Por Jesús Alfaro Águila-Real
A propósito de Robert E. Wright, Rise of the Corporation Nation, 2009
aquí la primera parte
El país de las corporaciones
Para 1860, en EE.UU. había 20.000 corporaciones con un capital de 25.000 millones de dólares. La explosión del número de corporaciones, única en el mundo de la época, se debió a que existía una demanda intensa de capital para financiar empresas de gran envergadura. Y la corporación era la ‘bomba de capitales’ necesaria para tal fin. EE.UU. era un medio idóneo para la formación de grandes empresas – y por tanto, con forma de corporación societaria o sociedades anónimas – porque las economías de escala que podían aprovecharse eran inmensas, incluidas la derivadas de la integración vertical. Y, muy en la línea de Schumpeter, la posibilidad de lograr un monopolio temporal como consecuencia de los muy inferiores costes de producción que la gran escala permitía (piénsese en los trusts como la Standard Oil, cuyos costes de producción, dado el inmenso tamaño de sus refinerías eran imbatibles) constituían un poderosísimo estímulo para constituir enormes corporaciones con miles de miembros y centenares de millones de capital. No había alternativa a la corporación como forma organizativa de la gran empresa. En Inglaterra, por el contrario, la Revolución Industrial se hizo con otras formas societarias como la partnership y la unincorporated joint-stock company o los business trusts. En Francia, con la comanditaria. Estas figuras ‘sirvieron bien’ a la organización de la producción manufacturera porque sus necesidades de capital no eran tan grandes.
La demanda de ‘incorporaciones’ por parte de los empresarios que promovían negocios de gran envergadura (construcción de infraestructuras como canales, carreteras, puentes y puertos primero y bancos y compañías de seguros) unido a la estructura federal del nuevo estado, desató la competencia entre las antiguas colonias en la concesión de charters, o sea, en las autorizaciones para constituir sociedades anónimas. Esta es una diferencia radical con los países europeos donde la ‘concesión’ de autorizaciones estaba centralizada en el Parlamento nacional. El resultado de esta competencia es bien conocido: facilidad para obtener la autorización y, finalmente, leyes generales que condicionaban la obtención del estatuto corporativo a la simple inscripción en un registro público. La escisión entre la ‘sede real’ y la ‘sede registral’ hizo el resto intensificando los incentivos de los Estados pequeños para atraer ‘incorporaciones’ de empresas cuyo establecimiento principal se encontraba en otros Estados.
Del lado de la demanda, los promotores de empresas manufactureras, imitando a los ingleses, organizaron las relaciones entre sus miembros – accionistas – sin recurrir a la incorporación si ésta resultaba difícil de obtener. El autor da cuenta de algunos ejemplos. La Philadelphia Linen Manufactory se organizó como una sociedad anónima sin obtener autorización, es decir, era una sociedad con estructura corporativa (tenía órganos) pero puramente contractual en su fundamento, de manera que los «acreedores tenían que aceptar… que los accionistas no eran responsables personalmente de las deudas» que la compañía contrajera con ellos. «El Banco de Nueva York operó durante unos siete años como una sociedad anónima no incorporada» y lo mismo el Essex Bank de Massachusetts. Sin embargo, dice el autor, estos casos fueron excepcionales: los costes de la ‘no incorporación’ eran demasiado elevados como para no intentar obtener la autorización del Estado.
El origen de la ‘monopolization’ en la sec. 2 de la Sherman Act
El trabajo de Wright tiene interés por otra cuestión. Como es sabido, la diferencia más llamativa entre el Derecho norteamericano y el Derecho europeo de la competencia – antitrust – estriba en que, en ambos se prohíben las restricciones de la competencia (los cárteles, básicamente, sección 1 de la Sherman Act y artículo 101.1 TFUE) pero en el primero se prohíbe también la ‘monopolization’ mientras que en el Derecho europeo lo que se prohíbe en su lugar es el ‘abuso de una posición de dominio’. Wright explica por qué la Sherman Act pudo haber prohibido la monopolization y, derivadamente, por qué los europeos no imitaron, también en esto, a los americanos y prohibieron ‘sólo’ el ‘abuso de posición dominante’.
Dice Wright que los americanos del siglo XIX usaban la palabra monopolio en sentido económico – un sector de la economía dominado por un solo productor – pero también como equivalente a ‘poder de mercado’. Así,
Baker John White, por ejemplo, explicó a la legislatura de Massachusetts que durante siglos la el número de panaderos autorizados a hornear en Gran Bretaña había sido limitado por los propios panaderos. Esa política, argumentó, «tuvo las mismas consecuencias que un monopolio, aunque en un menos grado».
Se comprende que afirmar que los panaderos tenían un monopolio es equivalente a afirmar que la organización gremial de los panaderos tenía el monopolio. Dado que los panaderos formaban una corporación, no es de extrañar la estrecha asociación entre corporación y monopolio y la estrecha asociación, también, entre monopolio y ‘privilegio’ o ‘exclusiva’. La discusión se hace confusa porque no se distingue entre miembros de una corporación y la corporación misma y entre corporaciones de base voluntaria y corporaciones a las que había que pertenecer para poder desarrollar una actividad económica y cuyo acceso estaba restringido.
Continúa Wright diciendo que, en la mentalidad de la época, semejantes monopolios no eran posibles si el acceso a la actividad – el comercio en este caso – era libre y que los logrados mediante la formación de cárteles, tenían una vida corta (recuérdese, los cárteles son muy inestables porque los miembros y los ajenos tienen incentivos para ofrecer el producto cartelizado a un precio un poco más bajo apoderándose rápidamente de la clientela). De lo que se quejaban, pues, era de las corporaciones a las que la legislación atribuía un ‘privilegio’ – un monopolio o ventajas especiales en el desarrollo de una actividad – de modo que hacerse miembros de la corporación – en el caso de las corporaciones tradicionales – era la única forma de acceder a la actividad. De ahí la ‘mala fama’ que la sociedad anónima, una corporación cuyos miembros eran, simplemente, los que aportaban el capital y, por tanto, perfectamente fungibles, tuvo en la América revolucionaria. Cuenta Wright que
los habitantes de Filadelfia se quejaron durante mucho tiempo de una ley que ordenaba que todas las subastas dentro de la ciudad fueran conducida por un solo subastador. En 1790, la legislatura respondió nombrando a un segundo. Un comerciante de Filadelfia objetó que… eso puede ser un paliativo… pero nunca podrá curar radicalmente los males que acompañan a un monopolio de este negocio. En efecto, si un monopolio es peligroso y susceptible de abuso, la misma objeción puede ser hecho en contra de limitarlo a dos».
La estrecha asociación entre corporación y privilegio (exclusividad, monopolio) es, pues, evidente. Y el problema es que la necesidad de atribuir un monopolio a ciertas corporaciones que no eran ya ‘gremiales’, esto es, no agrupaban a todos los individuos que desarrollaban una misma profesión, oficio o actividad, seguía existiendo por las mismas razones que hoy se conceden derechos de patente. Así,
… pocos charters otorgados por los parlamentos estatales contenían promesas explícitas de monopolio. En 1799, Nueva Jersey concedió a una corporación el derecho exclusivo de vender mapas del estado durante 15 años. Se pensaba claramente en el monopolio como algo parecido a una patente o a un derecho de autor, al igual que la propiedad intelectual del cartógrafo. Se trataba de compensar al cartógrafo el esfuerzo en trazar el mapa, esfuerzo del que se aprovecharía cualquiera que pudiera, lícitamente, copiar el mapa. Por razones similares, los puentes y a compañías de transportes a menudo se les prometía un monopolio local de tantas yardas o millas por un período de años con el fin de proteger su inversión de capital.
Pero, naturalmente, no había tal necesidad de atribuir un monopolio para inducir la inversión de capitales en bancos, compañías de seguros o, en general, compañías manufactureras que, sin embargo, también adoptaban la forma corporativa lo que explica la oposición popular a las corporaciones en la América Revolucionaria.
Así las cosas, es lógico que, cuando en 1890 se promulga la Sherman Act, lo que preocupe a los legisladores federales no sea que alguien que tiene una posición de dominio abuse de ella, sino que alguien pretenda conseguir, con ayuda del Estado o mediante la formación de un cártel, la posición de un monopolista. El texto legal reza
Every person who shall monopolize, or attempt to monopolize, or combine or conspire with any other person or persons, to monopolize any part of the trade or commerce among the several States, or with foreign nations, shall be deemed guilty of a felony, and, on conviction thereof, shall be punished by fine not exceeding $100,000,000 if a corporation, or, if any other person, $1,000,000, or by imprisonment not exceeding 10 years, or by both said punishments, in the discretion of the court.
La referencia al «comercio entre Estados» es inequívoca. Los Estados eran libres – vía su competencia para ‘incorporar’ o autorizar sociedades anónimas – para otorgar monopolios, pero la Federación no permitiría a nadie monopolizar el comercio interestatal. No es extraño que, en los EE.UU., sean los abusos por exclusión – no los abusos por explotación – los que caen principalmente bajo esta figura (cfr. art. 102 TFUE y, como hace notar Lowhagen, aproxima la Sect. 2 de la Sherman Act al art. 37 TFUE sobre monopolios comerciales otorgados por los Estados miembro )
La responsabilidad limitada de los accionistas
Wright confirma que, en la América del siglo XIX, los miembros de una corporación (aunque fuera comercial) no respondían con sus bienes de las deudas de la corporación. Este hecho era una razón añadida para oponerse a la autorización de corporaciones mercantiles. Los que se oponían a ellas alegaban que, al adoptar la forma corporativa, los (que hubieran sido partners o socios en caso de que la forma de la compañía hubiera sido la de una partnership), los accionistas recibían un privilegio del Estado. De ahí la oposición a cualquier corporación mercantil y la pretensión de que la forma corporativa se reservara para finalidades no lucrativas (‘public purpose’). De ahí también que se indicaran los beneficios que cabía esperar de la formación de estas empresas para la Sociedad en su conjunto.
Dice Wright que la responsabilidad de los accionistas era «limitada de facto» y que esa era la opinión común avalada por las sentencias de los tribunales. Y la solución no podía ser otra si se admitía la continuidad entre las corporaciones no comerciales que eran las únicas conocidas antes del siglo XVIII y las que comienzan a proliferar, para el desarrollo de empresas industriales, de infraestructuras, de servicios etc a partir de entonces. No es de extrañar, tampoco, que estas corporaciones comerciales tuvieran «decenas o incluso cientos» de inversores. Por ejemplo «91 accionistas invirtieron para construir el puente sobre el río Charles» y 50 «compraron las 120 acciones ofrecidas por la Compañía del puente de Malden en 1786″ y «en la década de 1790, 309 entidades diferentes, en su mayoría individuos, pero también algunas corporaciones, sociedades y organizaciones sin fines de lucro poseían acciones en el Banco de Pensilvania»
Conclusión
Lo que importa destacar es cómo, a lo largo del siglo XIX, culminó la ‘privatización’ de la corporación. A finales de siglo, en Europa Occidental y en los EE.UU., la corporación – sociedad anónima era una institución completamente privada y equiparada, en lo fundamental, a las otras formas de compañías mercantiles de las que se disponía desde el siglo XIII. Se había desprendido completamente de los rasgos que habían caracterizado a las corporaciones que, desde la Edad Media hasta el final de la Edad Moderna, habían articulado la ‘acción colectiva’ de los europeo-occidentales.
Imagen: europeana en unsplash