ver con la extravagancia, sino con la sistematicidad básica, con la lógica jurídica, con los criterios de interpretación aceptados por la comunidad jurídica;

– y que la irrazonabilidad axiológica es especialmente fecunda, no cuando opera con derechos fundamentales, que ya tienen su cauce propio, sino cuando opera con principios (como el de igualdad o el de proporcionalidad) y cuando opera con excesos en el ejercicio de los derechos fundamentales, algo que el Tribunal Constitucional proclama pero que no se toma suficientemente en serio.


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