Por Jesús Alfaro Águila-Real
A propósito de Pauline Maier, The Revolutionary Origins of the American Corporation, 1993
aquí la segunda parte
Introducción
El trabajo que resumo y comento a continuación es extraordinario. La autora repasa la explosión de ‘incorporaciones’ (cuando use, en adelante, este término, es para referirme a la constitución de corporaciones) que tuvo lugar en los EE.UU. tras la revolución americana. En la década de los 1780, los parlamentos de cada una de las trece colonias «crearon corporaciones en números records«. Al mismo tiempo, en Inglaterra, por efecto de la quiebra de la Compañía de los Mares del Sur (Bubble Act), el Parlamento británico las autorizaba con cuentagotas y en Francia, la revolución acabó con todas las preexistentes por considerarlas ‘manos muertas’ que impedían la creación de mercados de bienes, especialmente de tierras y la asignación de los bienes de capital a quien pudiera explotarlos más eficientemente.
¿Por qué? La conclusión de la autora se condensa en este párrafo:
… la proliferación de corporaciones representó la forma más significativa de colectivismo que surgió de la Revolución (americana). De acuerdo con la visión convencional, la sociedad integrada y jerárquica del pasado monárquico dio paso a la era de Jackson a una nación de individuos aislados que trabajaban solos en su propio interés. Es posible argumentar, sin embargo, que los americanos sustituyeron los viejos lazos entre superiores y subordinados por nuevos vínculos sociales contraídos voluntariamente por ciudadanos iguales a través de constituciones (estatutos sociales) de su propio diseño y dentro de asociaciones voluntarias que frecuentemente recibían la sanción oficial a través del proceso de incorporación… la proliferación de corporaciones podía señalar, en efecto, la trasposición del federalismo a las relaciones asociativas locales cotidianas, de modo que «todo el sistema político» estaba «compuesto por una concatenación de varias corporaciones, políticas, civiles, religiosas, sociales y económicas», en las que la nación misma era una «gran corporación, que comprendía a todas las demás… «El Estado es concebido como una ‘pluralidad de corporaciones’.
Obsérvese que esa era la concepción medieval (‘una concepción organológica de la Sociedad‘) y era la concepción hobbesiana del Estado y la Sociedad: una pluralidad de corporaciones coordinadas jerárquicamente entre sí. La diferencia no puede ser, sin embargo, mayor: tras la Revolución americana, el centro es el individuo, no la Sociedad como ocurría en la Edad Media.
Para desarrollar este proyecto de cooperación social entre individuos libres e iguales los americanos tenían que recurrir a la corporación (no había una alternativa disponible) pero debían transformarla primero porque utilizar el ‘patrón de la corporación medieval les hubiera devuelto al lugar del que huyeron. De modo que rescataron la corporación, dice la autora:
una institución casi moribunda en la Inglaterra de finales del siglo XVIII, y utilizaron su capacidad para empoderar a individuos cuyos recursos no estaban a la altura de su imaginación. Intentaron recrearlo como un agente de oportunidades en lugar de un receptor de privilegios, para limitar su tendencia a exacerbar las desigualdades de riqueza, para idear controles sobre su poder potencialmente peligroso, para aprovecharlo más firmemente para el bien público.
La autora cita – ¡cómo no! – a Tocqueville y su deslumbramiento ante el gran número de asociaciones que se constituían en los EE.UU. Tocqueville veía en las asociaciones – en las corporaciones voluntarias – la garantía de la libertad de los débiles frente al Estado y frente a los individuos poderosos que pueden apoderarse de éste. Un pobre puede muy poco frente a un rico. Pero muchos pobres debidamente coordinados pueden mucho. Las corporaciones jugarán el papel de los aristócratas en el Antiguo Régimen dijo Tocqueville: controlar al gobierno y evitar que la república se convierta en tiranía.
¿La resurrección de la corporación?
Quizá no sea correcto afirmar que la corporación era una organización moribunda en Europa en el siglo XVIII y XIX. Quizá es mejor decir que lo que ocurrió en Europa, como en los EE.UU., fue que las antiguas corporaciones de origen medieval fueron transformándose o languideciendo o fueron suprimidas o absorbidas por el Estado o sustituidas por otras formas de organización. Así, por ejemplo, las ciudades perdieron el control sobre la actividad económica que se desarrollaba en ellas, que pasó al Estado. Los gremios y consulados se extinguieron tempranamente en Inglaterra, mucho antes que en el centro o el sur de Europa; los monasterios fueron suprimidos en Inglaterra ya en el siglo XVI y las instituciones de caridad de la Iglesia absorbidas por el Estado. Pero, en sustitución de las corporaciones medievales, en Inglaterra se multiplicaron los trusts para articular la acción colectiva de los ingleses y las compañías ‘no incorporadas’ o los ‘business trusts‘ sustituyeron eficazmente a las prohibidas corporaciones de nueva constitución durante la Revolución Industrial (y lo propio en Alemania). En Francia, como se ha dicho, la Revolución las suprimió y no se permitió la creación de asociaciones. Pero florecieron las compañías comanditarias y se reconoció personalidad jurídica – y libertad de autoorganización – a todas las compañías comerciales. Las corporaciones se reservan, pues, en Inglaterra para las grandes empresas que requieren grandes capitales y estas no son las manufactureras sino la del sector de los seguros, los canales, el comercio trasatlántico, las carreteras, los bancos etc.
De modo que quizá sea mejor decir que la corporación, en Europa Occidental, estaba pasando por un período de transformación: las corporaciones que sirvieron para organizar la vida colectiva de los europeos en la Edad Antigua, Media y Moderna desaparecían pero aparecían nuevas corporaciones dedicadas al comercio, la industria, las obras públicas e infraestructuras y al avance de la ciencia, la educación, la cultura y la asistencia a los pobres además de la multiplicación de corporaciones mutualistas sobre todo en el ámbito de los seguros y la banca. La vieja corporación medieval, con sus privilegios y restricciones a la libre iniciativa económica languidecía pero seguía pimpante en el ámbito de las nuevas empresas de gran envergadura que no podía realizar el Estado y en la articulación de las iniciativas sociales en el campo de la ciencia, la educación, la cultura y la religión (los católicos en Inglaterra se organizaron a través de trusts según cuenta Maitland). Los tratadistas ingleses de la Edad Moderna distinguían entre corporaciones benéficas y no benéficas. Ni siquiera hablaban de las business corporations porque tenían una importancia marginal en el siglo XVIII y porque todavía concebían a la East India Company como una concesionaria de poderes soberanos de la reina de Inglaterra.
Por eso creo que la única diferencia entre Inglaterra y EE.UU estriba en que para ampliar la «capacidad de los individuos» y promover la cooperación en el desarrollo de actividades económicas en una sociedad muy individualista, los ingleses utilizaron la company y el trust mientras que los americanos utilizaron la corporation.
¿Qué tipo de business corporations se autorizaron? Dice la autora que en la década de 1780 se incorporaron el banco de Massachusetts, la Compañía del Puente del río Charles (Charles River Bridge Company) y la Beverly Cotton Manufactory. En la década siguiente, se constituyeron 200 corporaciones, el doble que en la década anterior, entre ellas siete bancos, tres compañías manufactureras, seis compañías de seguro, dos moliendas y, sobre todo, compañías de infraestructuras («puentes, botavaras, canales, esclusas, obras hidráulicas y carreteras de peaje o mejorar puertos…»). Exactamente el mismo tipo de corporaciones que estaba autorizando el Parlamento británico en Inglaterra: las que requerían grandes capitales. Para el desarrollo de las actividades manufactureras, como ocurriría en Inglaterra y ya se ha dicho, la revolución industrial se bastó y sobró con la partnership, las unincorporated companies, los business trusts, y las sociedades comanditarias en el continente europeo, los norteamericanos se sirvieron de la partnership.
Como en Europa también, la radical distinción entre business corporations (la sociedad anónima en el continente europeo) y el resto de las corporaciones no se asentó hasta muy avanzado el siglo XIX. Hasta entonces,
«dos tercios de las corporaciones constituidas por las autoridades de Massachusetts en la primera década tras la promulgación de la constitución estatal de 1780 y casi la mitad de las constituidas en la década de 1790 lo fueran de ciudades, distritos y otras entidades locales y que en el resto, la mayor parte fueran asociaciones religiosas, instituciones educativas… benéficas… o culturales... como la Massachusetts Historical Society».
Y es probable que en el Derecho norteamericano esta distinción no se haya consolidado ni siquiera hoy (la autora cita a Oscar y Mary F. Handlin 1945). A mi juicio, no distinguir entre corporaciones que tienen un origen societario (tienen su origen en un contrato de sociedad celebrado entre los miembros iniciales de la corporación) y las corporaciones que tienen un origen fundacional (los que celebran el negocio jurídico constitutivo y redactan los estatutos no son ‘socios’, son ‘promotores‘) es fundamental para entender las diferencias de régimen jurídico entre una sociedad anónima, una mutua, una cooperativa, una asociación y una fundación.
La contribución al interés público de las corporaciones
Y esa falta de distinción permea la discusión norteamericana de las corporaciones hasta hoy y la apelación a que cualquier corporación sirve a un ‘public purpose’.
Véase para comprobarlo este trabajo de Elizabeth Pollman de 2021 en el que defiende que las corporaciones sólo se han autorizado históricamente por el Estado si tenían un ‘public purpose’ o este sobre el corporate purpose mucho más confuso que reitera tal afirmación.
Maier, correctamente, entiende por ‘public purpose’ sencillamente que pudieran contribuir a la prosperidad general de la nación – del Estado de Massachusetts. Así en la autorización para constituir la Beverly Cotton Manufactory se decía que
«la promoción de manufacturas útiles y en particular las que se fabrican con materias primas de origen americano… contribuirían a la felicidad y el bienestar de esta república aumentando la agricultura y ampliando el comercio en el país».
La verdad es que esta afirmacion suena bastante ‘mercantilista’.
A continuación, Maier reconoce que la autorización de corporaciones con objeto social industrial o comercial formaba parte de la «política económica» y de la regulación de la actividad económica. Pasará mucho tiempo antes de que se reconozca que el Derecho de Sociedades (Corporation Law) es puro derecho privado y no tiene nada que ver con la regulación económica. Así, Maier nos cuenta que
las autorizaciones para constituir una corporación se concedían a instancia de parte, no a iniciativa de los poderes públicos… y no se distinguía entre el interés público y los promotores capitalistas»
cuyos patrimonios aumentarían gracias a la actividad de la empresa. Lo que preocupaba a la General Court que otorgaba la autorización es que «el interés público» se preservara, interés público que, repito, era el de la prosperidad y desarrollo económico de la república (de la Commonwealth).
La autorización por la que se constituyó el Banco de Massachusetts decía, por ejemplo, que el banco «probablemente será de gran utilidad pública, y… particularmente beneficioso para la parte comercial de la comunidad».
En efecto, los comerciantes de la comunidad podrían beneficiarse de mayor liquidez y posibilidades de financiación. Pero llamar a eso «public purpose» del banco es ir muy lejos.
De manera similar, la autorización de 1790 por la que se incorporó una compañía para erigir barreras en el río Merrimack señaló que «bajo las regulaciones y restricciones adecuadas» tal corporación «promovería el interés público y sería muy ventajosa para los individuos.
Lo mismo.
La posición de vanguardia de Massachusetts en la utilización de la corporación para promover empresas de gran envergadura lo explica la autora diciendo que «donde Virginia autorizaba a individuos a construir puentes, Massachusetts creaba corporaciones» y la razón es parecida a la que llevaba a los romanos de la República a constituir sociedades de publicanos: los senadores romanos eran tan ricos que no hizo falta recurrir a la corporación para financiar los suministros al ejército o gestionar la recaudación de impuestos. Del mismo modo, «la relativa pobreza de los habitantes de Nueva Inglaterra comparada con la riqueza de los terratenientes del sur» tuvo algo que ver y «forzó a los norteños a combinar sus aportaciones para lograr lo que otros, como los virginianos, podían hacer por sí solos». Esta «costumbre» se acabó extendiendo a toda la Unión, incluida Virginia pero, sobre todo, fue imprescindible cuando el aumento del tamaño del mercado norteamericano exigió un aumento del tamaño de las empresas si se pretendían aprovechar las economías de escala.
La discusión intelectual sobre las corporaciones en la América revolucionaria
Los americanos tenían, pues, un modelo de corporación que se podía ajustar a sus necesidades sin poner en peligro, como ocurría con las corporaciones que ‘constituían’ la vida colectiva en el Antiguo Régimen, los principios y reglas de la naciente república. Lo fascinante del trabajo de Maier es que nos explica la discusión intelectual que se produjo en las décadas finales del siglo XVIII en los Estados Unidos sobre los peligros y la utilidad de las corporaciones para la prosperidad individual y colectiva de la nación. Y es que la constitución de centenares sino miles de corporaciones se produjo a pesar de la aparición de un movimiento muy potente anticorporativo. (anti-charter doctrine). Los norteamericanos de esa época quizá no eran abanderados del laissez-faire pero lo que estas doctrinas reflejan es que tampoco estaban dispuestos a que las instituciones del Antiguo Régimen que Europa estaba abandonando echaran raíces en América. Probablemente esta es una enorme diferencia entre el norte y el sur de América como ha explicado Marta Lorente.
Se explica así por qué la Constitución americana no atribuyó al Congreso poderes para crear corporaciones (lo que resulta realmente revolucionario dado el precedente británico). Los Estados se reservaban la autoridad correspondiente, lo que creaba un «mercado» competitivo de incorporaciones como el que existió en Europa entre las autoridades eclesiásticas y civiles en la Edad Media lo que limitaba, en buena medida, la posibilidad de una ‘tiranía corporativa’ como la de la Inglaterra en la que solo el Rey podía otorgar charters y en la que el valor de la incorporación se reducía tanto que cualquier privilegio o monopolio sería baladí.
El movimiento anti-charter se dirigió específicamente contra la creación de corporaciones con derechos exclusivos – monopolísticos o «privilegios» (para explotar infraestructuras) en general. Como he dicho, las autorizaciones parlamentarias por las que se autorizaba la constitución de una corporación eran auténticas medidas de regulación de la actividad económica e iban acompañadas, a menudo, de privilegios o monopolios
El caso Charles River Bridge v. Warren Bridge es un extraordinario ejemplo pero las cuestiones de fondo – monopolios concedidos a una empresa privada – eran las mismas en las autorizaciones para constituir bancos – monopolio en la captación de depósitos o el otorgamiento de préstamos como en el caso del Banco de Filadelfia, incorporado en 1782. En el caso de las empresas manufactureras, los privilegios consistían en derecho a expropiar tierras o contratar personal (la escasez de mano de obra era brutal) en condiciones excepcionales ya que al personal de la empresa se le eximía de pagar impuestos o del servicio militar o se permitía a la corporación organizar una lotería para captar fondos y abrir canales (de peaje) para transportar materiales y productos acabados.
Pero los anticharter se oponían también a la ‘incorporación’ de ciudades como Boston o Filadelfia y la razón es porque temían que a la constitución de la corporación le siguieran «restricciones a las actividades económicas de sus habitantes, regulaciones de las ferias y mercados, es decir, las típicas restricciones asociadas con las corporaciones municipales». Y aunque las corporaciones urbanas habían tenido un papel progresivo (‘El aire de las ciudades te hace libre’ Stadtluft macht frei) en la Edad Media al permitir a los siervos rurales liberarse de los vínculos feudales y participar en el gobierno de la ciudad, ese papel no era necesario en Massachusetts porque «todos sus ciudadanos son libres e iguales«. Otorgar privilegios a algunos de ellos sólo podía hacerse a costa de la violación de los derechos de los demás. Los anticharter sospechaban que la ‘incorporación’ de Filadelfia podría llevar a reservar la participación en el gobierno de la ciudad a los propietarios más ricos excluyendo a buena parte de los vecinos que, no obstante, pagaban impuestos (tres cuartos del total). O sea, implicaba «establecer una aristocracia». Por su parte, los defensores de la incorporación negaban que las nuevas corporaciones se asemejaran a los gremios o consulados mercantiles del medievo; que el recurso a la incorporación de la ciudad – recuérdese, la sucesión perpetua – era una enorme ventaja de la que no se podía prescindir y que los riesgos de sustituir el gobierno del pueblo y la igualdad y libertad de los ciudadanos por uno oligárquico basado en el privilegio podía evitarse incluyendo las previsiones estatutarias procedentes. Y hubo mucha variedad en el gobierno municipal de las decenas de ciudades que se incorporaron en el siglo XVIII pero la preocupación por evitar la formación de gobiernos oligárquicos en cada ciudad está muy presente. Pero claro, para los muy republicanos norteamericanos, llamar a estos gobiernos ‘aristocráticos’ tenía más morbo y eficacia retórica.
Se tardó mucho en distinguir entre las corporaciones – hoy diríamos – de derecho público y las de derecho privado – las sociedades anónimas en Europa Continental. Y me parece muy exacta la definición que, de estas últimas, daban los revolucionarios: eran corporaciones dedicadas a «supervisar la utilizacion de ciertos bienes para ciertos usos particulares» o, con otras palabras «corporaciones pecuniarias«. O sea, patrimonios organizados. En todo caso, para las preocupaciones de los anticharter, la oposición a ambas tenía el mismo motivo: el otorgamiento de privilegios a los menos a costa de los mas.
La otra gran preocupación de los anticharter, junto con la creación de privilegios y monopolios era que las corporaciones contribuyeran a petrificar la desigualdad al permitir la amortización de la propiedad dada su capacidad para persistir eternamente.
Cuando los ricos «pasan al sepulcro, […] sus hijos se reparten sus haciendas» y «el patrimonio acumulado gracias al trabajo y el esfuerzo de una larga vida de empresa e industria» se deshace «silenciosa y silenciosamente». Esa «revolución» periódica en la propiedad, como la describió Shunk, no sólo dividía los patrimonios sino que volvía a poner en circulación los bienes y activos de modo que «los industriosos y hábiles se aseguran la posibilidad de utilizarlos… como hombres independientes, hasta que su propia muerte, un accidente o la extravagancia cambien de nuevo de manos la propiedad». Pero como las corporaciones nunca mueren, podían seguir teniendo y acumulando propiedades a medida que las generaciones iban y venían.
de ahí que exigieran que se pusiera un límite a su duración (¡esta misma preocupación está en el requisito, en el derecho francés y en el derecho italiano de sociedades de fijar un plazo de duración a las sociedades anónimas!) y al valor del patrimonio que podía acumularse en una corporación. Es decir, les preocupaba, como a los revolucionarios franceses que se redujera «la liquidez del capital financiero» – en aquella época muy escaso, como la mano de obra – y «su disponibilidad para los más industriosos y emprendedores miembros de las generaciones futuras«. Y de ahí también que se exigiera «a los bancos que repartieran dividendos regularmente… lo que evitaría su acumulación perpetua», o sea, su amortización.
Finalmente, los anticharter alegaban el privilegio de la responsabilidad limitada. Esto es especialmente interesante porque suponía reconocer que los miembros de una corporación no respondían de las deudas de ésta pero, al extenderse la business corporation (esto es, una compañía o sociedad organizada corporativamente) era legítimo que el régimen de responsabilidad fuera el mismo para cualquier business firm cualquiera que fuera su organización (partnership, unincorporated groups…)
No es de extrañar que los anticharter se convirtieran en defensores de las leyes que liberalizaban (y privatizaban) la constitución de sociedades anónimas (business corporations) ya que el riesgo de concesión de privilegios o monopolios desaparecía y el riesgo de corrupción de los parlamentarios se reducía que podrían dedicarse a la elaboración de normas generales en beneficio de la commonwealth.
Del lado de los partidarios de la corporación, los mejores argumentos a favor de las corporaciones se han repetido a lo largo del siglo XX. Consistían en recordar la superioridad de la «astucia y diligencia de los individuos» respecto de las instituciones públicas. Y, en efecto, los proyectos empresariales de propiedad pública acabaron quebrando. Además, se decía, la corporación es sólo eficiente para grandes empresas y nunca podrá desplazar al «individuo, que trabaja con sus propias manos sobre su propio capital» y «dirige su propio negocio», las corporaciones nunca podrían reemplazar «al pequeño fabricante, u… ocupar el lugar que, de no ser por ellos, los individuos hábiles con capitales ordinarios, podrían ocupar o querrían ocupar». Se reconocía el valor «republicano» de las corporaciones en permitir a la gente normal invertir sus ahorros y no reservar los proyectos que requerían mucho capital a los más ricos a la vez que permitían a gente no experta invertir en negocios gestionados por expertos.
Pero el más fascinante es el argumento político: la corporación se consideró como un body politik dotado de una ‘constitución’ aprobada por sus miembros que, así se ‘autogobiernan’. La autonomía de las corporaciones frente al Estado y la libertad estatutaria encajaban muy bien – dice la autora – en una sociedad como la norteamericana de la época preocupada, más que nada, por salvaguardar la libertad y el gobierno democrático. Una sociedad que confíaba – concluye Maier – en que libertad y democracia estaban mejor guardadas si los derechos de los ciudadanos se recogían en documentos escritos, como era escrita la Constitución (a diferencia de la situación en Inglaterra): «el carácter constitucional de los estatutos sociales pudo haber contribuido a la popularidad de la corporación en los EE.UU»
Foto: JJBOSE
[…] por Jesús Alfaro | Oct 9, 2024 | Derecho de Sociedades, Jesús Alfaro, Mercantil | 0 […]