Por Gonzalo Quintero Olivares

Rara vez se presta atención a los muchos problemas penales que podemos calificar como endémicos, que nunca han sido abordados en profundidad, como, por ejemplo, las falsedades documentales, causantes de incomprensibles exacerbaciones de las penas, o el excesivo número de delitos de peligro abstracto o el régimen de incriminación de la tentativa de delito que dan lugar a un exceso de posibilidades de intervención del derecho penal.

La lista de temas necesitados de una reflexión profunda podría ampliarse pero, durante el año 2024 he tenido noticias de resoluciones judiciales o trabajos doctrinales sobre temas como la aceptabilidad de la tentativa en los delitos de peligro, o su cabida en figuras como la estafa procesal, o en los delitos contra la libertad sexual. Estas diferentes cuestiones me llevan a seleccionar para estas notas, el tema de la regulación de la tentativa en nuestro derecho, que, en mi opinión, requiere una urgente modificación sustancial.

Fuera de duda está que el delito intentado ha de ser penalizado, pero no necesariamente siempre, como sucede en el derecho penal español con su tradicional sistema de incriminación ilimitada de la tentativa de delito. Es cierto que doctrinalmente se marcan límites, como que la tentativa no cabe, por razones técnicas, ni en los delitos de simple actividad, ni en los delitos puros de omisión – con la omisión impropia el tema difiere absolutamente – pero, siendo eso cierto, no es suficiente, pues la punibilidad de la tentativa ha de limitarse, ante todo, por razones político-criminales, sin perjuicio de ulteriores limitaciones por razones dogmáticas, como puedan ser la estructura del tipo o la inidoneidad de la acción.

Con un sencillo ejercicio de comparación se comprueba que, en casi todos los Códigos penales de Europa Occidental, y, concretamente, en los Códigos francés, alemán o portugués, el ‘intento’ o ‘tentativa’ de cometer un delito solamente se castiga en relación con delitos de una cierta gravedad (por la pena que comportan) y en aquellos casos en que expresamente la ley lo indica. Por lo tanto, son muchos los delitos en los que se decide excluir el castigo de las formas imperfectas de ejecución, aunque sean teóricamente imaginables. La razón es fácilmente apreciable: la regla es que los delitos solo se castigan cuando se han consumado, y la punición de otras formas de acción delictiva, como la ejecución imperfecta o los actos preparatorios son excepciones a la regla, que, por lo mismo, se han de aceptar restrictivamente, pues en relación con muchos delitos no tiene sentido su castigo, pues ni es tan grave la ofensa a la colectividad ni hay razones de prevención general que lo justifiquen.

Por ello castigar la tentativa de cualquier delito de resultado, como teóricamente permite el Código penal español, es un modo perfecto de violar el principio de intervención mínima o extrema ratio. Pero tradicionalmente el legislador español se ha resistido a introducir modificaciones en el régimen de incriminación de la tentativa, a pesar de haber tenido ocasión de hacerlo, pues, con  ocasión de los diversos Proyectos que precedieron al Código Penal de 1995,  doctrinalmente se plantearon – en relación con la limitación de la punibilidad – dos demandas: la de incriminación específica de los delitos imprudentes, en lugar del tradicional régimen de fórmula genérica, y la concreción de los casos en que la tentativa debía de ser punible, además de revisar previamente la descripción misma de lo que era una tentativa. La primera demanda fue atendida, pero no así la segunda.

En relación con el delito imprudente el legislador (bajo esa etiqueta se incluyen las diferentes fuerzas que convergieron en la preparación del texto legal) aceptó que era necesario atender a los consejos doctrinales y, pensando además en las consecuencias prácticas, acabar con las dudas insoportables sobre cuántos delitos admitían la forma imprudente. Pero, incomprensiblemente, la misma reclamación doctrinal referida a la ejecución imperfecta cayó en saco roto, y el Código Penal de 1995 (al igual que los proyectos que le precedieron) mantuvo el sistema de incriminación genérica de la tentativa. Solo se aceptaba la tradicional exclusión de la tentativa de faltas, que solamente se castigaban en grado de consumación, salvo las que lo fueras contra las personas o el patrimonio (art.15-2 CP, hoy derogado al suprimirse las faltas).

La decisión del legislador de 1995 dejaba abiertos dos problemas diferentes.

El primero y más grave, y que es el de base político-criminal, es el exceso de intervención que supone la ilimitada posibilidad de castigar la tentativa, incluyendo a infracciones penales que solo pueden merecer relevancia penal cuando alcanzan el estadio de consumación, como, por ejemplos, delitos de hurto o de daños de poca entidad patrimonial.

El segundo, generador de complicados problemas técnicos, es la extensión de la tentativa a todos los delitos de resultado, siendo así que entre esa clase de delitos se incluye por buena parte de la doctrina a los delitos de peligro concreto (entendiendo que la creación de peligro es un resultado), y, en algún caso aislado, se ha llegado a extender la apreciación de tentativa delitos de peligro abstracto.

Quien me honre leyendo estas notas tal vez dirá que precisamente la estructura dogmática del delito intentado es una de las materias sobre las que mayor cantidad de estudios doctrinales se han producido, y eso es indiscutible. Pero, así y todo, quedan temas abiertos, además del principal (el sistema de incriminación genérica), pero no es el único, y, por citar otro más, convendría plantear si es posible configurar un concepto único de tentativa, válido por igual para el asesinato o para el delito urbanístico. La experiencia comparada muestra que la vía de la definición común, la usual, contrasta con la diversidad de momentos en que se sitúa la consumación de los delitos de resultado, lo que, a su vez, condiciona el espacio apto para la tentativa. Pero dejaré ese tema de lado para pasar a otros que creo requieren atención prioritaria.

Entre los males que comporta un sistema de incriminación genérica de la tentativa hay que recordar otras causas, como es la puerta abierta a la posibilidad de que se admita la tentativa en estructuras típicas que, en mi opinión, no la permiten, cual es el caso que he mencionado al principio de los delitos de peligro concreto, y si opino así es por las siguientes razones:

El nacimiento y la proliferación de los delitos de peligro obedece a razones harto expuestas en doctrina, y, en el caso de los delitos de peligro abstracto, se ha llegado a una hipertrofia del recurso al derecho penal cuando, en relación con casi todos ellos, habría bastado con establecer una infracción administrativa. Pero en lo que respecta a los delitos de peligro concreto el análisis y valoración han de ser diferentes, pues, efectivamente, en esa clase de infracciones es preciso que se haya generado una situación efectiva de riesgo para la indemnidad del bien jurídico protegido, del objeto de tutela, si se prefiere otra expresión, riesgo que no se ha traducido en un resultado. Desde el punto de vista externo sucede lo mismo que en el delito intentado: se ha iniciado un curso causal que no ha llegado a consumarse. A partir de ahí cabe preguntarse si tiene sentido abrir la posibilidad de castigar le ejecución inacabada de una tipicidad que, a su vez, describe una ejecución inacabada.

Hay que reconocer que, si no existieran los delitos de peligro concreto las conductas que en ellos se describen resultarían impunes. Pero la razón de que así sea es substancialmente técnico-jurídica, puesto que no se admite, por razones dogmáticas, que no voy a reproducir, la apreciación de fases imperfectas de ejecución (tentativa) en el delito culposo. Es evidente que, en las situaciones típicas de los delitos de peligro concreto, si se llegara a demostrar que el autor perseguía el resultado intencionadamente o incluso eventualmente, aunque esa frontera de duda es precisamente una de las diferentes razones que han empujado a la creación de delitos de peligro, estaríamos ante un delito doloso contra la vida, la integridad física o bienes de cualquier otra clase, que se habría cometido en grado de tentativa.

Por eso mismo se puede aceptar que la incorporación de los delitos de peligro a las leyes penales partió, históricamente, de dos factores: el primero, que los delitos imprudentes nunca son de simple actividad (al margen de que sean imaginables conductas imprudentes sin resultado), y, en segundo lugar, la imposibilidad de imputar como tentativa de graves delitos de resultado conductas en las que lo único apreciable sin temor a equivocaciones es su carga de peligro objetivo para un bien jurídico, pues el deseo (dolo directo) o aceptación (dolo eventual) del resultado lesivo no estaba comprendido subjetivamente en la conducta del autor, pues si se demostrase lo contrario lo procedente sería calificar el hecho como tentativa del correspondiente delito de resultado. Por supuesto solo me estoy refiriendo a la valoración de una técnica legislativa, sin perjuicio de que concurra una demanda social de asegurar el castigo de conductas generadoras de peligro, que sería la explicación político criminal. No hace falta un gran esfuerzo de comprensión para aceptar que no sería fácil castigar como tentativa de homicidio o lesiones una conducción temeraria poniendo en peligro la vida o integridad de otras personas, pero se considera imprescindible la represión penal de esa clase de acciones.

En las situaciones propias de los delitos de peligro concreto estamos ante acciones que, en caso de producción del resultado se tratarán como delitos imprudentes y no como delito doloso. Está fuera de lugar hablar de un dolo de peligro cuando a lo sumo estaremos ante una culpa con o sin previsión, caracterizada porque en teoría atañe a bienes jurídicos muy importantes y viola normas de especial rigor en sus medidas preventivas.

En el fondo, esa aparente contradicción, que no es tal, la reconoce el legislador cuando   advierte que la materialización del riesgo en un resultado de lesión de ese bien jurídico, que teóricamente debiera dar lugar a un concurso de delitos, no producirá esa consecuencia sino la preferencia del delito de resultado (normalmente culposo), normalmente castigado con pena mayor. Así, y del mismo modo que en los delitos dolosos la consumación absorbe la tentativa, en un delito de peligro la consumación del riesgo absorbe el (delito de) peligro.

He señalado que la materialización del riesgo da lugar, normalmente, a la apreciación de un delito culposo, aunque esa “regla” tiene excepciones, precisamente en los casos en que la ley parte de que la actitud del agente no es la propia del comportamiento imprudente, sino que entra en el terreno del dolo eventual, como ocurre en el supuesto contemplado en el art.381 CP (obrar con manifiesto desprecio por la vida de  los demás), pues en ese caso, la producción de un resultado da lugar a la imposición de una pena superior a la que habría correspondido al homicidio culposo.

Dejando de lado esa cuestión y volviendo al punto inicial, es evidente, según creo, que no tiene sentido plantear la tentativa en un delito de peligro concreto, pues en realidad, materialmente, es tanto como querer castigar ‘el intento del intento’, por más que se argumente que los delitos de peligro concreto son delitos dolosos (por el ‘dolo de peligro’) y de resultado ( por la creación de riesgo), pues eso no se corresponde ni con la verdad material ni con lo que se acepta como actitud  subjetiva en esa clase de delitos. Es evidente que sólo forzando el sentido de las palabras se ha compuesto la diferencia entre delitos de «resultado material» y «resultado de peligro», pues lo cierto es que el parecido entre una puesta en peligro y una lesión efectiva puede declararlo el jurista, pero no la realidad. Es cierto que la sensación de riesgo describe una situación perceptible por los sentidos, mas también es cierto que no es comparable a la lesión. El uso de la expresión ‘resultado de peligro’, y en general la dogmática de estos delitos, exige pues de una dosis de imaginación jurídica para poder ser comprensible, pues en apariencia si sólo se ha creado un peligro lo cierto es que por definición no ha habido resultado. Pero el derecho puede proclamar que así ha sido, y el penalista sostener que la alarma o la turbación creadas son un resultado.

Mas si emprendemos ese camino (el de la alarma y la turbación como resultado) será difícil negárselo a algunos delitos de los llamados de ‘simple actividad’, con lo cual la perfección sistemática acaba resquebrajándose, y ya no puede extrañar que se quiera contemplar la admisibilidad de la tentativa, lo cual solo puede evitarse eficazmente a través de una modificación de la ley que lo haga imposible, y sobran razones político-criminales y dogmáticas para hacerlo.